El “Día de Alast” según Rumi
Halil Bárcena
Toda la consciencia espiritual islámica gira en torno a lo que se
conoce con el término árabe mītāq, a saber, el hecho transhistórico del
compromiso preeterno, primordial, que los místicos sufíes, sobre todo los de
corte persa (Rūmī entre ellos), denominan el “Día de Alast”, que alude a la
existencia precósmica de nuestro ser, a nuestra realidad ontológica preeterna.
Dice así, exactamente, el texto coránico: “Y cuando tu Señor sacó
de las espaldas de los hijos de Adán a su descendencia y les hizo dar
testimonio: “¿Acaso no soy yo vuestro Señor?”. Dijeron [las almas]: “¡Por
supuesto que sí, damos testimonio!” [1]. Toda la humanidad presente en Adán de
forma misteriosa, aunque ya individuo por individuo, es conminada por Dios a
responder a la siguiente pregunta: “¿A-lastu bi-rabbikum?”, “¿Acaso no soy yo
vuestro Señor?”, a lo que todo el mundo respondió afirmativamente [2]. La
espiritualidad sufí (aunque no únicamente, piénsese si no en la gnosis šī‛ī,
por ejemplo) está dominada toda ella por dicho acontecimiento (digámoslo así).
Efectivamente, el "Día de Alast”, que podríamos traducir literalmente como
“el día del acaso no soy yo…”, constituye uno de los temas predilectos de las distintas
místicas islámicas; más aún, es un hecho nodal para el islam espiritual. Alast
es la piedra angular de la más profunda espiritualidad coránica.
Por supuesto, el "Día de Alast” no describe nada, no se trata
de un suceso histórico, en el sentido de la historia positiva, la que narra el
devenir lineal de las cosas y avatares del mundo y del ser humano, sino de un
hecho que acontece en lo que Henry Corbin dio en denominar la metahistoria [3]
y que trasciende la materialidad de los sucesos empíricos. No se trata aquí,
por lo tanto, de una entrada divina en la historia, o de una historización de
lo divino, a la manera de la encarnación cristiana, pongamos por caso, sino de
un hecho exclusivamente espiritual, en el sentido estricto de la palabra [4].
El sí del “Día de Alast”, dicho compromiso primordial, que tanto tiene de
simbolismo nupcial, abarca toda la antropología espiritual sufí. Puede decirse,
incluso, que determina el ethos, la manera de hacer, el perfume del misticismo
sufí. El objetivo del derviche será, pues, retornar a la experiencia unitiva,
re-unificadora, no-dual, del “Día de Alast”, cuando sólo Dios era, “antes de
que salieran las futuras criaturas del abismo del no-ser”, como apuntó
Annemarie Schimmel, “y las dotara de vida, amor y comprensión para que pudieran
de nuevo presentarse ante su rostro al final de los tiempos” [5]; Dios, tal vez
el símbolo más potente de cuantos existen para apuntar a eso que no tiene
nombre y los posee todos, porque es nada y a la vez todo cuanto hay. Así, la limpidez
del ser humano, su estado de vaciamiento interior, es el signo del retorno a la
naturaleza inicial, unitiva, representada por el “Día de Alast”; retorno a la
auténtica patria de origen, desde el oscuro exilio del mundo (occidental según
la topología espiritual -que no geográfica- del místico iranio Sohrawardī) de
la dispersión y la multiplicidad. Afirma Sultān Walad, hijo de Rūmī y verdadero
artífice de la escuela sufí de los derviches giróvagos:
“La esencia de tu corazón era pura
antes de provenir del agua y del limón en el tiempo de Alast” [6]
Un hadīṯ nabawī afirma que el islam es una tradición religiosa del
exilio [7], y nadie ha podido manifestarlo mejor que los místicos sufíes
persas, que hicieron de la metáfora del exilio y el retorno su tema predilecto,
más todavía, su verdadera obsesión, tal como apuntó Henry Corbin en su día [8].
