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Desde este espacio los invitamos a pensar, tanto los acontecimientos políticos como las producciones filosóficas y espirituales de nuestro continente y del Mundo Islámico, más allá de los presupuestos ideológicos a partir de los cuales se construye "la realidad" desde los medios masivos de comunicación y de los que se nutren, también, las categorías de análisis de buena parte de la producción académica.

Esperamos sus aportes.

viernes, abril 09, 2010

Gobiernos árabes y autoritarismo




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Adaptación a las presiones internas y externas
Los regimenes árabes modernizan…el autoritarismo




Desde la primera Guerra del Golfo, los regímenes árabes de Medio Oriente y del Magreb sufrieron convulsiones que en muchas partes hubiesen desestabilizado el poder. Sin embargo, lograron mantener estructuras arcaicas que ni la Segunda Guerra Mundial ni la descolonización habían hecho desaparecer. Un contexto que dificulta una oposición democrática.


Recordemos el diluvio de retórica optimista desencadenada por la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989 y por la primera Guerra del Golfo (enero a marzo de 1991): Saddam Hussein había sido expulsado de Kuwait y un nuevo orden mundial se hacía posible. De ahí en más, las normas del derecho internacional y las resoluciones de Naciones Unidas se aplicarían en todas partes –incluso en Palestina–. Una ola de democratización iba a inundar con ímpetu todo el mundo árabe (1). Los criterios de la democracia y de los derechos humanos serían los mismos en todo el planeta, y los regímenes autoritarios se sentirían fuertemente incitados (pero no obligados) a democratizarse.

En el plano económico los “ajustes estructurales” (incluidas las privatizaciones y la reducción de las subvenciones estatales), los acuerdos comerciales de libre comercio, el llamado a inversiones y los incentivos a emprendimientos harían por fin surgir nuevas clases medias. Estos actores sociales y económicos, en simbiosis con otras fuerzas nacionales e internacionales encauzarían la región en la vía del dinamismo económico y la democratización. Como en América Latina y en el sur de Europa (España, Grecia, Italia), las elites astutas servirían de catalizadores de las transformaciones políticas (2). Así, Medio Oriente iba a poder incorporarse a lo que entonces se percibía como un movimiento de progreso planetario.

Veinte años más tarde, en los distintos ámbitos (político, económico, ideológico y de relaciones internacionales) el balance de esas esperanzas es angustiante.

En el plano político, tres tipos de régimen se reparten la región: los regímenes cerrados (Libia, Siria, etc.) en los que ni siquiera existe la apariencia de pluralismo; los regímenes híbridos (Argelia, Egipto, Jordania, Marruecos, Sudán, Yemen) donde el autoritarismo coexiste con formas de pluralismo; por último los regímenes abiertos cuyo único caso por el momento es el de Mauritania, que conoció una verdadera alternancia.



Clases medias bajo control
En el plano económico, si bien las políticas neoliberales estimularon el crecimiento, no transformaron nuestros países en elementos dinámicos de la economía mundial, y por cierto no aliviaron ni la miseria ni las injusticias sociales que atraviesa toda la región. Por supuesto, los países petroleros rebosan de divisas, pero sólo debido al alza desmedida del precio del petróleo, y eso no refleja ninguna innovación estructural. Gracias a instrumentos como los Fondos Soberanos, algunos de entre ellos están en condiciones de aplicar su energía financiera en la adquisición de trozos de los grandes países industriales en crisis, diversificando así sus fuentes de ingreso.

Pero eso es sólo consecuencia de las carencias del Norte y de ninguna manera la señal de una transformación exitosa de las estructuras económicas de nuestra región. En cuanto a los otros grandes países árabes, siguen teniendo graves problemas con sus masivas poblaciones de jóvenes hundidos en la miseria. El más poblado, Egipto, no pudo escapar a su estatus de rentista –la ayuda exterior hace las veces de renta estratégica–.

En lo que respecta a las nuevas clases medias, siguen dependiendo del flujo de los ingresos petroleros y de manera más general de las relaciones sociales clientelistas que subsisten. Monárquico o republicano, el Estado autoritario perdura mostrando un gran poder de adaptación. Los hombres de negocios ricos deben al Estado sus redes de influencia y sus contratos; los empresarios más modestos –y hasta los vendedores ambulantes– deben seguir sometiéndose a las directivas ministeriales, a los reglamentos puntillosos y a la norma de los sobornos. Incluso las profesiones liberales e intelectuales siguen siendo tributarias de las instituciones oficiales y pagan un muy alto precio por cualquier transgresión a los límites prescritos.

