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Desde este espacio los invitamos a pensar, tanto los acontecimientos políticos como las producciones filosóficas y espirituales de nuestro continente y del Mundo Islámico, más allá de los presupuestos ideológicos a partir de los cuales se construye "la realidad" desde los medios masivos de comunicación y de los que se nutren, también, las categorías de análisis de buena parte de la producción académica.

Esperamos sus aportes.

lunes, marzo 12, 2012

Avicena: sobre el amor - Ramón Guerrero




Avicena: sobre el amor



Rafael RAMÓN GUERRERO

Departamento de Filosofía III

Universidad Complutense de Madrid

Anales del Seminario de Historia de la Filosofía

Vol. 25 (2008): 245-261

ISSN: 0211-2337



El amor ha ocupado un lugar muy importante en los diversos sistemas metafísicos y antropológicos de la Antigüedad. Basta recordar las doctrinas de Empédocles, Platón, Aristóteles, los epicúreos, los estoicos o Plotino para darse cuenta de la trascendencia de este concepto como deseo de algo y motor que impulsa a los seres hacia el Bien y hacia su propia perfección. También ha estado presente en las civilizaciones que surgieron a partir de la existencia de un libro revelado, en las que dio lugar a una amplísima literatura en diversos campos del pensamiento.



En El nombre de la rosa hay una parte en la que se describe cómo los protagonistas, Adso de Melk y Guillermo de Baskerville, deambulan por el laberinto de los pasillos y salas de la Biblioteca de la Abadía. Al llegar a las salas del torreón meridional, llamadas “Leones”, entran en una habitación llena de obras en árabe. Adso cuenta cómo su mirada fue a posarse en un libro «no muy grande y adornado con miniaturas que (¡por suerte!) poco tenían que ver con el tema, flores, zarcillos, parejas de animales, algunas hierbas de uso medicinal: su título era Speculum amoris y su autor fray Máximo de Bolonia, y recogía citas de muchas otras obras, todas sobre la enfermedad del amor»1. Adso, que andaba afectado por esa “enfermedad”, leyó emocionado las páginas donde Ibn Hazm define el amor como una enfermedad rebelde, que sólo con el amor se cura, una enfermedad de la que el paciente no quiere curar, de la que el enfermo no desea recuperarse. Encuentra también en ese libro cómo una idea de santa Hildegarda sobre la melancolía era compartida por lo que él llama “ciertos autores infieles”, refiriéndose al médico y filósofo persa Abû Bakr Muhammad ibn Zakariyya al-Râzî (m. 924)2. Pero fue sobre todo “el gran Avicena” el que le descubrió la gravedad de su estado amoroso cuando leyó ciertas citas en las que el filósofo persa define el amor como un pensamiento fijo de carácter melancólico. Para Adso de Melk, Avicena es quien describe el asunto con gran fidelidad y quien ofrece remedios para la enfermedad del amor.


La obra de Umberto Eco no hace más que recordarnos cómo en el mundo árabe e islámico hubo tal interés por la cuestión del amor que traspasó sus fronteras y se expandió a las otras culturas. En efecto, el amor fue objeto de reflexión en el mundo islámico, desde el ámbito puramente literario al filosófico y al místico: como amor divino o espiritual, como amor humano y como amor físico o natural, es decir, como fuerza que anima al universo entero3.


El Islam no se presenta como una religión del amor, como el Cristianismo. Sin embargo, el Dios del Islam tiene, como uno de “los más bellos nombres”4, el de al-Wadûd, esto es, “el Amoroso, el Afectuoso, el Constante en su amor”, al que se refieren dos grandes autores del Islam clásico, Algazel e Ibn Arabî de Murcia. Es un término que deriva de una raíz, w-d-d, que significa “amar”, a la que pertenece el término wudûd, que también se aplica a Dios en el Corán. Entre los nombres divinos no está el de “Amor” propiamente dicho, pero el Corán concede un lugar importante al amor, tanto de Dios por el hombre como del hombre por Dios. Así se lee en algunas aleyas o versículos del texto revelado: «Di: “Si amáis a Dios, ¡seguidme! Dios os amará y os perdonará vuestros pecados. Dios es indulgente, misericordioso”» (3,31). «¡Creyentes! Si uno de vosotros apostata de su fe, Dios suscitará un pueblo, al cual Él amará y del cual Él será amado» (5,54). En el texto revelado, los términos árabes empleados para designar el amor son hubb y mahabba. También es usado el término wudûd, como acabo de señalar, atribuido a Dios en tanto que ama con un amor tierno, con un amor de cariño; es un término que aparece asociado a rahîm: «Mi Señor es Misericordioso, lleno de amor» (11,90), y a gafûr: «Él es el Indulgente, el lleno de amor» (85,14). Sobre este bello nombre de Dios, Algazel ha escrito: «Al-Wadûd. Es el que desea amorosamente (yahibbu) el bien para todas las criaturas, pues las reconoce como hermosas y las elogia. Está cercano al significado de rahîm5; pero la misericordia es una relación hacia el compasible (marhûm), pues el compasible es el necesitado y el indigente. Las acciones propias del que es misericordioso exigen que alguien sea compasible y débil, mientras que las acciones propias del amoroso no lo exigen, sino que son un favor desde el principio a consecuencia del amor (wadd)»6. Por su parte, el místico Ibn ‘Arabî ha escrito lo siguiente: «El amor (wadd) consiste en la manifestación efectiva del amor (mahabba), en el cual se funda, y en la constancia… Así pues, el Amante (al- Muhibb) es aquel cuyo amor (hubb) es desprendido y puro y está consagrado a la voluntad del Amado, mientras que el Amoroso (al-Wadûd) es aquel cuyo amor es constante»7. El Islam propicia, así, desde su fuente misma una reflexión sobre el amor, que se ha desarrollado especialmente en los tres ámbitos antes indicados: el divino, el humano y el físico o natural.


