PERSPECTIVAS AVICENIANAS
Epílogo de “Avicena y el
relato visionario” de Henry Corbin
Cerrar estas páginas con una conclusión sería alterar a la vez su
propósito y sus expectativas. La misma palabra epílogo nos permite, no
cerrar una meditación, sino más bien prolongar su alcance. Es a intentar abrir
algunas perspectivas avicenianas o avicenizantes a lo que quisiéramos
consagrar estas últimas páginas; nada más, considerando simplemente todo lo
que precede como la ocasión de dar una primera forma a investigaciones cuya
complejidad es suficientemente manifiesta.
No
nos habíamos propuesto determinar hasta dónde había llegado la experiencia más
íntima del propio Avicena en tanto que ser humano, ni tampoco imponer
una definición a lo que esa experiencia había sido o había dejado de ser. Tratar
de establecer a toda costa una ficha que contuviera la filiación correspondiente
a un eminente personaje, sería tratar de encasillarlo en las normas comunes y
consabidas, ceder a la manía clasificadora, lo que no está ciertamente a la
medida de un destino personal. Nos hemos referido ya a la siempre difícil
situación de nuestros filósofos en el seno de la comunidad islámica, y hemos
recordado las palabras con que Ibn 'Arabî les unía a la gran familia de la
gnosis. El magnífico desarrollo de la escuela de Mîr Dâmâd en el siglo xvii, en Ispahán, testimonia que las
circunstancias les fueron más favorables en Irán que en otros lugares. Avicenismo
y sohravardismo conocieron allí una renovación de efectos duraderos. El presente
libro nos ha dado la oportunidad de mostrar una relación entre Avicena y
Sohravardî que queda clarificada por sus relatos místicos y por el hecho
significativo de que tanto uno como otro hayan experimentado la necesidad
de esta forma de composición en primera persona. Ciertamente, el conjunto del
proyecto sohravardiano se alimenta de una «fuente oriental», la Luz‑de‑Gloria
(Xvarnah) cuyo concepto domina la filosofía de la antigua Persia, que Avicena
no conoció. El «Relato del exilio en Occidente» toma como punto de
partida, como ya sabemos, el último episodio del relato en que Hayy ibn
Yaqzân inicia a su adepto al Oriente; pensamos que tal relación,
explícitamente reconocida, tuvo una importancia excepcional, no sólo para lo
que atañe al concepto de Oriente y de filosofía oriental, sino
también para toda la orientación de la espiritualidad irania en los
siglos posteriores. Consideraremos luego un aspecto característico de dicha
relación.
¿Hubiera
sido necesario decidir, además, si Avicena fue o no fue realmente un «místico»?
Nos ha parecido más sencillo dejar hablar a su obra, amplificar la resonancia
de la misma en toda la medida en que nos era posible, acercándonos a ella con
simpatía y sin recelos; de este modo, no podemos sino adherirnos a aquellas
tradiciones iranias que lo consideran como integrante de los Ahl‑e 'erfân.
En cuanto al carácter propio y original de su mística, se nos revela ya en los
personajes de sus relatos. Para negarlo, nos hubiera sido preciso
previamente delimitar de manera arbitraria el concepto de «mística», a fin
de poder excluir de ella al «filósofo Avicena». Sería dar prueba de un racionalismo
fuera de lugar pretender delimitar por dónde discurre exactamente, en
nuestros Hokamâ', la frontera entre filosofía y mística, y la
dogmática no es decididamente una herramienta muy indicada para intentar una
exégesis del alma y sus símbolos. Aquí hemos tratado de realizar esa exégesis,
y nada podría serle más ajeno que la preocupación por llegar a ningún tipo de
veredicto, como si se tratara de sentenciar un proceso. Tal judicatura no
corresponde a la voluntad de los hombres, aunque éstos sean historiadores. Y
es hacer algo muy distinto a la «historia» el tratar de descubrir, como hemos
hecho aquí, el horizonte que un gesto nos muestra, en lugar de quedarnos con la
mirada fija en el dedo que lo señala. En definitiva, es gracias a exegetas
del alma como se ha operado la unión de avicenismo y sohravardismo en el
imamismo iranio.