A decir verdad, toda la mística persa constituye una parábola sobre el exilio o
gurba y las hondas emociones que le acompañan, como el dolor por la separación,
la nostalgia del lugar de origen perdido y el anhelo del retorno. Puede
afirmarse, en ese sentido, que la mística persa es monotemática, lo cual, en
modo alguno, quiere decir que sea monótona o aburrida, puesto que cada místico
ha sabido recrear a su manera esa misma historia del exilio espiritual del ser
humano con una inusitada frescura y originalidad [9]. Con todo, el pasaje más
representativo y emblemático, el que ha quedado en la memoria de las gentes
orientales, es el llamado nāy-nāme de Rūmī, el preámbulo del Mathnawī, su magna
opus, los dieciocho versos en los que el nāy, la flauta sufí de caña, símbolo
del hombre que ha despertado a su verdadera naturaleza, se lamenta de la
separación de su fuente original, el cañaveral. Arranca así el Mathnawī:
“Escucha este nāy como narra una historia: él se lamenta de la
separación (…)
Todo aquél que vive lejos de su origen aspira al instante en el que
estará unido de nuevo” [10]
“El significado de “exilio” en este contexto es, por supuesto”,
especifica el investigador Terry Graham, “la lejanía del seno de la Unidad
Divina, la obligación de morar en el mundo material o, por cierto, en cualquier
plano de la existencia que esté apartado de la presencia directa de lo Divino”
[11]. El místico persa evoca un exilio espiritual que le desposee a uno de la
patria de origen, para jamás llegarle a integrar en ninguna otra. Dicho de otro
modo: nada mitiga la sed espiritual excepto el Agua de Vida -permítaseme el uso
enfático de las mayúsculas-. No hay para él sucedáneos que valgan. El exiliado,
símbolo vivo del buscador, del caminante serio, no se conforma con cualquier
cosa, ni con cualquier lugar. Para quien se descubre y se sabe un extranjero,
no hay más descanso que en el corazón de la patria perdida, el origen de Alast,
un lugar no-lugar (lā makān, en el lenguaje de Rūmī) [12]. Tal vez el derviche
ignore hacia dónde va -de hecho, poco importa-, pero no de dónde viene. En la
doctrina espiritual del misticismo sufí persa, la patria perdida no es sino el
doble celestial (digámoslo así) de la psique terrestre, el principio
trascendente de su individualidad, que, en la mayoría de las personas y los
casos, permanece ahogada bajo los impulsos, tendencias y caprichos del ego, el
nafs de la literatura sufí clásica, lo cual provoca en el ser humano un estado
de somnolencia, cuando no de sueño profundo, y ceguera [13].
Por todo ello, vive el sufí en el mundo, pero sin ser del mundo.
Escribe Sultān Walad: “Somos unos exiliados en este mundo y como tales
exiliados viajamos en él. Al final, llegaremos al Amigo” [14]. La existencia
del exiliado transcurre arrostrando el dilema de estar pero no ser. Existir es
vivir en el exilio. Un exilio que le empuja al sufí a deambular por unos
derroteros, mientras en su fuero interno anhela otros bien distintos. Un exilio
que le hace sentirse extraño no sólo ante los demás (al menos ante quienes no
poseen la misma conciencia expatriada), sino también ante sí mismo. El exiliado
es un ser humano escindido: ha de hablar un idioma dual, el del mundo de la
multiplicidad de objetos y sujetos, pero piensa y siente en otro diferente, el
que realmente es el suyo, el del corazón; un lenguaje interior (zabān-e hāl,
así lo denominan los propios sufíes persas) [15], que no reconoce ni pronuncia
el término dualidad.
Desde el instante en que el místico sufí toma conciencia de su
condición de exiliado, que malvive en las tinieblas de las tierras
“occidentales”, en palabras de Sohrawardī [16], su vida no tendrá ya otro
objetivo que el del retorno. El destino del sufí es único y apunta, justamente,
al Único y a lo Único que realmente es. Dicho destino irremplazable es lo que
desencadena y alimenta la inconsolable nostalgia que se apodera del místico en
su interior. El pathos, la enfermedad del sufí es, en efecto, la nostalgia, entendida
ésta en el sentido etimológico del término griego, esto es, como algia o
“dolor" del regreso. Por consiguiente, el exiliado es siempre un viajero,
cuyo viaje de retorno, sin embargo, no acaba de consumarse jamás. El expatriado
siempre está volviendo y esa es la gran epopeya mística que canta el misticismo
sufí persa, que canta Rūmī. El del místico es siempre un viaje de retorno, de
vuelta a casa, puesto que no hay nada nuevo que alcanzar ni descubrir que no
resida ya en él, nada que no habite en los pliegues de su interior, desde el
principio de los tiempos, desde el“Día de Alast”. Así pues, no marcha el
exiliado en pos de lo desconocido, de lo raro o excepcional, sino de lo
conocido desde hace mucho tiempo olvidado, porque ese y no otro es el pecado, la
gran falta, del hombre común: la negligencia (gafla en el lenguaje técnico sufí
[17]), vivir en la desmemoria y el olvido de lo que realmente se es. Así,
mientras que el religioso y el moralista se lamentan de sus pecados, el
derviche lo hace únicamente de sus olvidos, de sus momentos de falta de
presencia, de su desatención. Dicho de otro modo, el pecado del sufí no es otro
que la inadvertencia del propio origen: el olvido del“Día de Alast”.