Es indudable que la etiqueta “clases medias” es elástica y recubre un amplio abanico de grupos sociales, desde hombres de negocios a profesores, de enfermeras a comerciantes, de artistas a funcionarios. Unos provienen de familias de ascendencia antigua bien implantadas local o nacionalmente; otros son los primeros de la familia en elevarse por sobre el nivel de subsistencia y salir del analfabetismo, y en la primera crisis buen número de ellos volverá a caer en la miseria. En la actualidad los altos suboficiales militares forman parte de la nueva burguesía, puesto que poseen importantes inversiones en la economía nacional. Junto con los altos funcionarios y burócratas que acumularon riquezas gracias a su cargo, constituyen un sector de las “clases medias” hostil a cualquier cambio.

Existe también una clase media “mundializada” con dos rostros: por un lado los profesionales y hombres de negocios expatriados, cuyo apoyo a las familias que permanecen en el país permite apenas la compra de una tiendita u otro pequeño comercio; por el otro, los grupos sociales que chocan con la falta de perspectivas internas y para quienes la única esperanza de progreso económico reside en otra parte, aunque esta otra parte esté fuera de su alcance (3).

Estos dos tipos de inmigración son por otra parte síntomas de una misma carencia: el Estado cumple cada vez menos con su papel de proveedor de empleos y de protección social. De ahí que el individuo pierda el sentimiento que vincula su destino personal a cualquier proyecto nacional compartido por todos.

Al mismo tiempo, todas esas distintas “clases medias” constituyen apenas una parte infinitesimal de la población de un país en el que la inmensa mayoría vive cerca del umbral de subsistencia, y donde la enseñanza pública es casi inexistente. Los que reclaman activamente la liberalización democrática y política pertenecen a estas “clases medias” tan heteróclitas: estudiantes, profesiones liberales, modestos hombres de negocios, abogados y juristas, grupos sociales marginados (mujeres, etnias, regionalistas, minorías lingüísticas). Pero, ¿cómo articular sus demandas con aquellas, más materiales, de los sectores más desfavorecidos de las ciudades y el campo?

En el plano ideológico todos los grupos se ponen de acuerdo para exigir la “democracia”, pero en la región se dividen de manera muy especial sobre tal o cual importante cuestión. Entre las clases medias y populares, desde inicios de los años ’90 las formas que toma la liberalización económica y política no permitieron el avance de las ideas progresistas y laicas. Bajo sus distintas formas, el islamismo llegó a ser considerado como el mejor portavoz de los descontentos y de las exigencias de cambio, incluso entre grupos tradicionalmente de izquierda y laicos, como los estudiantes.

Si bien las voces laicas y las voces islamitas forman parte de un mismo gran coro que exige la democratización, unos entonan la melodía de un orden social basado en el derecho y los principios políticos modernos universalmente aceptados, otros salmodian los preceptos de un orden político fundado en un conjunto de preceptos coránicos. Unos pretenden establecer la soberanía de la voluntad popular delimitada por el derecho; otros, establecer la soberanía absoluta de un sistema de creencias. Aunque –y eso puede percibirse– en la cuestión de la democracia y la soberanía del pueblo ya se esboza un inicio de inflexión en los Hermanos Musulmanes egipcios y en el Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD) en Marruecos; pero las ideologías tienen larga vida…

En resumen, las “reformas” que desde hace quince o veinte años se infligen a la región –presionados como estábamos por Occidente– no nos condujeron por el camino que llevaría inexorablemente de la liberalización económica a la democracia, pasando por la modernización y la secularización. Al contrario, aportaron la prueba irrefutable de que entre estas distintas fases no existe ningún vínculo mecánico.

¿Cómo explicar la atracción, al parecer paradójica, que el islamismo contemporáneo ejerce sobre muchos universitarios? En parte se debe a su capacidad para fusionar dos temas: orgullo cultural e identidad religiosa. Durante mucho tiempo los regímenes se limitaron a dejar la autoridad cultural en manos de religiosos conservadores quienes, se pensaba, serían los más capaces de “controlar la sociedad”.