Avicenismo
e Imamismo
Un
hermoso y fecundo ejemplo de valoración positiva se nos ofrece en la forma en
que el pensamiento de Avicena fue comprendido y vivido en Irán entre los
avicenianos shiítas. No es que entre las filas de teólogos y juristas hayan
faltado voces, allí mismo, para proclamar su hostilidad. No han hecho, así,
sino unirse al sentimiento que el Islam ortodoxo ha profesado siempre, en
términos generales, respecto a nuestros teósofos, sentimiento que se manifiesta
con claridad en un sueño referido por Majdoddîn Baghdâdî: «Vi al Profeta en
sueños. Le pregunté: ¿qué dirías de Ibn Sînâ? Me respondió: Es un hombre que
intentó alcanzar a Dios prescindiendo de mi mediación. Así, yo le he hecho
desaparecer... de este modo, con mi mano. Entonces, ha caído en el infierno»1.
No deja de sorprender que hasta en un místico como Majdoddîn Baghdâdî se
encuentren estas huellas de rabies theologica que no descansa ni
siquiera en sueños —o que, más bien, ¡aparece sobre todo en sueños!— Maticemos
inmediatamente esta impresión diciendo que la visión onírica traduce no tanto
la sensación personal y consciente del místico, cuanto un sentimiento colectivo
hostil que él experimenta y padece, y que se manifiesta en sueños con los
rasgos del Profeta y en el juicio definitivo que este pronuncia contra nuestro
filósofo.
No
habría existido perspectiva alguna para el avicenismo si no hubiera encontrado
más que estas actitudes negativas, alimentadas por una hostilidad muy
semejante a la que manifestaron hacia él los teólogos de Occidente. En este
punto, llama nuestra atención la realización práctica de ese ta'wîl
para el que los pensadores shiítas parecen tener una capacidad congénita2;
gracias al ta'wîl, aquellos que tenían vocación filosófica pudieron no solamente
mantener en vida el avicenismo, sino que, inducidos por él a nuevas exégesis
espirituales, consiguieron que se beneficiara, además, de una «puesta en
presente» de su sentimiento religioso. El concepto dominante del shiísmo,
el concepto de Imam, se revela hasta tal punto estimulante para el impulso
especulativo y la toma de conciencia espiritual, que tal vez sirve para explicar
el hecho de que el pensamiento especulativo haya conocido tal renovación en
Ispahán, en el siglo xvii, mientras
que en el resto del mundo islámico la era de la filosofía creadora parecía
cerrada desde hacía tiempo.
Para
mostrar cómo la figura y el pensamiento de Avicena han sido comprendidos y
vividos entre nuestros pensadores iranios, nos haría falta evidentemente
analizar todas las obras de aquellos que formaron el entorno o la posteridad
de Mîr Dâmâd, Magister Tertius3 († 1040/1630). Nuestro
epílogo no puede más que señalar la necesidad de esa tarea. Invocaremos
únicamente dos testimonios. El de Sayyed Qâzî Nûrollâh Shoshtarî, al que su
fervor shiíta debía conducir a morir mártir de su fe (1019/1610) y cuya memoria
es honrada por la piedad popular que le designa como «tercer mártir»4.
Es un corazón generoso; querría que, a lo largo de la historia islámica,
todos los personajes por los que experimenta simpatía hubieran sido fieles de
los santos Imames5, hubieran pertenecido a esta religión imamita
cuyo nombre (Imâmîya) caracteriza perfectamente el objeto de su culto.