El exiliado no persigue conocer , así pues , sino re-conocerse y en
dicho re-conocimiento no es aplicable una concepción lineal del tiempo. El
exiliado no progresa, sino que regresa. Dado que su patria de origen no está
inscrita en ningún mapa, también el tiempo lineal se ha eclipsado para él. El
exiliado, identificado con el sufí, es, en efecto, el prototipo del ibn
al-waqt, el hijo del instante, según la definición clásica dada por los sabios
sufíes. Vive el exiliado, por lo tanto, en un ahora palpitante, un instante
rebosante de presente, habitado de eternidad. De ahí, entre otras cosas, que el
danzar circular del derviche osamā‛ (como el tawwāf, ritual del peregrino
musulmán alrededor de la negraka‛ba de La Meca) se efectúe de derecha a
izquierda, es decir, en sentido contrario a las agujas del reloj, o lo que es lo
mismo, a contratiempo. Persigue el derviche giróvago con ello remontar el
tiempo, o mejor aún, abolirlo. En efecto, la danza circular le permite al
derviche escapar de los estrechos límites de la temporalidad lineal. El
derviche no es esclavo ni del tiempo ni del espacio. Canta Rūmī, recreando la
simbología báquica tan cara al sufismo persa:
“El Día de Alast tu alma bebió el vino de tu banquete.
El Señor del no-lugar eres Tú. No que te atrape la servidumbre de
los lugares”[18]
Por consiguiente, no es el suyo un viaje fuera de sí, sino en sí
mismo, a la manera de los treinta pájaros del Mantiq al-Tayr, El lenguaje de
los pájaros, la célebre epopeya mística de Farīd al-Dīn ‛Attār (m. 1220), que
contiene el célebre episodio místico del encuentro con el Sīmorg, el pájaro rey
de la mitología persa [19]. El viaje del exiliado, simbolizado por el samā‛, el
danzar circular del derviche mawlawī, se produce, como acabamos de ver, de
derecha a izquierda, que también quiere decir de fuera a dentro, del plano de
la acción al plano de la interiorización; en suma: hacia el corazón, pero no
tanto al corazón anatómico como al espacio simbólico que evoca la patria
celestial, tierra original de luz, de la que el ser humano ha sido arrancado de
cuajo, como el nāylo fue del cañaveral. De fuera a dentro, en dirección al
corazón, ese mundo pequeño del ser humano donde, sin embargo, cabe el mundo
entero[20].
También el islam espiritual contiene algunas pistas en esa misma
dirección, que no pasaron desapercibidas a los místicos sufíes, Mawlānā Rūmī
entre ellos. Reza uno de los ahādīz más caros a la tradición sufí, citado y
comentado por Rūmī en varias ocasiones, a lo largo de su obra: “Quien se conoce
a sí mismo, conoce a su Señor” [21]. Así pues, el viaje, cuando es real y
hondamente espiritual siempre es de regreso y en sí mismo. Responde así el
místico sufí a la llamada del pasaje coránico: “¡Regresa!”, que sirve de
inspiración a la doctrina tradicional del exilio y el retorno, tal como fue
formulada por el misticismo sufí persa: “¡Oh alma pacificada! [silenciada]
Regresa a tu Señor, satisfecha, complacida” [22]. Todo en Rūmī da comienzo con
la conciencia de pérdida absoluta y separación. Su poesía, barrida por un aire
de inconsolable nostalgia, su música, ora lastimera ora gozosa, el incesante
samā‛ o danza circular, toda su mística de la escucha y su simbolismo poético
musical, no son sino frutos de quien ha vivido una situación de absoluta
pérdida. Una pérdida que lejos de colapsar, paradójicamente, opera de acicate y
revulsivo del viaje espiritual de retorno a lo que siempre se ha sido y se es,
de tal suerte que puede el hombre cumplir el imperativo pindárico de llegar a
ser lo que de hecho ya es. La práctica sufí del dhikr sufí consiste en la
rememoración de un conocimiento profundamente enraizado en nuestro ser. Sólo
aquéllos que permanecen lejos podrán saborear las mieles del regreso, puesto
que el gozo del retorno es proporcional al dolor del exilio.