Después de todos los golpes que sufrió el nacionalismo árabe –en particular tras la derrota de 1967, la colaboración de importantes regímenes árabes con Israel, y por último la invasión y el desmantelamiento de Irak–, los religiosos aprovecharon el oprobio que cayó sobre los poderes para erigirse en campeones de la cultura árabe. De lo que resulta un híbrido ideológico poderoso pero inquietante. Por supuesto, la lengua árabe posee una larga historia de producciones ricas y variadas; pero hoy los árabes instruidos, multilingües, enfrentados a la escasez de buenas traducciones, realizan gran parte de sus trabajos en inglés o en francés. Al practicar estas lenguas, son laicos. En cuanto a la juventud, ella toma lo que puede del flujo de las culturas mundiales, creando tanto en la calle como en la red una nueva y confusa mezcla vernácula. Cuando entran en YouTube, son laicos. En paralelo, los zelotes religiosos ejercen enorme presión para combatir la “profanación” de la lengua árabe.

Paradójicamente estas presiones provocan el debilitamiento de la posición de la lengua árabe en el mundo. Agravan el corte entre la cultura árabe y aquellas, tan vivas, de Occidente y Oriente, reforzando la impresión de una relativa debilidad del saber árabe. Ahora bien, se necesita por lo contrario que los científicos, los intelectuales, los artistas y también la gente común utilicen más formas “profanas”, sacando partido del extraordinario poder de la lengua árabe.



Dirigentes que temen a sus pueblos



En el plano religioso también este híbrido empobrece. Por una parte el atractivo del islam proviene de su estatus de última gran religión de Abraham que ofrece una visión orientada hacia la salvación, que engloba elementos de las ideologías laicas tanto de derecha como de izquierda. Es anti-individualista, anti-consumista y bien arraigado en la vida de la comunidad. Pero según las interpretaciones, en el ámbito social puede ser muy conservador, rígidamente jerarquizado, respetuoso del orden y de la tradición. Sin embargo, se supone que se dirige a todos, y en consecuencia cualquier intento de esencializar la relación entre el islam y una cultura en particular (en especial la árabe) corre el riesgo de transformarlo en culturalismo, de erosionar su pretensión de universalidad. Detectamos los síntomas de esta orientación en las diatribas de Al-Qaeda contra “los persas” o de los ulemas contra “los turcos”.

Muchos regímenes basan su legitimidad en grandes relatos nacionalistas casi míticos, donde figuran como liberadores y partidarios de la nación frente a la dominación extranjera, a veces también como defensores de la fe. A menudo estas historias son verídicas: en efecto, muchos partidos y familias en el poder desempeñaron un papel heroico en la conquista y conservación de la independencia nacional. Ampliamente difundidas por los medios de comunicación oficiales, estas mitologías “unificadoras” crearon una falsa identificación entre el régimen y la sociedad, a menudo con el entusiasta apoyo de intelectuales que pretendían desactivar la disidencia y fomentar la docilidad.

Pero en todos esos grandes relatos siempre hay ausentes: en Egipto son los coptos; en Marruecos y Argelia, los bereberes; en otros países, los kurdos o los chiitas. Bajo el velo, las tensiones sociales fueron refractarias a esa homogeneización, y los dirigentes temían a su propio pueblo, aterrorizados ante la idea de cualquier verdadera apertura política. Algunas formas de autoritarismo tienen un tinte populista; otras llegan hasta a alabar al pueblo. Pero bajo estas fachadas paternalistas los gobiernos y las elites lo desprecian, so pretexto de que el pueblo les debería la independencia y también el acervo nacional.

En el curso de las dos últimas décadas la magia de estas ideologías unificadoras perdió su poder. Hoy día, el Estado autoritario tiene que hacer frente a todo un vivero de nuevos grupos que no pueden ser silenciados o comprados, cada uno con su propio tema de descontento. Al mismo tiempo, esos grupos desconfían los unos de los otros. En cuanto a los cambios necesarios más urgentes, los obreros militantes no tendrán las mismas ideas que campesinos pobres y conservadores. Los empresarios industriales locales corren el riesgo de no apreciar los proyectos de hombres de negocios y de cuadros vinculados a los organismos financieros internacionales. Por último, a todas estas divisiones se añade el temor al islamismo radical –temor a veces compartido por los propios islamistas–.