A este fin recurre, en su gran libro, a argumentos que para la crítica
histórica serán a veces precarios; por el contrario, los presentimientos de su
fervor le hacen descubrir indicios y le permiten una valoración más verdadera
de lo que nunca podrían serlo las críticas históricas positivas. El segundo
testimonio que invocaremos será el de un estudioso aviceniano, a cuya obra
nos hemos referido ya a lo largo del presente libro: Sayyed Ahmad 'Alawî,
discípulo y yerno de Mîr Dâmâd6, eminentemente representativo de
ese tipo de pensador iranio en el que se conjugan la preocupación por valorar
la filosofía de la antigua Persia y la piedad hacia los santos Imames; esta
forma de pensamiento encuentra su expresión acabada en lo que se puede llamar
un avicenismo sohravardiano de religión imamita, que da finalmente su fisonomía
propia al avicenismo iranio7.
El
largo capítulo que Nûrollâh Shoshtarî consagra a Avicena es muy significativo.
Toma como punto de partida la cuestión de si Avicena pertenece o no, de hecho y
de nacimiento, al Islam shiíta; luego, algunos textos que exigirían un ta'wîl
en profundidad; a continuación, el interés se concentra en la cuestión de si
Avicena, en cualquier caso, profesó o no una concepción del Imam concordante
con la concepción shiíta; finalmente se pregunta cuál es el significado del
Imam tanto para el propio Avicena como para un sabio aviceniano. Esta última
es en suma la cuestión esencial. Se pregunta también Shoshtarî si no hay al
menos una piadosa indiscreción en dirigirse a un hombre como Avicena para
interrogarle sobre su pertenencia confesional. Avicena pudo nacer en el shiísmo;
es incluso verosímil. Pero en relación a lo que hizo «significante» la filosofía
aviceniana para nuestros pensadores imamitas, la cuestión de la pertenencia
confesional de su autor pasa a un plano de interés secundario. El problema
debía sin duda planteársele a él mismo en términos bastante diferentes de
aquellos en los que el historiador, como tal, pretende plantearlo. Lo que es
particularmente importante es saber si el pensamiento especulativo y la vida
espiritual del shiísmo podían recibir de su doctrina un significado nuevo, y
si hubo avicenianos para testimoniar que de hecho así fue comprendida
y vivida su doctrina. Este testimonio nos lo aportan Nûrollâh Shostârî y
Sayyed Ahmad 'Alawî, además de otros muchos.
Un
pensador imamita preocupado por suscitar las simpatías hacia su héroe, verá
probablemente facilitada su tarea si comienza por recordar que la gran mayoría
de los doctores y los juristas del Islam sunnita han lanzado el anatema (tafkîr)
contra Avicena y su obra8. Es en todo caso abordarlo con
franqueza citar cierto cuarteto célebre en persa, atribuido tradicionalmente a
Avicena, sin que haya por otra parte razones serias para discutir dicha
atribución. Traducimos literalmente este cuarteto, incisivo y claramente revelador
del estilo de una fuerte personalidad: «La impiedad de un hombre como yo no
es cosa corriente ni fácil. No hay fe más firme que mi fe. ¿Un sólo hombre
como yo en el curso de los tiempos y debería ser un impío? ¡Entonces es que, a
lo largo de los tiempos, no ha existido un sólo musulmán!»9.
La
frase es de una ambigüedad temible, tan cargada de sentido que algunos
querrían debilitarla con cualquier tipo de comentario. ¿Podría un orgulloso
ortodoxo quedar contento con ella? Nos parece descubrir en esas palabras una
huella de aquel humor sublime que aparecía también al final del «Relato del
pájaro»10. Tomando las cosas sin retorcimientos, el anatema pronunciado
por los juristas no era más que la consecuencia lógica y natural que exigía
la profesión de tesis tales como la eternidad del mundo o la jerarquía de
las Inteligencias angélicas mediadoras, tesis que, unidas a la negación de
la resurrección corporal, están cargadas de implicaciones absolutamente alarmantes
para la idea que un teólogo ingenuamente monoteísta puede hacerse de la
omnipotencia divina11. Nûrollâh subraya que las citadas tesis se
encuentran en el Shifâ', libro en el que nuestro filósofo no haría más que
exponer las doctrinas de los antiguos sabios, pero que sería muy distinto si
considerásemos otros libros. El argumento es inspirado a nuestro autor por su
buena voluntad, pero planteándoselo francamente, no da la impresión de que ésa
sea una razón suficiente para motivar una revisión del anatema.