La ecuación dolor/gozo (que también podría formularse como
ausencia/presencia) está siempre de este último lado. La pérdida, como el
dolor, constituye una propedéutica para el amor. Se ama desde el dolor y la
distancia de la separación. Se ama más cuando el objeto del deseo amoroso está
ausente[23]. Pero, cuidado, porque no nos hallamos aquí ante una actitud
sufriente del estilo: “cuanto peor, mejor”. No, vías así no son gozosas y
conducen al desarreglo y la perturbación interior, puesto que “cuanto peor,
peor”. No es en ese ámbito ascético en el que los místicos sufíes persas colocan
y despliegan el símbolo del “Día de Alast”. Pareciera como si Mawlānā, hombre
de fina y penetrante mirada, hubiese extraído dicha enseñanza de la observación
de la naturaleza, algo a lo que dedicaba horas, en sus largos paseos, bien en
solitario, bien acompañado de discípulos, por los jardines de Konya. Al fin y
al cabo, la belleza paisajística es fruto de la erosión, esto es, de la muerte
geológica y de la destrucción; en definitiva, de la pérdida. Más aún, Rūmī nos
viene a decir que la belleza y el amor crecen en el terreno donde se pudren sus
contrarios, al igual que las hermosísimas flores de las primaveras de Konya,
que Mawlānā tanto y tan bien cantó, lo hacen en una tierra abonada por
excrementos e inmundicias. O recreando una bella imagen báquica, dirá que el
vino, su embriagante dulzura, nace tras el aplastamiento a pisotones de las
uvas.
A diferencia del musulmán a secas (que acaba siempre siendo un
musulmán seco), o del que permanece varado en la letra, o del ortodoxo; a
diferencia de todos ellos que viven el mīzāq bajo la perspectiva dualista y
siempre amenazadora de un Dios alejado e inaccesible, severo y castigador, al
que no se le debe más que obediencia y sumisión (esa es la naturaleza del “sí”
temeroso del religioso a la pregunta del “Día de Alast”), Mawlānā y el resto de
sufíes persas descubrirán en dicho compromiso primordial la promesa nupcial del
amor recíproco [24] entre un Dios amoroso, inmanente, más próximo que la propia
vena yugular, según el dictum coránico [25]; entre un Dios que puede ser
avistado, sentido y oído por doquier [26], y un ser humano rendidamente
enamorado por siempre jamás. Desde el punto de vista del sufismo clásico, el
tratamiento que Rūmī efectúa del mīzāq en modo alguno resulta extraño. Y es
que, desde bien temprano, uno de los rasgos característicos de los espirituales
sufíes fue justamente la poetización del motivo del pacto primordial, o lo que
es lo mismo, la interpretación poética del acontecimiento preeterno del “Día de
Alast”.
Lo que sí constituye una peculiaridad específica de Mawlānā es el
uso del simbolismo musical para desplegar la verdad interior que dicho mito
contiene. En primer lugar, advierte Rūmī sobre el componente eminentemente
oral, sonoro y acústico del hecho en sí: se trata, en efecto, de un acto de
escucha atenta (por parte de las almas humanas), que el maestro de Konya
traduce en metáforas y símiles musicales relacionados con el samā‛ y la danza
derviche del giro. De hecho, el nāy, la flauta sufí de caña, es un símbolo del
alma humana, arrancada de cuajo, cortada de su raíz preeterna en el cañaveral
divino, y que gime y suspira [27], desde entonces, de nostalgia y añoranza, tan
pronto como el aliento del Amado transita a través suyo en forma de columna de
aire. Por su parte, los primeros dieciocho versos del nāy-nāme, que sirven de
pórtico de entrada alMathnawī, pueden ser leídos como una suerte de exégesis
simbólica del mīzāqcoránico. Algo a subrayar respecto del “Día de Alast” es la
concepción dinámica que de él posee Rūmī, muy en consonancia, de otro lado, con
su cosmogonía. Para el maestro persa de Konya, el mīzāq no es un acontecimiento
del pasado preeterno (metahistórico, en expresión corbiniana), ni tampoco del
pasado histórico, según la concepción creacionista islámica, como predica la
religión exoterista. El “Día de Alast” no es el instante previo a la creación
del mundo, puesto que se trata, insisto una vez más, de un símbolo que nada
objetivable describe. Y en tanto que símbolo, el “Día de Alast”, para Mawlānā,
se está re-creando de nuevo en todo momento; Alast está sucediendo a cada
instante, en el aquí y ahora de todo ser humano despierto y espiritualmente
afinado. No se trata, pues, ni de un suceso histórico susceptible de ser
datado, ni de un artículo de fe en el que creer, sino de un relato simbólico
que apunta hacia una realidad espiritual que el ser humano puede experimentar.