La apelación a la interioridad humana, a un conocimiento especial para acceder a lo divino, propio de los “corazones interiores” (al-albâb)8, pudo ser entendida por algunos musulmanes como una invitación al desarrollo de una vía mística, el tasawwûf o sufismo, en la que el amor es el medio por el que se adquiere la experiencia espiritual que lleva al místico a la contemplación y unión con Dios, la Verdad, realidad inefable que hace imposible cualquier descripción en un lenguaje corriente. Los míticos hubieron de servirse de un tipo de discurso que no se articula por medio del lenguaje de la razón calculante, lógica y formal, o lenguaje de la filosofía, sino por el lenguaje de la razón intuitiva, del corazón, el lenguaje emotivo, el lenguaje del sentimiento, que se expresa mejor en la poesía, en la metáfora, en la alegoría, en el símbolo9, lo que dio origen a creaciones de gran belleza estética y de una insuperable fuerza poética, muy distintas de las creaciones del discurso filosófico. El del místico es, de alguna manera, un lenguaje erótico, por surgir del amor, en el que el término usado no es hubb o mahabba, sino išq, empleado ampliamente por los poetas, término mucho más fuerte en su sentido y en sus connotaciones que aquél, pues alude al deseo amoroso y pasional, al “exceso de amor que llega a invadir por entero al hombre y acaba por obcecarlo hasta el punto de que no logra ver cosa alguna que no sea su amado”10. Fue el término del que se valió Avicena para designar el amor natural de todo ser limitado por su principio de perfección11.


Fuera del ámbito religioso, el amor tenía una larga tradición en la poesía árabe, donde fue tratado de modo diverso según pertenecieran los poetas al ambiente ciudadano o al beduino. Pero también, tras el conocimiento de la filosofía griega, hubo un interés teórico por el išq, que se reflejó en las discusiones mantenidas en la corte. El historiador al-Masûdî (m. 956)12 narra cómo en la época del califa Hârûn al-Rašîd (m. 809) hubo una discusión en la que se pretendió definir el išq y en la que se acabó citando las palabras de Platón en el Fedón: “Ignoro lo que es el amor; sólo sé que es una locura divina”13. Estas mismas palabras fueron citadas por Muhammad ibn Dâwûd de Isfahan (m. 909-910)14 en su Libro de la flor (Kitâb alzahra), antología de poemas con comentarios críticos y exposición de teorías sobre el origen del amor, en el que recuerda el mito platónico de las esferas divididas y del amor como el deseo de conseguir la unidad de ambas mitades15: «Se cuenta de Platón que dijo: No sé lo que es el amor. Sólo sé que es una locura divina, que no puede ser alabada ni reprochada»16. La misma idea aparece en Abû l-Hasan ‘Alî b. Muhammad al-Daylamî, en su obra el Kitâb ‘atf al-alif al-ma’lûf o Tratado de amor místico, donde afirma que Platón había sostenido que Dios Altísimo había creado todas las almas en forma esférica y que el amor es la atracción que cada alma siente por su mitad complementaria17. El mito de las esferas divididas fue reformulado en el mundo islámico18.


Las ideas de Muhammad ibn Dâwûd fueron desarrolladas por el más ilustre de los teóricos del amor, Ibn Hazm de Córdoba (m. 1064), en su obra Tawq al-hamâma19, donde narra con suma sutileza y penetración psicológica y social las más complejas circunstancias relativas al amor y en donde describe una gran variedad de relaciones amorosas físicas e imaginarias, que apenas tienen que ver con el punto de vista del Islam, aunque procura indicar el marco ético de la norma islámica.



El amor es visto en la filosofía árabe desde otra perspectiva: es considerado una fuerza que se da en toda la naturaleza y que hace posible la propia existencia de los seres al tender éstos hacia su perfección. Las ideas del amor y del odio como fuerzas motrices del universo, introducidas por Empédocles, tuvieron eco en el mundo islámico. Sin embargo, el conocimiento que se tuvo del Empédocles original fue casi nulo. La obra del PseudoPlutarco Sobre las opiniones físicas de los filósofos, conocida por De placitis philosophorum, fue traducida al árabe por Qustâ b. Lûqâ hacia fines del siglo IX o comienzos del siguiente20 y ofreció a los árabes la siguiente visión: «Empédocles, el hijo de Meton, de Agrigento, juzgó que los elementos eran cuatro: fuego, aire, agua y tierra, y que los principios eran dos, el amor y el odio, de los que uno realiza la unión y el otro la separación. Ha hablado en estos términos: “Las raíces de todas las cosas son cuatro: Zeus el etéreo; Hera, que da la vida; Aidoneo y Nestis, que con sus lágrimas humedece el arroyo”21. Con el término Zeus quiere decir el calor, la ebullición y el aire; con el término Hera, dadora de la vida, quiere decir la tierra; con Aidoneo quiere decir el aire; con Nestis y la fluencia humana quiere decir el espíritu humano23 y el agua»24.


Otros autores árabes atribuyeron a Empédocles doctrinas islámicas sobre los atributos divinos e ideas neoplatónicas25, creando así un falso Empédocles, al que Asín Palacios consideró fuente del que creyó primer filósofo hispano-musulmán, Ibn Masarra de Córdoba (m. 931). Asín intentó reconstruir el pensamiento de éste sin conocer ninguna de sus obras26, basándose sólo en los testimonios posteriores de Ibn Hazm, de Sâ‘id al-Andalusî y de Ibn ‘Arabî, en tesis que García Gómez resumió de la siguiente manera: «Allí se estudia de mano maestra, sobre el oscuro fondo intelectual de los primeros siglos del islam español, la singular innovación de Ibn Masarra: su fusión del sistema plotiniano del pseudo-Empédocles y de su teorema más característico (la jerarquía de las cinco sustancias presididas por una Materia Prima Intelectual) con elementos mu‘tazilíes, šî‘íes y sûfíes»27. La idea del amor aparece en Ibn Masarra, según la reconstrucción hecha por Asín, como principio que hace posible la existencia de los seres espirituales simples y de los seres mixtos, al que se opone la discordia como elemento contrario, creador de los cuerpos; el amor, además, es el que impulsa al alma hacia el mundo celeste. La posterior edición de dos obras de Ibn Masarra ha puesto de manifiesto que, al menos en ellas, no se encuentra ninguna de estas doctrinas, salvo la afirmación del Alma, del Intelecto y del Creador, ideas que no son propias del Pseudo-Empédocles, sino conceptos comunes del neoplatonismo difundido por el mundo islámico, por lo que su pensamiento es más gnóstico y místico que filosófico28.


Fue Avicena (m. 1037) quien desde la filosofía reflexionó sobre el amor como fuerza del universo, ocupándose de él en dos momentos: como médico, estudiándolo como enfermedad de la que hay que tratar, y como filósofo, viéndolo como fuerza universal presente en todos los seres. Como médico, Avicena no se limitó a una medicina clínica organicista. Conocedor del universo por su saber filosófico, intuyó que la medicina tenía mucho que ver con la filosofía y con la concepción del hombre en su aspecto psicológico. Para él, la medicina depende de la física, por lo que el conocimiento de los elementos que componen la materia y de las leyes de la naturaleza es necesario para comprender el cuerpo humano y las bases de la salud y de la enfermedad. De ahí que en muchas páginas de su Canon de medicina sea posible percibir la idea de una correspondencia entre lo somático y lo psíquico, hasta el punto de que éste influye más de lo que parece en el estado, sano o enfermo, de aquél. Avicena se esfuerza por pensar la medicina como ciencia racional, recurriendo constantemente a las reglas de la lógica y aplicando sistemáticamente los principios que como filósofo ha establecido29. El Canon contiene consideraciones de orden filosófico sobre la naturaleza del mundo y del hombre; como la filosofía es un estudio especulativo de la constitución del universo, la medicina debe referirse a ella para establecer sus principios y determinar los elementos que constituyen al ser humano y regulan su temperamento.