Es
por eso por lo que no se resolvería el asunto determinando de una vez por
todas cuál fue la confesión religiosa en la que nació Avicena en Bokhârâ. Que
esta feliz venida al mundo ocurriese en territorio sometido a la dinastía de
los samánidas es un hecho que hace muy verosímil el que Avicena hubiese sido
shiíta de nacimiento12. Lo confirmaría también la decisión que le
uniría sucesivamente al servicio de príncipes igualmente shiítas; si el
propio Avicena no lo hubiera sido, su situación hubiera sido más que difícil13.
Sin embargo, según se ha sugerido, no sería eso lo esencial en cuanto al
significado del filósofo Avicena para el shiísmo. ¿No es posible, más bien,
detectar en su obra la huella de la idea central del Imamismo? Y de ser así,
¿cómo es entendido por él? ¿y cómo, a su vez, permite entenderlo a los avicenianos
al transmitir el testimonio de su valoración?
Sobre
este punto, nuestros dos Sayyeds han meditado los mismos textos, entre los
cuales ocupan un lugar especial las últimas páginas del Shifâ' y, en especial,
sus últimas líneas. A grandes rasgos, su meditación nos hace progresar desde la
idea del Imam como quien realiza en sí el ideal del sabio o perfecto
gnóstico, es decir, como quien es en sí el arquetipo del sabio que corresponde
al Hombre Perfecto, hacia una concepción que es su explicación espontánea:
ésta nos propone la figura y la esencia del Imam como objeto supremo de
la gnosis mística. Que finalmente el sabio perfecto realice a su vez dicha
imagen, es una aplicación práctica que muestra cómo el avicenismo sohravardiano
estaba en condiciones de desarrollar una antropología metafísica y mística a
partir de la imamología, pero cómo también esta elaboración teosófica del theologoumenon
central del Imamismo debía provocar inevitablemente una cierta distancia respecto
al shiísmo confesional —desarrollando por cuenta propia la potencia latente
del ta'wîl fundamental del Imamismo—, puesto que una vez captada la
significación espiritual esotérica, el vínculo exterior o confesional con
la letra, con la religión legal, se torna tan ineficaz como precario.
La
idea global y acabada del Imamato corresponde al ideal de una ciudad perfecta
donde la autoridad a la vez espiritual y temporal se encuentra concentrada en
la persona del Imam legítimo, legatario espiritual del Profeta, depositario
del verdadero sentido oculto de la Revelación que le fue impartida;
supone quizá una concepción particularmente pesimista de la humanidad.
Nûrollâh Shoshtarî cita un pasaje de las respuestas de Avicena a las preguntas
de Abû'l‑Hasan 'Amirî, en Nîshâpûr, donde una sucesión de imágenes
escasamente amables hace resaltar la necesidad de una cabeza cuya autoridad
legítima no emane de aquellos a quienes está llamado a gobernar. «En cuanto a
las condiciones que necesita particularmente el califa, escribe Avicena,
pues bien, no conviene, como es sabido, que quien debe gobernar a los animales
sea uno de ellos. No, es preciso que sea al menos un muchacho algo más
inteligente que ellos. No conviene que quien debe gobernar a los malvados, sea
él mismo uno más entre esos malvados. No conviene que quien debe gobernar a la
masa, sea uno más entre la masa»14. Es posible que el contexto
tienda a fundamentar, como piensa Nûrollâh, la autoridad necesaria del Imam,
cuya condición humano‑divina es por esencia superior a la de la humanidad
ordinaria.