Escribe Mawlānā en el Mathnawī:
“A cada instante [28] proviene de Él la llamada: “Alast?”
y la substancia y los accidentes llegan a la existencia” [29]
Para Rūmī, la vida es samā‛, todo en ella danza. El suyo es un
cosmos que suena, vibra y danza amoroso en círculos [30], que no es sino una
forma poética de afirmar que todo vive, que hay un destello de conciencia
divina en cada partícula de la materia. Su samā‛ consiste en la escucha atenta,
mediante el oído interior (el tercer oído del que hablaba Nietzsche) de las
armonías celestes, pero también de las plantas, los árboles, los animales y
hasta los objetos inanimados (para él animados, por supuesto). Más aún, Rūmī
llega incluso a visualizar el propio acto de la creación como una danza
extática por la cual el no-ser se precipitó felizmente a la existencia al oír
la voz de Allāh que se le dirigía en el“Día de Alast” [31].
A la hora de acercarnos a la comprensión que Rūmī posee de la
música, por ejemplo, y su relación con el tema del mīzāq que acabo de exponer,
nos topamos con la teoría platónica de la anamnesia [32]. En efecto, Mawlānā
sostiene, al igual que el filósofo griego Jamblique, que algunas melodías
musicales poseen la capacidad de establecer un vínculo con lo celestial (aquí
debiera ser leído como lo que está más allá del propio sí mismo), de recordar y
evocar el acontecimiento transhistórico del “Día de Alast”. Para Mawlānā, la
significación profunda del samā‛ guarda estrecha relación con el mīzāq. En
definitiva, el derviche es para él quien vive en la presencia constante de
dicho suceso simbólico, quien atestigua afirmativamente, con cada respiración,
su condición de ser espiritual.
En resumen, de la lectura simbólica del pasaje coránico del “Día de
Alast”, se desprende toda una antropología espiritual según la cual el hombre
se concibe como un animal profundamente nostálgico, traspasado por una
conciencia de carencia, de separación, de extranjería, de ser un nómada que
vaga por el mundo, de estar exiliado de la verdadera patria de origen (que no
es, por supuesto, la patria geográfica del nacimiento). La nostalgia del
exiliado constituye una emoción espiritual que induce a saberse algo más que un
mero ser necesitado, fruto de la herencia, la genética y la cultura. Alast
simboliza nuestras posibilidades espirituales en tanto que seres humanos. El
reto hoy del ser nostálgico que el místico sufí es, el desafío del derviche
contemporáneo, es si será capaz de vivir su exilio espiritual a la intemperie,
con valiente desnudez, sin parapetos religiosos, como Ulrich, “el hombre sin
atributos” de Robert Musil[33], sabedor de que, tal como canta el maestro persa
de Konya: “No ser nada es la condición que se requiere para ser” [34]; o por el
contrario, sucumbirá a la tentación de poblar de dioses -viejos o nuevos, tanto
da- dicho exilio y la patria a la que anhela retornar.
Notas:
[1] Corán 7: 172. “Alast” no es sino la contracción de la expresión
“A-lastu”(“¿acaso no soy yo?”), que aparece en dicha aleya coránica en forma de
pregunta que Dios lanza a las almas humanas
[2] Cfr. Henry Corbin, El hombre y su ángel. Iniciación y
caballería espiritual,Barcelona: Destino, 1995, pp. 195-196
[3] Ibídem, p. 195
[4] Cfr. Henry Corbin, Historia de la Filosofía islámica, Madrid:
Trotta, 1994, p. 69
[5] Annemarie Schimmel, Las dimensiones místicas del Islam, Madrid:
Trotta, 2002, p. 40
[6] Sulṭān Walad, La Parole Secrète. L’enseignement du maître
soufie Rûmî,París: Éditions du Cerf, 1988, 122
[7] El hadīz dice así exactamente: “El islam surgió en el exilio”.