Los regímenes autoritarios aprendieron a usar estas divisiones en su provecho. El Estado ya no se presenta como rígido defensor de su derecho a ejercer solo el poder sobre un populacho incompetente; se convirtió más bien en protector de los opositores “moderados” contra sus hermanos enemigos, los “extremistas”.

Un ejemplo egipcio ilustra estas contradicciones: en el marco de su programa económico neoliberal el gobierno volvió sobre la reforma agraria de Nasser, expropiando tierras a sus actuales propietarios –generalmente antiguos aparceros– para devolvérselas a los latifundistas. Se suponía que esta “reforma” se produciría de a poco con el fin de que los campesinos se adaptaran a la transición, pero los propietarios sobornaron a los policías para que los expulsaran de inmediato (4). Los campesinos se movilizaron contra esas expulsiones, y cabría pensar que los islamistas suscribirían al movimiento. Pero se mantuvieron al margen, dado que aprueban la política del presidente Hosni Mubarak y juzgan la reforma nasseriana “comunista”. Así pues, la esperanza de organizar una seria oposición política se cortó de raíz.

El argumento de “extremistas contra moderados” facilita a los regímenes una mayor flexibilidad táctica. Ya no es necesario modificar abiertamente el resultado de las elecciones. Es posible admitir la participación de más partidos de oposición. El partido dominante puede permitirse obtener el 70% o incluso el 60% de los votos en lugar del 90% habitual. Cada vez se hacen oír más voces en los medios de comunicación –sobre todo en la prensa escrita–, donde las restricciones son menos severas que antes, pero los límites a no traspasar igualmente precisos. Ya no se siente la necesidad de encarcelar a tanta gente ni por tanto tiempo –excluidos los “extremistas”, por supuesto–. El Estado no escatima recursos, crea sus propios medios de comunicación, sus propias organizaciones no gubernamentales (ONG), su propio simulacro de sociedad civil.

Se trata de una puesta en escena, una racionalización limitada del orden político. La democratización no transformó al Estado autoritario, que se disfrazó con sus accesorios. Burlonamente, podría denominárselo como “autoritarismo 2.0”.

Sobre estas evoluciones pesan los factores geopolíticos. La estrecha implicación de nuestra región en la política mundial remonta al pacto de 1945 entre el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt y el rey saudí Abdelaziz Ibn-Saud a propósito del suministro de petróleo. A continuación, después de la guerra de 1967, se produjo la adhesión de Egipto y Jordania a una solución basada en la creación de un Estado palestino al lado del Estado de Israel; en 1991 la alianza de Estados Unidos con distintos países árabes, incluido Siria, para restablecer la soberanía de Kuwait y, por último, en el curso de los años ’90, todos los estímulos prodigados a los países árabes para liberalizar su vida política y aplicar a sus economías las recetas neoliberales.

Pero a partir de 2001, la administración de George W. Bush optó por una nueva lectura del pacto con la región: la prioridad de Estados Unidos ya no sería la estabilidad sino la instauración de la democracia, si fuera necesario por la fuerza. Este abandono de un viejo principio amedrentó a muchos regímenes, pero la opinión árabe lo percibió de inmediato: ese fervor democrático no era más que el camuflaje de un programa de intervenciones que sólo beneficiaría a Estados Unidos y a Israel. Los regímenes locales aprendieron con rapidez a descifrar las declaraciones contradictorias que venían de Occidente, y recobraron su confianza. Una fachada democrática iba a bastarles, a condición de aportar su piedra a la “guerra contra el terrorismo” y de no oponerse con demasiado vigor a la hegemonía de Estados Unidos ni a los intereses de Israel.



“Industria del terrorismo”



Los gobiernos practicaron el doble lenguaje, afirmando a su pueblo que estaban en contra de la invasión extranjera, al mismo tiempo que ayudaban a Washington a arrestar a islamistas, torturar a sospechosos encarcelados ilegalmente y limitar la resistencia a su voluntad de “reorganizar” la región.