En
todo caso, sólo se aludiría entonces a ese Imamismo temporal cuyos triunfos
efímeros (el de los fatímidas ismailíes, por ejemplo) han marcado inevitablemente
un endurecimiento y luego un declive de la doctrina espiritual15. Es
más bien de la fatalidad de sus fracasos temporales de donde el imamismo
extrae su significación profunda, la razón de ser de su protesta permanente.
Es con la idea del «Imam oculto», agudizando la «gran ocultación» su sentido
escatológico, como un imamismo espiritual podía mantenerse y podía ofrecer a
nuestros teósofos místicos la ocasión de un ta'wîl que reconduce a la idea de
la realeza invisible del sabio perfecto, cuya sola presencia, secreta e
ignorada por la multitud de los hombres, es a la vez suficiente y necesaria
para que continúe fermentando entre ellos la levadura de la Sabiduría, y para
que se mantenga en el ser una humanidad de la que él es el «polo» (qotb).
Y esta «ocultación» correspondería mucho mejor al desenlace de nuestro
«Relato de Salâmân y Absâl», pues cuando un símbolo se revela como símbolo
central, muestra una polivalencia extraordinaria. Puede ser perfectamente que
el drama de Absâl (los planes perversos que se desencadenan contra él, su
«ocultación» como apoteosis fuera del escenario visible de la historia, etc.)
sea igualmente legible en un sentido imamita de forma satisfactoria. Añadamos
incluso que una forma de dar todo su peso a las alusiones iniciáticas del prólogo
del «Relato del pájaro», consistiría en leerlo como el relato de una «Búsqueda
del Imam oculto», del rey invisible, «escondido» en su santuario inviolable, y
cuyo mensajero sería fácilmente identificable con algún emisario de alguna
jerarquía esotérica. Podemos hacer un espacio aquí a esta sugerencia «epilógica»;
incluirla en el cuerpo del libro hubiera sido un tanto aventurado.
Sin
embargo el texto que retiene ante todo la atención de nuestros Sayyeds son las
líneas que cerraban el gran libro del Shifâ'; esas frases parecen tener, en
efecto, una densidad alusiva poco común. Recordemóslas aquí: «Aquel en quien
se encuentran unidas sabiduría especulativa y sabiduría práctica —escribe
Avicena— bienaventurado es ya. Si además está investido de las cualidades
propias de los Profetas, entonces helo ahí conviertiéndose casi en un Dios con
forma humana (rabb insânî), y casi es lícito dirigirle un culto de
adoración después de Dios, pues él es el Rey del mundo terrestre, el
califa de Dios en este mundo». Para nuestros dos autores, no hay duda de que
esta caracterología se aplica literalmente al Primer Imam, 'Alî ibn Abî‑Tâlib,
el Emir de los Creyentes, que, según una opinión unánime, aunaba la sabiduría
especulativa y la sabiduría práctica, además de poseer sus dones carismáticos
y taumatúrgicos16.
El
Sayyed Ahmad 'Alawî prepara la exégesis de este texto aviceniano, hacia
el que no oculta su admiración, recordando un pasaje del Mi'râj‑Nâmeh, cuya
atribución a Avicena no pone en duda17. Figuran ahí dos hadîth
que exigen un ta'wîl que conducirá con seguridad a su objetivo a nuestros
filósofos imamitas. El Profeta, dirigiéndose al Primer Imam («Centro de la
Sabiduría, Cielo de la realidad esencial»), le dijo así: «Aunque el común de
los hombres se acerque al Creador por todas las formas de la piedad, tú
acércate a él por todas las formas de la inteligencia: tú los precedes a
todos». Y añadió: «¡Oh 'Alî! aunque las gentes se esfuercen tanto en multiplicar
sus actos de adoración, tú preocúpate del Conocimiento del mundo inteligible
(ma'qûl), de forma que los precedas a todos». Tales palabras, subraya el autor
del Mi'râj‑Nâmeh, no podían dirigirse más que a un ser que, en medio de los
Compañeros18, los cuales formaban ya la élite de los hombres, era
como lo inteligible (ma'qûl) en medio de lo sensible (mahsûs). He aquí
pues con la llamada al culto filosófico, al servicio divino que constituye
para el Sabio el Conocimiento, la investidura del Imam ensalzado al plano
metafísico transcendiendo toto cælo el plano de la historia empírica,
donde el significado del Imamismo se reduciría a una lucha por el poder entre
los 'Alidas legítimos y los Califas sunnitas.