Cfr. Muslīm,Ṣahīh, vol. I, p. 90
[8] Cfr. Henry Corbin, L’Iran et la philosophie, París : Fayard,
1990, p. 247
[9] Piénsese, por ejemplo, en la teosofía de las luces o išrāq de
Sohrawardī y su singular doctrina del exilio “occidental”, Occidente y oriente
han de entenderse no en términos geográficos sino puramente metafísicos, siendo
“occidente” el lugar donde la luz se pone, por lo tanto, el reino de la
oscuridad del que el hombre que ha despertado a lo espiritual sale atraído por
las luces que despuntan en “oriente”. Téngase en cuenta que el término árabe
išrāq, con el que se conoce su sistema filosófico y místico, posee un amplio
campo semántico que incluye, al mismo tiempo, los conceptos “luz” y “oriental”.
De ahí que iluminarse signifique para Sohrawardī, el gran restaurador de la
filosofía de la antigua Persia, dirigirse hacia el “oriente de las luces”. Para
más detalles sobre su concepción del exilio, véase el “Relato del exilio
occidental”, incluido en Sohrawardī, El encuentro con el ángel. Tres relatos
visionarios comentados y anotados por Henry Corbin, Madrid: Trotta, 2002, pp.
113-134.
[10] Rūmī, Mathnawī, libro I, p. 53
[11] Para más detalles, vésae Terry Graham, “'Eyn-ol Qozāt
Hamadāni: El caballero (ŷawānmard) martirizado”, SUFÍ 13, p. 26
[12] El místico iranio Sohrawardī (m. 1191/587 h.) lo llamará
na-koŷā-abad, “el país del no-dónde”. Cfr. Sohrawardī, El encuentro con el
ángel..., op. cit., pp. 113-134
[13] Por lo general, en el léxico técnico del sufismo, se utiliza
el término genérico nafs para referirse, concretamente, al nafs al-ammāra, el
ego o yo dominante. A decir verdad, todas las prácticas del sufismo están
enfocadas a un solo objetivo: permitir al ser humano abrir los ojos y ver, lo
cual implica siempre silenciar su nafs. Para más detalles acerca de la
concepción general sufí del nafs, véase Chittick (2000: 40-51). Para una visión
más psicológica de lanafs, con sus diferentes etapas y clasificaciones, véase
Dr. Javad Nurbakhsh,Psicología sufí, Madrid: Ediciones Nur, 1997, especialmente
las pp. 47-73
[14] Sultān Walad, op. cit., p. 98
[15] Zabān-e hāl, “la lengua del estado interior” en persa, es la
expresión que Rūmī utiliza para referirse a ese otro lenguaje, el de la
disposición espiritual, según lo define Eva de Vitray-Meyerovitch, que irrumpe
cuando el lenguaje verbal calla. En cierta manera, podría decirse que se trata
del lenguaje, la música callada, del silencio interior, que propicia lo que los
sufíes han dado en llamar el conocimiento del corazón. Nicholson lo tradujo
como “mute éloquence”. Para más detalles al respecto, véase Eva de
Vitray-Meyerovitch,Mystique et poésie en Islam, París: Desclée de Brower, 1972,
pp. 58-59
[16] El occidente espiritual, que no geográfico, del que habla el
místico persa, es un lugar de oscuridad, dado que es por donde se pone el sol.
El oriente espiritual -mašriq en árabe- de Sohrawardī es el lugar de la
iluminación, en tanto que lugar del sol naciente. Su mística iluminativa recibe
por ello el nombre de išrāq. Para más detalles, véase supra, Sohrawardī, op.
cit.