Se cuenta cómo supo curar al hijo de la Sayyida, la Señora, Abû Tâlib Rustâm b. Fajr Maŷd al-Dawla Bûwayhî, sultán de Rayy, aquejado de melancolía30. Cuando Avicena llegó, los médicos que le atendían desconocían qué clase de enfermedad tenía; la suya era una enfermedad rebelde a todos los tratamientos, que frustraba la sagacidad de los sabios del país. Llegado Avicena a la cabecera del paciente y tras un examen detenido y un minucioso interrogatorio, pidió la presencia de alguien que conociera perfectamente el país y los nombres de todos sus pueblos. Avicena tomaba el pulso del enfermo y el ayudante nombraba cada pueblo y ciudad del país. Al mencionar un cierto pueblo, el pulso del enfermo tembló. Mandó que un experto en esa ciudad nombrara todos los barrios, calles y casas de ella. El pulso volvió a temblar al nombrar una cierta calle. Al enumerar las familias que en ella vivían, se repitió el mismo fenómeno al oír el enfermo el nombre de una de ellas. Avicena diagnosticó entonces el mal de amores que afligía al enfermo, enamorado de una hija de la familia que habitaba en esa calle. Se celebró el matrimonio y el enfermo sanó de la melancolía que le aquejaba31. En la sección correspondiente al amor (fî l-‘išq)32, entre las enfermedades mentales, propias del cerebro, sitúa el amor junto con la somnolencia, el insomnio, la amnesia, la hidrofobia y la melancolía, afirmando que el amor “es una enfermedad (marad) y una especie de carcoma semejante a la melancolía, que lleva al hombre hacia sí mismo aplicando totalmente su pensamiento en considerar hermosas algunas formas y cualidades”33. Menciona los síntomas físicos del paciente y sus diversos estados y características, y describe los medios de tratamiento, que varían desde el consejo y la amonestación hasta la búsqueda del consuelo o el cariño entre el amante y su amado. Define al amor como una pasión del alma producida por los sentidos que buscan satisfacer un deseo. La melancolía en cambio, era considerada en la medicina árabe no como una enfermedad, sino como causa de enfermedad34. Pero además de esta pasión humana, que es tratada como enfermedad, Avicena también considera que el amor es una fuerza. La Física que expone en su Naŷât (“La salvación”)35 comienza hablando de los dos principios de que constan los cuerpos, materia y forma, y de las cualidades primeras y segundas que poseen. De inmediato pasa a indicar una noción presente en los cuerpos, con un análisis muy interesante porque constituye una afirmación neta del principio de inercia. Se trata de la noción de fuerza que se halla en todos los cuerpos:


Ninguno de los cuerpos que existen se mueve o reposa por sí mismo, ni tampoco adopta una figura ni hace nada de esto por otro cuerpo o por una fuerza (quwwa) que proceda de otro cuerpo, si no tiene en sí mismo una de las fuerzas que proceden de él y de la que procederán las acciones. Estas fuerzas que han sido puestas en los cuerpos son de tres clases. Primero, las fuerzas que se propagan, en los cuerpos, conservándoles sus perfecciones respecto a sus figuras, sus lugares naturales, sus actos. Cuando ellos se desvían de sus lugares naturales, de sus figuras y de sus estados, ellas los hacen volver y los mantienen, impidiéndole el estado que no les conviene, no por conocimiento ni visión ni intención elegida, sino por coacción (tasjîr). Estas fuerzas se llaman naturales y son el principio mismo de sus movimientos y de sus reposos esenciales y del resto de las perfecciones que les pertenecen por esencia. Ningún cuerpo natural está exento de estas fuerzas36.


Expresa aquí una concepción dinámica de la idea de fuerza, en la que ésta es siempre algo interno al objeto y no algo externo a él37. Son las fuerzas, como dice a continuación, que conservan las cualidades esenciales en los cuerpos; por eso son fuerzas naturales, principios del movimiento y del reposo. Una de estas fuerzas es el amor (‘išq)38, fuerza por la que el cuerpo tiende a su propio bien, como expresamente señala en la obra que consagró a esta pasión.


En efecto, Avicena escribió una Risâla fî l-‘išq (Epístola sobre el amor) que, como otras suyas, ha dado lugar a una polémica en torno a su naturaleza. Su editor, A. Mehren, la incluyó entre un conjunto de tratados a los que dio el título de Traités mystiques d’Avicenne39, interpretados como textos esotéricos, en los que Avicena es visto como un exegeta fiel de la mentalidad y del espíritu persa, gnóstico, teósofo y místico a la vez40, lo que ha llevado a su vez a plantearse la cuestión de sus relaciones con la mística y la gnosis y a preguntarse si realmente fue un místico y un gnóstico41. Una lectura reposada de esta obra conduce a verla simplemente como un estudio de la naturaleza y del amor como fuerza que se da en todos los seres naturales, por la cual todos tienden hacia su perfección. Continúa, así, la doctrina de al-Fârâbî, para quien el amor también lleva a su perfección a los intelectos segundos separados y al hombre42.


Para Avicena, el amor, como fuerza, es una disposición que está en los seres y por la que éstos actúan; es la tendencia hacia el bien propio de cada cosa, hacia su principio de perfección y el que los orienta hacia el soberano bien. Al comienzo enumera los capítulos y expone cómo esa fuerza o disposición está presente en todo, desde los elementos más simples hasta lo que él llama “almas divinas”43:


¡Oh alfaquí ‘Abd Allâh al-Ma‘sûmî! ¡Que Dios te conceda la felicidad! Me has pedido que componga para ti una epístola que contenga en pocas palabras un discurso explicativo sobre el amor. Te contesto a ello, pues no dejo de buscar el bien, con la intención de darte satisfacción y cumplir tu deseo. He dispuesto que mi epístola contenga siete capítulos. El primero, para mencionar cómo la fuerza del amor se propaga en cada uno de los seres individuales44; el segundo, para describir la existencia (wuyûd) del amor en las substancias simples e inanimadas; el tercero, para relatar la existencia del amor en los seres que poseen la facultad nutritiva, en tanto que poseen esas facultades nutritivas; el cuarto, para mostrar la existencia del amor en las substancias animales, en tanto que tienen facultades animales; el quinto, para señalar el amor de los que son ingeniosos45 y jóvenes por sus hermosos rostros; el sexto, para indicar el amor de las almas divinas; el séptimo, como epílogo de estos capítulos46.