El
Imam aparece desde ese momento como el Hombre Perfecto, el que realiza el tipo
del perfecto gnóstico (al‑'ârif al‑kâmil). Sayyed Ahmad, para
amplificar la caracterología, recurre a expresiones que combinan sin
dificultad el léxico aviceniano y el léxico sohravardiano, hasta tal punto su
interconexión es un hecho evidente. Hemos insistido a lo largo del presente
libro en la transición que podemos operar mentalmente entre Avicena y Sohravardî
merced a sus respectivos relatos místicos. El prólogo del «Relato del exilio
occidental» nos remitía al «Relato de Hayy ibn Yaqzân», y nos
invitaba, pues, a leer éste en primer lugar; podíamos captar entonces la «progresión»
que conducía de uno a otro, hasta el «desenlace» final del «Relato de Salâmân
y Absâl», en el cual, según el propio testimonio de Sohravardî, está encerrado
el Mysterium magnum. Aquí, los filósofos shiítas nos invitan a realizar
una progresión paralela: hacer suceder inmediatamente a las últimas líneas
del Shifâ' de Avicena, el prólogo del Hikmat al‑Ishrâq de Sohravardî,
donde se describe al sabio perfecto como investido de tales cualidades y
prerrogativas que el imamismo podía reconocer en él a su propia figura‑arquetipo19.
De hecho, basta una breve modulación para pasar del epílogo del primero al
prólogo del segundo; la progresión es semejante a la que nos permitía pasar
del relato de Hayy ibn Yaqzân al relato del exilio, pero, por
breve que sea, esta transición nos obliga a franquear un umbral y nos permite
acceder así a una tonalidad nueva, la de la auténtica «filosofía oriental»
propuesta por Sohravardî. Toda la posteridad irania de nuestros dos filósofos
está ahí para rendir testimonio de hasta qué punto la trayectoria de
pensamiento así trazada puede ser característica y esencial.
Sayyed
Ahmad esquematiza en algunas líneas la figura ideal del sabio tal como
aparecía realizada en la persona del Primer Imam, en la visión mental de un
discípulo de Mîr Dâmâd. Según su primera naturaleza constitutiva, su «creación»
primera (fitrat ûlâ), el sabio es investido, por el órgano de su intellectus
materialis20, con una virtualidad sacrosanta, «hierática»
(qowwat qodsîya). Por su «creación» segunda (fitrat thâniya) en acto, se
actualiza en él una dignidad perfecta para realizar el intellectus adeptus.
Entonces se convierte en una copia, en una reproducción en la que están
transcritos todos los universos del ser; deviene en sí mismo un universo
inteligible ('âlam 'aqlî), y todo esto es auténticamente aviceniano; hemos
encontrado precedentemente el término latino equivalente: sæculum
intelligible21. Llegado a este alto grado de madurez en la que
se conjugan la perfección del Conocimiento y la experiencia de la theôsis
(ta'alloh), es el Sabio «teosofiánico» consagrado (mota'allih motaqaddis), y estas
últimas expresiones remiten al léxico sohravardiano22. Además,
está investido a la vez de las cualidades proféticas del enviado, y de las que
consagran la dignidad de su legatario, su heredero espiritual (wasîya,
wirâtha); y estas últimas prerrogativas nos remiten a la concepción shiíta del
Imam. En suma, «es —como dice Avicena— el Rey del mundo terrestre y el califa
de Dios en este mundo. Es como una luz en la cima de una elevada montaña». La
caracterología del sabio, tal como aparece al final del Shifâ', nos propone,
pues, una figura que integra en su persona todo un conjunto de rasgos que son
a la vez avicenianos, sohravardianos e imamitas.