[17] Es, justamente, de dicho estado de desatención o
adormecimiento -gafla del que el sufí pretende despertar, mediante su opuesto,
el ḏikr, que no es sino la actitud de presencia viva o atención continuada. El
dhikr es también la práctica sufí de la invocación repetida del nombre divino
[18] Rūmī, Dīwān…, gazal nº 1827
[19] Cfr. Farīd al-Dīn ‛Attār, Mantiq al-Tayr, ed. de Ŷawād Ŝakūr,
Teherán, 1961. Juega ‛Aṭṭār en dicha obra con una coincidencia fonética: la
palabra Sīmorg, que designa al rey de los pájaros, quiere decir en persa,
igualmente, “treinta pájaros”, el mismo número de aves que culminan el viaje
espiritual. La moraleja del relato es clara: lo que los pájaros han buscado a
lo largo de su arduo periplo está en ellos mismos y no fuera. A la postre,
ellos mismos son el Sīmorg que perseguían fuera. Los pájaros viajeros (el
pájaro constituye una vieja metáfora del alma del ser humano) comprenden que
todos los universos están en ellos mismos, más aún: que ellos mismos son el
universo
[20] Reza un célebre hadīṯ qudsī, tan caro a la tradición sufí: “No
me contienen[habla Dios en primera persona por boca del Profeta] ni los cielos
ni la tierra, pero sí el corazón de del fiel que a mí se ha abierto”
[21] Dicho aforismo es atribuido por otras fuentes a ‛Alī, primo y
yerno del Profeta, arquetipo perfecto del místico musulmán, del que arrancan
casi todos los árboles genealógicos sufíes
[22] Corán 89: 27-28. Dichas aleyas coránicas forman parte de la
oración pronunciada para los muertos en el islam. Para el sufísmo, sin embargo,
constituyen la razón de ser del viaje espiritual de retorno que acomete el
místico a lo largo de su existencia
[23] La rica poesía persa sufí ha hecho un lugar común del juego
amoroso, del flirteo incluso, entre un Amado esquivo, que se insinúa pero no se
deja atrapar, y el pobre derviche locamente roto en su desconsuelo. Para más
detalles al respecto, véase Annemarie Schimmel, A two-colored brocade. The
Imagery of the Persian Poetry, Chapel Hill: The University of New Cork Press,
1992
[24] Corán 5, 54: “Traerá Allāh a una gente a la cual Él amará y
por los cuales será amado”
[25] Corán 50, 16: “Hemos creado al hombre. Sabemos lo que su ego
le susurra. Estamos más cerca de él que su propia vena yugular”
[26] Corán 2, 115: “A Allāh pertenecen Oriente y Occidente. Donde
quiera que os giréis, allí hallaréis el rostro de Allāh”
[27] Los poetas místicos persas, Sanā’ī en primer lugar, tan
admirado por Rūmī, jugarán brillantemente con la fonética de la respuesta
afirmativa pronunciada por las almas humanas en el mīzāq. Así, la aflicción, el
sinsabor, el dolor que supone la dura prueba de la separación, balā’, tanto en
árabe como en persa, es graciosamente asociada a la palabra árabe balà, el
“sí”, “por supuesto”, emitido en el mīzāq. Cfr. Schimmel, op. cit. 154. La
aleya del mīzāq muestra, para el sufí, que el propósito de la existencia del
ser humano es sólo existir por y para su Señor, de ahí la nostalgia que lo
inunda, y que el hombre es no existente respecto a todo lo que no es Dios
[28] La palabra persa empleada, dam, significa tanto “instante”
como “aliento” o “respiración”. En definitiva, la respiración es la función fisiológica
que nos liga al instante presente. Se respira no para después sino para cada
instante, para cada ahora, so pena de perecer fulminantemente
[29] Rūmī, Mathnawī, libro I, p. 181
[30] Cfr. Halil Bárcena, “Danzar con el Cosmos. El samā‛ de Mawlānā
Rūmī y los derviches giróvagos”, en Jacinto Choza-Jesús de Garay (eds.), Danza
de Oriente y danza de Occidente, Sevilla: Thémata, pp. 95-120
[31] Cfr. Annemarie Schimmel, “Mawlānā Rūmī y Konya revisitados”,
SUFÍ 7, pp. 14-18
[32] Cfr. Vitray-Meyerovitch, op. cit., p. 82-83
[33] Robert Musil, El hombre sin atributos, Barcelona: Seix Barral,
2001, 2 vols.
[34] Rūmī, Dīwān-e Šams-e Tabrīzī (en persa), Teherán: Amīr Kabīr,
1967, gazal nº 2642
(Publicado en Marià Corbí (ed.), Lectura purament simbòlica dels
textos sagrats. Assaigs pràctics. 4t Encontre a Can Bordoi, Barcelona: CETR
editorial, 200t, pp. 251-263)
Fuente: Islam y Al Andalus (www.islamyal-andalus.es)