La internacionalización del combate –de un lado el Estado securitario supervisado por Estados Unidos, del otro el militantismo yihadista reivindicado por Al-Qaeda–, contribuyó a desvalorizar la actividad política local y a desmovilizar a los actores de terreno. Así como la globalización mina el poder económico del Estado e impulsa a los ciudadanos a exiliarse para asegurar su futuro material, el complejo internacional que creó “la guerra contra el terrorismo” impulsa a los militantes a lanzarse al campo de batallas mundiales e imaginarias. Para escapar a la desesperación que reina en el propio país, huyen a Francia para trabajar... o a Irak para combatir. Muchas acciones espectaculares de la yihad fueron conducidas por gente venida de otra parte, a menudo de regiones por lo general alejadas del conflicto, como por ejemplo Marruecos.

La frustración social da lugar a dos tipos de despolitización: retirada y radicalización. El ejemplo argelino es significativo: al principio fue el Frente Islámico de Salvación (FIS) con su voluntad de reformar el Estado; luego el Grupo Islámico Armado (GIA) que pretendía derrocarlo, y por último, aun más radical, el Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC) transformado en Al-Qaeda en el Magreb, que lo “apostasió”. Así, los que no pueden evadirse actúan in situ y a pesar de todo se encomiendan a una organización mundial esperando ser creídos, aunque los vínculos con ella son por lo menos poco consistentes. Lo que permite a Al-Qaeda estar presente en todas partes, dado que cualquiera puede personificarlo. Y recíprocamente, todo musulmán descontento puede ser sospechado de ser un terrorista en potencia. Así es como la “guerra contra el terrorismo” se instala en cada barrio.

Aquí, hay que distinguir entre propaganda y realidad. Es indudable que en el mundo existe gente peligrosa, preparada para matar y hacerse matar; algunos son movidos por ideologías islamistas. Pero “la guerra contra el terrorismo” parió una verdadera industria del terror que suscita temores de pesadilla completamente desproporcionados. Según Europol, en 2006 hubo en Europa quinientos actos de terrorismo, de los cuales uno sólo era imputable a islamistas… y falló (5). En ocasión de una reciente experiencia realizada en Estados Unidos, el Transportation Security System logró burlar la vigilancia del personal de seguridad aeroportuaria con falsas bombas seis de cada diez veces –tres de cada cuatro veces en Los Ángeles (6)–. Y sin embargo, desde 2001 no hubo ningún atentado terrorista en ese país. Si en realidad hubiera centenares de células yihadistas dormidas dispuestas a golpear, eso se sabría.

Fuera de las zonas de combate, el terrorismo islamista “al pormenor” es rarísimo. Y en esas zonas de combate, fue la invasión extranjera la que suscitó tácticas de resistencia y tipos de organización inéditos –incluidas antenas de comunicación o imitaciones de Al-Qaeda–. Todo el dinero, todas las armas, toda la represión del mundo no podrían detener a un kamikaze resuelto. En efecto, existen verdaderas amenazas lejos de las zonas de combate, pero los servicios de información y de policía pueden combatirlos con éxito, y lo probaron. En resumen, el objetivo debería ser criminalizar el terrorismo y no politizar la yihad.

No obstante, la industria del terrorismo integra nuestra relación con Occidente. El dinero de las fundaciones y de los think tanks occidentales fluye, así como los apoyos políticos y una visibilidad mediática para todos aquellos que en la región ayudan a inflar el globo de la “guerra contra el terrorismo”. No por ello se refuerza la seguridad, pero el miedo aumenta –así como el número de mecanismos de control que perpetúan los regímenes autoritarios–. A propósito, el temor del terrorismo sustituyó las coartadas nacionalistas que hace un tiempo servían para aplazar sine die la democratización.

Sin duda la democracia está en crisis en todo el mundo porque no mantuvo sus promesas (7). Entre nosotros se desvalorizó antes de existir: la propia palabra está desacreditada. En la opinión pública árabe “democracia” se convirtió en el deshonroso símbolo de la hipocresía de los regímenes represivos, del programa neoconservador de ataques preventivos y de la injerencia extranjera en general. Este descrédito afectó incluso a las ONG. Algunas de entre ellas se mercantilizaron y por lo tanto se desconectaron de la realidad local. El futuro y la visión de sus dirigentes se volcaron hacia el Occidente que los subvenciona; la militancia cedió frente a la elección de una carrera. Y cuando hacen un buen trabajo, como el Centro Carter que envió delegados a las elecciones de enero de 2006 en Palestina, su diagnóstico es simplemente ignorado por “la comunidad internacional”, que impuso sanciones porque la mayoría del electorado había votado a Hamas, lo que desembocó en la tragedia actual: en la Franja de Gaza un millón y medio de palestinos viven sitiados y hambrientos.