Platónicamente, Avicena señala cómo el amor se realiza por grados, desde la belleza sensible hasta la despojada de toda sensibilidad, y se manifiesta a través de dos formas de relación: el amor aparente, que se traduce por un apego a las cosas y a los seres, y el amor profundo, por el que se experimenta un deseo de realizarse a sí mismo. Dos amores que simbolizan el doble conocimiento: a las cosas manifiestas y a las cosas ocultas. El primero sumerge a los hombres en los sentidos y en los objetos de su pasión; el segundo penetra en las almas e inspira la contemplación de las cosas superiores. Entiende el amor, entonces, de dos maneras: como deseo de perpetuidad de la especie y como ansia de acercamiento al bien, de perfeccionamiento en todas las cosas. El universo, el sensible y el inteligible, está todo entero atravesado por el amor, considerado como verdadera causa de la existencia de las cosas:


Está claro que cada uno de los seres (al-mawŷûdât) dotados de una organización47 tiene un deseo (šawq) natural y un amor (‘išq) innato. Se sigue de esto necesariamente que el amor en estas cosas es causa de la existencia que tienen… Es necesaria, entonces, la existencia de este amor en la totalidad de los seres organizados, sin que pueda separarse nunca ; de lo contrario, necesitarían otro amor que conservara este amor universal cuando existe, preocupándose por su no existencia, y que lo recuperara cuando se pierde, turbándose por su alejamiento. En tal caso, uno de estos dos amores se convertiría en un impedimento y no tendría utilidad, siendo así que la existencia de un impedimento en la naturaleza, es decir, en la disposición divina48, es algo vano. No hay amor fuera del amor absoluto universal. Por consiguiente, la existencia de cada uno de los seres organizados por un amor innato49.


Es, pues, una fuerza de atracción hacia arriba, movimiento inverso a aquel por el que todo procede del Uno Primero, que se da en todas las criaturas, primeramente de una manera totalmente ciega en las criaturas no vivientes, después de manera instintiva en los seres vivos inferiores, tanto vegetales como animales, hasta hacerse consciente en el hombre y cada vez más claro a medida que se asciende en la gradación de “almas divinas”. Es el movimiento por el que se asciende a la fuente de la que el flujo del ser había salido. Hay así una cierta simpatía en todo el universo debida al amor que está presente en toda la realidad como fuerza y causa de su existencia. Deriva, en definitiva, de Dios, Ser Supremo al que todos tienden como el fin último, impulsados por el amor:


Pongamos ahora como objeto de preocupación en este deseo una escala superior a lo que hemos presentado. Examinemos al Ser Supremo y la manera de actuar bajo la disposición del organizador, por la magnitud de su condición. Decimos, pues, que el Bien en sí es amable; si no fuera así, ¿por qué cada uno erige como objetivo e intención lo que desea, lo que se propone o aquello por lo que trabaja, imaginándose en ello su bondad? Y también, si la bondad en sí misma no fuera amable, ¿por qué los objetos de preocupación se limitan a preferir el bien en todos los actos realizados por elección? Por eso, el bien es amante del bien, porque el amor no es en realidad sino una gran estima de lo bello y de lo conveniente. Este amor es el principio de la tendencia hacia el bien, cuando está ausente (si es que es una de esas cosas que pueden ausentarse), y hacia la unión con él, cuando está presente. Cada uno de los seres estima bello lo que le conviene y tiende hacia ello si lo pierde. El bien particular es la inclinación natural de algo realmente y el tener en cuenta lo que se supone que es lo conveniente realmente. Estimar y tender hacia algo, desaprobar y alejarse de algo se dan en el ser a partir de las relaciones con su bondad, porque <ésta> no se aplica al ser de manera correcta por sí mismo, sino por razón de su bondad, porque la corrección, cuando se encuentra en una cosa por sí misma, es para su rectitud y su bondad. Está claro, entonces, que el bien es amado en tanto que bien, sea el bien particular de una cosa, sea el bien común a todas. Todo amor tiene como amable lo que ya se ha obtenido y lo que se obtendrá. Cuanto más aumenta la bondad, tanto más aumenta el mérito del objeto de su amor y tanto más aumenta el amor por el bien. Si se da esto por sentado, decimos entonces que el Ser Santo, que no puede caer bajo el gobierno , porque es la extrema bondad, es la extrema amabilidad. Y su extremo amor es su extrema amabilidad, es decir, por su santa y elevada esencia. Puesto que el bien ama el bien, por el hecho de que por él llega a obtenerlo y percibirlo y porque el Bien Primero se percibe en acto eternamente y siempre, entonces su amor por sí es el amor más perfecto y completo. Y puesto que los atributos divinos no se distinguen entre sí en la esencia, entonces el amor es evidentemente la esencia y la existencia, es decir, en el Bien. Por consiguiente, en los seres o bien su existencia se da por causa del amor que hay en ellos, o bien su existencia y el amor no son sino una y la misma cosa. Está claro, pues, que los seres individuales no carecen de amor. Esto es lo que queríamos demostrar50.


La perfección que cada ser posee y hacia la que se mueve es debida al amor innato que tiene, don del Bien Supremo. Así, en el capítulo segundo expone cómo en los seres inanimados tal amor se manifiesta como la fuerza que atrae la forma a la materia o que le permite permanecer en su perfección. Es significativa la concepción que expone de la materia como morada del no-ser:


Los elementos simples no vivientes se dividen en tres: la materia verdadera; la forma que no puede subsistir de manera separada por sí misma; y los accidentes… Cada una de estas entidades simples no vivientes está unida a un amor innato, del que no se ve libre jamás y que es causa de su existencia. Respecto a la materia, por su permanente tendencia hacia la forma se ve perdida, mientras que por su ardiente pasión por ella existe. Por esto la encuentra y, cuando está desprovista de una forma, se apresura a substituirla por otra forma, temiendo unirse al no-ser absoluto, pues es cierto que cada una de estas entidades evita, por su propia naturaleza, el no-ser absoluto. La materia es la morada del no-ser. Siempre que esté dotada de una forma, no subsistirá en ella sino el no-ser relativo; pero si no estuviere dotada de ella, se le uniría el no-ser absoluto. No es necesario aquí un pilón para explicar que esto es agua51. La materia es como una mujer vil y vituperable, que se preocupa por evitar que se vea públicamente su fealdad: cada vez que se levanta su velo, oculta sus taras [tapándose] con sus mangas. Queda, pues, establecido que en la materia hay un amor innato52.


La materia es algo negativo. No parece que sea un ser en pura potencia, sino una negación, una privación, algo feo cuyo estigma está ocultado por la forma. En lugar de tener una capacidad para las otras formas, desea la forma ausente, lo que parece implicar que conserva a la fuerza la forma presente. Es descrita como la morada del no-ser, como si pudiese existir sin la forma. Y ésta es como el velo que oculta su fealdad. Por eso la materia tiende hacia la forma, porque ésta le evita el no- ser absoluto.


El capítulo tercero, muy breve, se ocupa del amor en las almas vegetativas, que constan de tres potencias o facultades, la nutritiva, la de crecimiento y la de procreación, que se desarrollan en virtud de la fuerza del amor. El capítulo cuarto trata del amor en las almas animales, cuyos movimientos son resultado del amor innato o de su movimiento contrario, la aversión, sin cuya existencia tal alma sería superflua pues carecería de función. Este doble movimiento se da en la facultad de la sensación, tanto en las sensaciones externas como en las internas; en la facultad irascible y en la concupiscible. En esta facultad concupiscible el amor es de dos tipos: el natural (tabîî), que no se detiene hasta que no alcanza su propósito a menos que algún obstáculo externo se lo impida; y el voluntario (ijtiyârî), cuya particularidad está en que el animal en el que se da puede alejarse del objeto de su deseo por el temor a un obstáculo que le impidiera conseguirlo. A veces ambos tipos de amor coinciden en un mismo sujeto.


En el capítulo quinto aborda el estudio del amor en los que poseen donaire e ingenio y juventud por la belleza de su rostro. Es el capítulo más largo, ocupando siete páginas de texto árabe53. Indica al inicio que antes de entrar en materia necesita hacer cuatro preámbulos, que, sin embargo, ocupan mucho más que el texto propiamente dicho, en los que abundan los ejemplos54. El primero explica cómo la acción de una facultad del alma, cuando se une a otra de mayor rango y excelencia, aumentará en nobleza, esplendor y belleza: las facultades superiores tienden a ayudar a las inferiores. El segundo habla de las operaciones del hombre que tienen lugar por su alma animal y que se benefician de la proximidad al alma racional, por la que adquieren belleza, resultando acciones nobles y armoniosas; un caso particular, digno de mención es el que se da por la cooperación entre la facultad irascible y el alma racional: “[ésta] impulsa a la facultad irascible (al-quwwa al-gadabiyya) a luchar contra los héroes y a emprender el combate con el fin de defender la ciudad virtuosa (madîna fâdila) o la comunidad piadosa (umma sâliha); de [la facultad irascible] proceden acciones semejantes a las que resultan de la facultad racional, tales como concebir los inteligibles (tasawwur al-maqûlât), desear cosas importantes, amar la vida futura y ponerse bajo la protección del Clemente”55. El tercer preámbulo señala cómo en todo orden establecido divinamente hay un bien, que será buscado después; a veces, buscar uno de estos bienes interfiere con otro bien superior; un ejemplo de ello: “tomar una onza de opio (ûqiyya min al-afyûn) es deseable y bueno para detener una hemorragia nasal, pero hay que dejarlo por el daño que hace para algo superior, como la buena salud en general y la vida”56. En el cuarto y último preámbulo pone de manifiesto cómo el alma animal y el alma racional buscan la belleza en el orden, la composición y la armonía, como por ejemplo los sonidos compuestos de manera armoniosa y conveniente o los sabores obtenidos a partir de una buena y sabia mezcla de alimentos. Establecidos estos preliminares, Avicena afirma que forma parte de la naturaleza de los seres dotados de razón suspirar por la belleza, disposición que puede ser específica de la facultad animal solamente o de la unión de ambas facultades. En el caso de que sólo sea propia de la facultad animal, los sabios no la consideran signo de refinamiento y nobleza, porque puede provocar perjuicio para el alma racional. En cambio, de la alianza de las dos facultades procede la tendencia hacia los inteligibles y los universales eternos.


Amar lo bello según una reflexión intelectual (bi-itibâr aqlî) debe ser considerado como una aproximación a la nobleza y un aumento de bondad, produciendo apetencia de aquello que lleva al Influyente Primero y al Amado Puro (al-mu’attir al-awwal wa-l-mašûq al-mahd). Cita un hadiz del Profeta (“Buscad satisfacción para vuestras necesidades en los que poseen un rostro bello”) para confirmar que la belleza de la forma no se encuentra más que en la armonía natural y que la armonía y el equilibrio inclinan a las buenas cualidades morales y a la buena disposición.


Puede sin embargo encontrarse un hombre feo con buena disposición, debido a un daño accidental externo, no a su armonía interna, o debido no a su naturaleza sino a un hábito de larga duración. También puede encontrarse un hombre bello con una mala disposición, debida también a dos causas: o la fealdad de su carácter es debida a un accidente externo, o a una influencia de un hábito. Al amor por la forma humana bella siguen tres cosas: “la primera es el amor por abrazarla (hubb muânaqatihâ), la segunda es el amor por besarla (hubb taqbîlihâ) y la tercera es el amor por cohabitar con ella (hubb al-mubâdaatihâ)”57. Esta última tendencia es propia del alma animal solamente; es condenable si no se realiza con un propósito racional, como puede ser la generación de un hijo (tawlîd); “pero en el caso del varón esto es algo imposible; en el caso de la mujer prohibida por la ley religiosa (al-šar) es algo abominable; pero es lícito y aceptable para el hombre con su mujer [legítima] o con su esclava”58. En cambio, abrazar y besar son aceptables, pero con precaución, porque pueden provocar accidentalmente pasiones reprobables. El capítulo sexto está dedicado al amor de las almas divinas, es decir, las almas angélicas y humanas que muestran su amor al tender al conocimiento del Bien Absoluto y que alcanzan su perfección sólo cuando han obtenido conocimiento de aquellos objetos inteligibles causados. Éstos sólo pueden ser representados tras el conocimiento de las causas verdaderas, especialmente el de la Causa primera, de la misma manera que es imposible que los seres inteligibles existan si sus causas, especialmente la Causa Primera, no existen antes que ellos, “tal como hemos señalado en nuestro comentario que está en el tratado primero del Libro de la audición física”59. A partir de aquí, Avicena se extiende sobre la Causa Primera: cómo hay que entenderla como el Bien Absoluto y que no es ajena al amor, puesto que ella se ama a sí misma en su esencia.