Resistencias valientes pero divididas



Son escasas las esperanzas de democratización. Los protagonistas tradicionales del cambio –militantes sindicales o políticos, estudiantes– parecen más debilitados que nunca. Los nuevos actores –minorías regionales o lingüísticas, periodistas, intelectuales independientes– penan aún por unirse y aflojar las tenazas de una política autoritaria establecida desde hace mucho tiempo.

No podemos predecir cuáles serán los instrumentos de cambio que surgirán a partir de las resistencias laterales que se multiplican. En Egipto y Pakistán magistrados y abogados resisten valerosamente la destrucción de la independencia judicial. En Marruecos y Argelia, periodistas luchan por la libertad de prensa. En todo el mundo musulmán jóvenes teólogos inventan nuevos vínculos entre islam, democracia y modernización.

El Estado autoritario sabe absorber y desviar el cambio, pero no es una máquina perfecta e impenetrable. Los espacios que creó para sus propias maniobras constituyen también verdaderos campos de acción política. Habrá huecos; hay que esperar lo inesperado. La mayoría de las transiciones democráticas que se observan en el mundo desde del año 2000 se produjeron en países autoritarios “híbridos” (8).

Para contribuir a los cambios, se debe “indigenizar” el mensaje progresista, revigorizar el sentimiento de un objetivo compartido que englobe la nación y el islam, pero no limitándose a ellos; presentar una visión dirigida a las necesidades inmediatas de la gente, implicándola al mismo tiempo en proyectos más vastos de paz y democracia. La ayuda de Estados Unidos y Europa será recibida con gratitud, pero si Occidente quiere promover en serio la democracia tiene que empezar por responder seriamente a las preocupaciones locales. Hablar de “democracia” no sirve para nada si ese discurso no se deslinda de los grandes propósitos geopolíticos y no privilegia la colaboración con los movimientos progresistas in situ.

La gente necesita avizorar perspectivas abiertas. Es su máxima aspiración. Los progresistas deben comprometerse en este terreno. Sea cual fuere la lengua que se emplee para describirlo, es la manera en que se construirá un orden político democrático tanto por su forma como por su sustancia.
Hicham Ben Abdallah El Alaoui
Visiting scholar en el Center on Democracy, Development and the Rule of Law (Stanford), el autor es primo del rey de Marruecos, Mohamed VI. Este texto se inspira en una conferencia brindada el 11 de marzo en el Consejo de Relaciones Internacionales de Montreal.



Traducción: Teresa Garufi


1 La noción de “ola de democratización” aparece por primera vez en Samuel P. Hutington, The Third Wave: Democratization in the Late Twentieth Century, University of Oklahoma Press, 1991.

2 Guillermo O’Donnell y Philippe C. Schmitter, Transitions from Authoritarian Rule: Tentative Conclusions about Uncertain Democracies, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1986.

3 Shana Cohen. Searching for a Different Future: The Rise of a Global Middle Class in Morocco, Duke University Press, Durham, 2004.
4 Beshir Sakr y Phanjof Tarcir, “La lutte toujours recommencée des paysans égyptiens”, Le Monde diplomatique, París, octubre de 2007.

5 “500 Terror Attacks in EU in 2006 – but Only 1 by Islamists”, Der Spiegel, Hamburgo, 11-4-07.

(www.spiegel.de/international/europe/0,1518.476599,00.html)

6 Thomas Franck, “Most fake bombs missed by screeners”, USA Today, 17-10-07.

(www.usatoday.com/news/nation/2007-10-17-airport-security_N.htm)

7 Acerca de la regresión democrática, véase Larry Diamond, “The Democratic Rollback: The Resurgence of the predatory State”, Foreign Affairs, Nueva York, marzo-abril de 2008.

8 Steven Levitsky y Lucan Way, “The Rise of Competitive Authoritarianism”, Journal of Democracy, The Johns Hopkins University Press, Baltimore, vol.
XIII, nº 2, abril de 2002.



H.B.A.E.A

FUENTE: Informe Dipló - Especial II Abril 08 - por suscripción a informediplo@eldiplo.org