La obra de Avicena concluye con un capítulo en el que resume su posición de que todo ser ama el Bien Absoluto con un amor innato y de que el Bien Absoluto se manifiesta a todos aquellos que lo aman. La capacidad que éstos tiene para recibir esa manifestación difiere en grado. El grado de adhesión más elevado y más perfecto es la recepción de su manifestación en toda su realidad y “es el significado que los místicos (al-sufiyya) llaman la unión (al-ittihâd)”60. Habla de la manifestación de este Bien Absoluto, de cómo los filósofos lo llaman “la forma del intelecto”, de cómo el intelecto agente recibe la manifestación sin mediación de sentidos ni imaginación al conocerse y al conocer los otros inteligibles en sí mismo. Después las almas divinas conocen por mediación del intelecto, cuando pasan de la potencia al acto, lo que hay que interpretar como las almas humanas, que son los únicos seres inteligentes susceptibles de la potencia y del acto. Después es recibida la manifestación por las facultades animal, vegetal y natural. La obra finaliza reconociendo el proceso de emanación a partir del Uno o Bien Absoluto, expresado en términos de su manifestación: “Si el Bien Absoluto (al-jayr al-mutlaq) no se hubiera manifestado, nada se habría obtenido de él, y si nada se hubiera obtenido de él, no habría habido existente (mawŷûd); si no se hubiera manifestado, no existiría nada, pues su manifestación es la causa de todo ser (illa kull wâhid)”61. Como el Bien Absoluto o Causa Primera ama el ser de lo que es causado por él, desea manifestarse. Su verdadero amor es que se reciba su manifestación y, como es el mejor amor, su deseo es ser imitado por todos los que reciben su amor: “El Rey Perfecto desea servir de modelo, mientras que a los reyes efímeros (al-fâniyya) les irrita servir de modelo” 62. Lo que es imitable y perfecto en el Rey Perfecto es inagotable y no altera en nada su plenitud. “Hemos completado la tarea y concluimos el tratado. Dios es el Señor de los mundos. Se ha terminado con la ayuda de Dios Altísimo”63. El amor, así, es fuerza dinamizante que despliega y repliega, que está en el proceso neoplatónico de salida del Uno y retorno al Uno. Lo que Avicena propone es una nueva orientación de su visión neoplatónica de la realidad. El amor es entendido como fuerza que estructura el universo y la realidad en el esquema neoplatónico que subyace a su pensamiento. Se trata, pues, de un amor natural y no de una pasión humana. Es un amor que si algo tiene de místico, lo es en el sentido en que se puede hablar del misticismo de Plotino, de una mística natural como la ha llamado L. Gardet, en tanto que el ser tiende a retornar al principio del que deriva, pero no en el sentido de la mística musulmana, tal como se ha caracterizado antes. Utiliza términos y elementos tomados de ésta, pero se explican porque el dinamismo interno de su pensamiento, el esfuerzo que le llevó a construir su sistema, fue fruto de una constante y continua preocupación por un conocimiento intelectual, intuitivo y experimental a la vez. Es lo que permite entender, quizá, las páginas que dedicó a la descripción de las experiencias y hechos místicos en la última obra que escribió, el Libro de las orientaciones y advertencias64, y a la composición de esos textos cuya naturaleza y contenido es objeto aún de interpretación. L. Gardet, que ha estudiado este misticismo de Avicena, concluye que “su mística encuentra su justificación en los grandes esquemas metafísicos, noéticos, cosmológicos, de su sistema y no puede comprenderse sin ellos… El sistema aviceniano no podría aprehenderse en todas sus dimensiones existenciales si menospreciamos las luces que nos aporta el movimiento inicial de mística natural que lo atraviesa. Esto es lo que da, quizá, encanto innegable al pensamiento de Ibn Sînâ, lo que le concede un acento profundamente original y lo que da valor a la doble dialéctica de luz y de amor (natural) que tan profundamente lo caracteriza. Creo que la historia de la filosofía no lo ha aprehendido plenamente aún. Ibn Sînâ es un gran discípulo de los filósofos griegos. Fue un gran médico y las ciencias experimentales de su época ejercieron sobre su pensamiento una gran atracción. Esto no es todo. Su intuición fundamental veremos que está no tanto en su cosmología emanatista o en su determinismo de la existencia, descritos con frecuencia, o incluso en los valores inductivos que tomó de las ciencias experimentales, sino en el impulso del amor ontológico de todo ser existente por su Fuente y en el deseo de ver a su Principio primero que tiene el ser intelectual…


El Dios de Ibn Sînâ es sin duda el Dios de los filósofos. Su mística, su explicación del profetismo, sus comentarios de los textos escriturarios están permanentemente ligados a su visión emanatista del mundo”65. Pero las fuentes neoplatónicas no son únicas en el texto aviceniano66. También las hay peripatéticas, especialmente en la cuestión central de la Epístola, la que tiene que ver con el vínculo entre el amor natural y la asimilación con Dios, con vistas a la propia perfección, introduciendo elementos islámicos, refundiendo doctrinas filosóficas con alguna idea tomada de la mística67, lo que no quiere decir que con ello Avicena se convierta en un místico. Mientras que los textos místicos hablan de una reciprocidad del amor entre Dios y el hombre, el de Avicena habla de un amor por el que el hombre es absorbido en un principio superior. De este amor habla también en la Metafísica de su gran enciclopedia filosófica al-Šifâ’. El libro IX está consagrado a la emanación de las cosas a partir del Primero y al retorno de todas ellas hacia Él: lo que mueve a las cosas es precisamente el amor68. Incluso se ha llegado a decir que Dante se hace eco de este libro cuando en la Divina Comedia evoca el amor que mueve a las plantas69. Así, la Epístola sobre el amor aviceniana hay que verla como un escrito filosófico más y no como un texto místico.




Notas:

1 U. Eco: El nombre de la rosa, Cuarto día. Después de Completas, Barcelona, Editorial Lumen, 1982,

pp. 393-394.

2 Conocido en el mundo latino por el nombre de Rhazes por su obra médica, fue también un filósofo

encuadrado dentro de un movimiento heterodoxo conocido por el nombre de Zandaqa.

3 De estos tres aspectos me ocupé en la Ponencia Plenaria titulada “Del amor en la Filosofía árabe”,

que presenté en el X Congreso Latinoamericano de Filosofía Medieval, Santiago (Chile) 19-22 de

Abril de 2005. Las Actas están en prensa.

4 Corán, 20, 8.

5 El Misericordioso.

6 Al-Gazâlî: Al-Maqsad al-asnâ fî šarh ma‘ânî asmâ’ Allâh al-husnâ, ed. F. A. Shehadi, Beirut, Dar

El-Machreq, 1982, p. 132.

7 Ibn ‘Arabî: El secreto de los nombres de Dios, edición, introducción, traducción y notas de Pablo

Beneito, Murcia, Editora Regional, 2ª ed. revisada 1997, p. 188 de la traducción y p. 107 del texto

árabe. He puesto entre paréntesis los distintos términos árabes que son traducidos por “amor”. La raíz

w-d-d tiene relación con el nombre Tawaddud, la esclava que da título a uno de los cuentos de las Mil

y una noches, conocido en la literatura castellana como La doncella Teodor, cf. R. Ramón Guerrero:

“Erótica y saber. Apropósito de un cuento de las Mil y una noches”, Anales del Seminario de Historia

de la Filosofía, 16 (1999) 15-34.

8 Corán, 3, 190: «En la creación de los cielos y de la tierra y en la sucesión de la noche y el día hay,

sin duda, signos para los dotados de corazones interiores». El término lubb, plural al-albâb, significa

para los místicos el fondo del corazón, el nudo intelectual del corazón, aquello por lo que alcanzan el

conocimiento profundo de las realidad, cf. Abû Bakr al-Kalâbâdî: Traité de soufisme. Les Maîtres et

les Etapes, traduit de l’arabe et présenté par R. Deladrière, París, Sindbad – Actes Sud, 1996, índice,

p. 214. Algunas versiones del Corán suelen traducirlo por “los dotados de intelecto”.

9 Cf. R. Ramón Guerrero: “Discurso filosófico y discurso místico: algunas diferencias”, Anales del

Seminario de Historia de la Filosofía, 17 (2000) 53-75.

10 Ibn ‘Arabî: Traité de l’amour, Introduction, traduction de l’arabe et notes par Maurice Gloton, París,

Albin Michel, 1986, p. 123.

11 Cf. Risâla fî-l-isq, ed. A. F. Mehren: Traités mystiques d'Avicenne. Abou Alî al-Hosain ben

Abdallah ben Sînâ (980-1037 / A.H. 370-428), philosophe et médecin islamique en Perse, reimpresión

de la edición 1894, Amsterdam, Apa Philo Press, 1979, III fasc., pp. 1-27.

12 Al-Mas‘ûdî: Murûŷ al-dahab (Les prairies d'or), trad. française de Barbier de Meynard et Pavet de

Courteille, revue et corrigée par Charles Pellat, París, Librairie Orientaliste Paul Geuthner, 1989, tomo

IV, pp. 1047-1048; § 2565.

13 Ibídem, p. 1053, § 2586.

14 Hijo de Dâwûd b. Jalaf al-Isfahânî (m. 270/883), fundador de la escuela jurídica zâhirî. Edición del

Kitâb al-Zahra, A. R. Nykl, Beirut, 1932.

15 Banquete, 189c-193d.

16 Ed. cit., p. 19.

17 Ed. J. Vadet, El Cairo, IFAO, 1962, p. 40.

18 Cf. R. Ben Slama: “Les ‘sphères divisées’ d’Aristophane à Ibn Hazm”, Anales del Seminario de

Historia de la Filosofía, 19 (2002) 39-51, especialmente p. 41.

19 Ibn Hazm: El collar de la paloma. Tratado sobre el amor y los amantes, trad. E. García Gómez, con

prólogo de J. Ortega y Gasset, Madrid, Sociedad de Estudios y Publicaciones, 1952; nueva edición

Alianza Editorial, 1967; 5ª ed. 1985.

20 Editada por A. Badawi: Aristotelis De Anima et Plutarci De Placitis Philosophorum, El Cairo,

1954. Nueva edición con traducción alemana y amplio comentario: Hans Daiber: Aetius Arabus. Die

Vorsokratiker in arabischer Überlieferung, Wiesbaden, Franz Steiner Verlag, 1980.

21 Fragmento B 6.

22 En el Aecio griego, I, 3, 20, DK 31 B 6, se lee aquí “aire”. Cf. Los filósofos presocráticos, II,

Madrid, Ed. Gredos, 1979, p. 177.

23 El Aecio griego dice aquí “semen”, ibídem.

24 Edición de H. Daiber: Aetius Arabus, p.104.

25 Cf. R. Ramón Guerrero: “Ibn Masarra, místico y gnóstico andalusí”, Las raíces de la cultura europea.

Ensayos en homenaje al profesor Joaquín Lomba, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza

- Institución Fernando El Católico, 2004, pp. 223-239.

26 Abenmasarra y su escuela. Estudio sobre los orígenes de la filosofía hispano-musulmana, Madrid,

Imprenta Ibérica, 1914.

27 E. García Gómez: “M. Asín Palacios. Esquema de una biografía”, Al-Andalus, 9 (1944) 277-278.

28 R. Ramón Guerrero: “Presentación de un texto de Ibn Masarra de Córdoba: Su Epístola de la reflexión

(Risâlat al-i’tibâr)”, en J. L. Cantón (ed.): Maimónides y el pensamiento medieval. Actas del IV

Congreso Nacional de Filosofía Medieval, Córdoba, Servicio de Publicaciones de la Universidad de

Córdoba, 2007, pp. 415-430.

29 Cf. D. Campbell: Arabian Medicine and its Influence of the Middle Ages, Londres, Routledge &

Kegan Paul, 1926; reprint Amsterdam, Philo Press, 1974, pp. 77-82. M. Ullmann: Islamic Medicine,

Edinburgh, Edinburgh University Press, 1978, pp. 44-46. D. Jacquart et F. Micheau: La médecin arabe

et l’occident medieval, París, Maisonneuve & Larose, 1990, pp. 74-85.

30 Autobiografía de Avicena, en M. Cruz Hermández: La vida de Avicena como introducción a su pensamiento,

Salamanca, Anthema Ediciones, 1997, pp. 44-45.

31 Avicena se ocupa de la melancolía en el Kitâb Qânûn fî l-tibb, Libro III, Beirut, Dâr Sâdir, s.a., vol.

II, pp. 65-71.

32 Ibídem, vol. II, pp. 71-73.

33 Ibídem, II, p. 71, última línea – p. 72, primera línea.

34 Ishâq Ibn Imrân (m. ca. 970) había compuesto un Tratado de la melancolía, traducido al latín por

Constantino el Africano, en donde señala que la tristeza, la ansiedad y la angustia son disturbios psicosomáticos

e indica tratamientos de psicoterapia y de medicinas específicas. Cf. K. Garbers (ed.):

Ishâq ibn ‘Imrân, Maqâla fi-l-mâlîhulîya und Constantini Africani libri duo de melancholia,

Hamburgo, Helmut Buske, 1977.

35 Ed. El Cairo, 1913, pp. 158-320.

36 Ibídem p. 161,14-162,8.

37 Cf. Carra de Vaux : Avicenne, París, Félix Alcan, 1900, pp. 184-185.

38 Cf. A.-M. Goichon: Lexique de la langue philosophique d'Ibn Sînâ, Paris, 1938, nº 432. La distinction

de l'essence et de l'existence d'après Ibn Sînâ, París, Desclée de Brouwer, 1937, p. 441, n. 2.

39 A. F. Mehren: Traités mystiques d'Avicenne. Abou Alî al-Hosain ben Abdallah ben Sînâ (980-1037

/ A.H. 370-428), philosophe et médecin islamique en Perse, 4 fascículos, Leiden, Brill, 1889-1899.

Reimpresión en un volumen, Amsterdam, Apa Philo Press, 1979. La Risâla fîl-išq está en el IIIième

fascicule, pp. 1-27. Trad. inglesa por E. L. Fackenheim: “A Treatise on Love by Ibn Sînâ”, Medieval

Studies, 7 (1945) 208-228. Trad. francesa por T. Sabri: “Risâla fî l-‘ishq. Le Traité sur l'amour

d'Avicenne. Traduction et étude”, Revue des Études Islamiques, 58 (1990) 109-134. Sobre este Tratado

existe abundante bibliografía; cf. G. E. von Grunebaum: “Avicenna’s Risâla fîl-išq and Courtly Love”,

Journal of Near Eastern Studies, 11, 4 (1952) pp. 233-238. M. Soreth: “Text- und quellenkritische

Bemerkungen zu Ibn Sina’s Risâla fî l-Išq”, Oriens, 17 (1964) 118-131. F. Rundgren: “Avicenna on

Love. Studies in the Risâla fî mâhîyat al-išq “, Orientalia Suecana, 27-28 (1978-79) 42-62.

40 H. Corbin: Avicenne et le récit avicennien. Étude sur le cycle des récits avicenniens, Tehran-París,

A. Maisonneuve, 2ª ed. 1954. Trad. española, Barcelona, Paidós Orientalia, 1995.

41 Cf. R. Ramón Guerrero: “Avicena entre Oriente y Occidente”, La filosofía medieval, Edición de

Francisco Bertelloni y Giannina Burlando, Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, vol. 24,

Madrid, Editorial Trotta, 2002, pp. 53-74.

42 Cf. sus obras La Ciudad Ideal, presentación M. Cruz Hernández, trad. M. Alonso, Madrid, 1985 y

Libro de la política, en Obras filosófico-políticas, ed. y trad. R. Ramón Guerrero, Madrid, CSICDebate,

1992.

43 Por al-nufûs al-ilâhiyya min al-bašariyya wal-l-malakiyya, “las almas divinas, humanas y angélicas”,

se refiere a las almas superiores, aquellas que por la fuerza del amor tienden hacia el conocimiento

del Bien Supremo.

44 Traduzco así el término al-huwiyyât porque éste es un abstracto plural formado sobre el pronombre

de tercera persona huwa, “él”.

45 El término árabe que utiliza aquí, zurafâ’, plural de zarif, tiene el sentido de “aquel que tiene ingenio,

donaire, elegancia, encanto, agudeza”.

46 Ed. Mehren, p. 1.

47 Traduzco así el término mudabbar, “lo que ha sido organizado, dispuesto”. Fackenheim lo vierte

por “determined by a design”, señalando la ambigüedad que supondría traducirlo por “organique”,

como hace Mehren, pues entonces parece que quedarían excluidos los seres inorgánicos.

48 En aquello que la divinidad ha dispuesto.

49 Ed. Mehren, pp. 2-3.

50 Ed. Mehren, pp. 3-5.

51 Quiere decir que no hay que ir más allá para ver con claridad lo que hay: en el pilón o abrevadero

lo que hay es agua. No es necesario explicar más.

52 Ed. Mehren, pp. 6-7.

53 Ibídem, pp. 11-17.

54 Ibídem, pp. 11-15.

55 Ibídem, p. 13.

56 Ibídem, p. 14. Aquí se aprecian los conocimientos de medicina y drogas que Avicena tenía.

57 Ibídem, p. 16.

58 Ibídem, p. 17.

59 Ibídem, p. 18. El título que da es la denominación usual de la Física aristotélica. Es también el título

del libro primero de los ocho que componen los Libros Físicos (al-Tabiiyyât) de su gran obra alŠif’, ed. S. Zayed, El Cairo, 1983. Este libro primero comprende cuatro tratados, cada uno de ellos

con un número determinado de capítulos: 1) Sobre las causas y principios de la Física. 2) Del movimiento

y de lo que se relaciona con él. 3) De lo que se refiere a la física en tanto que ella posee cantidad.

4) De los accidentes y relaciones de las cosas naturales.

60 Ed. Mehren, p. 22. Ésta es la única referencia que hay en toda la obra a la mística islámica, al emplear

el término por el que los místicos eran conocidos. Pero la declaración de Avicena es más una descripción

que un identificarse con este grado supremo de unión con la divinidad.

61 Ibídem, p. 26.

62 Ibídem, pp. 26-27.

63 Ibídem, p. 27.

64 Kitâb al-Iârât wa-l-tanbîhât, ed. S. Dunya, El Cairo, 4 vols., 1960-1968. Trad. francesa: A. M.

Goichon: Ibn Sînâ. Livre des directives et remarques, Beirut-París, 1951.

65 L. Gardet: La pensée religieuse d'Avicenne, París, J. Vrin, 1951, pp. 195-196 y 205-206.

66 Cf. M. Soreth: “Text- und Quellenkritische Bemerkungen zu Ibn Sînâ’s Risâla fî l-��išq”, Oriens, 17

(1964) 118-131.

67 Cf. J. Janssens: “Creation and Emanation in Ibn Sînâ”, Documenti e studi sulla tradizione filosofica

medievale, 8 (1997) 463-465.

68 Cf. Avicena: Al-Šifâ'. Ilâhiyyât, ed. M. Y. Moussa, S. Dunya et S. Zayed, El Cairo, 1960, p. 373-

432.

69 Cf. M.-Th D’Alverny: “Ibn Sina et l’Occident Médiéval”, Avicenne en Occident. Recueil d’articles,

París, J. Vrin, 1993, I, p. 11.