No
hay entonces por qué preguntarse, como si de un dilema se tratase: ¿estamos
ante la caracterología del Primer Imam o bien ante la del sabio perfecto?
La inexistencia de este dilema es precisamente lo que diferencia a nuestros
filósofos de los teólogos literalistas. Pues, si el Imam realiza en sí
y por ello mismo propone el ideal del sabio perfecto, el Imam es eo
ipso el fin supremo (maqsad aqsà) de la gnosis mística, fin
que no es solamente conocimiento teórico sino realización interior. Cubriendo
la figura del Imam todo el horizonte de la transcendencia y de la transconciencia,
se intuye el significado que puede revestir para un aviceniano imamita una
expresión que ya hemos encontrado anteriormente (supra pág. 000), y que
habla del alma en el más elevado de los estados místicos como «contemplándose
contemplante». El pensamiento de nuestros dos Sayyeds, su ta'wîl y el de
todos sus cofrades, se desarrolla a la luz de esta homología que sitúa al Imam
respecto al común de los hombres, incluso respecto a los Compañeros del
Profeta, como lo inteligible respecto a lo sensible.
Lo
inteligible, subraya Sayyed Ahmad, no es ningún pensamiento abstracto,
sino el mundo de las inteligencias angélicas, el «mundo de la luz»; lo sensible
es el mundo del fenómeno, el mundo de la muerte y las Tinieblas. El Imam es en
relación a los otros hombres, incluidos los Compañeros, lo mismo que la Luz
respecto a las Tinieblas, la vida respecto a la muerte, la santidad y la
pureza respecto de la suciedad y la corrupción. Entonces, en «la declaración
sintética de Avicena, en la sutil alusión que le es inspirada por el mundo
celestial», debe entenderse esto: la meditación de los sabios no se dirige
más que a los Inteligibles; el fin de los conocimientos sofiánicos ('olûm hikmîya)
es actualizar en el alma, gracias a los Inteligibles santos, una perfección
que va a la par con la perennidad del alma. Referirse al Imam como a este
Inteligible significa que el Imam es tanto el fin supremo como el fin original
(maqsad aslî) gracias al cual se hace perenne el alma perfecta,
adornada con todas las bellezas de la gnosis mística, con todos los ornamentos
de la fe (îmân, en el sentido shiíta de la palabra), colmada por la alegría
de todos los grados del paraíso. En cuanto a todo lo que no es el Imam, todo
ello está en el nivel de las cosas sensibles, en las que el alma no puede
encontrar ni su perfección ni su sobreexistencia. En suma, sólo el
Conocimiento, la gnôsis del Imâm, realiza la perfección y totaliza lo
que pueden ambicionar la firme seguridad de la fe y la esperanza latente en
los deseos23. A partir de ahí, y puesto que el Imam propone como
fin de la gnosis mística el arquetipo que él mismo realiza, la imamología
define y representa igualmente el fin y la culminación de la antropología
mística.
Desarrollar
las consecuencias que de ahí se derivan sería penetrar en el dominio del
esoterismo. Nos contentaremos con recordar la exégesis esotérica del «estallido
de la luna» (Qorán 54,1) tal como aparece en el «Dabestâh al‑Madhâhib», porque
prolonga justamente el Mi'râj‑Nâmeh atribuido a Avicena24, y porque
ya nos hemos referido a ello en esta misma obra25. El sentido
esotérico de ese «estallido», que representa la conjunción del alma con la
Inteligencia agente, puede enunciarse en términos avicenianos tanto como en
términos ishraquíes26; de cualquier manera, cada místico se
transforma por su parte o bien en el «sello de los Profetas» o bien en el
«Qâ'im maqâm», el Imam del Anthropos, ese Adán ideal o espiritual (Adam
ma'nawî, ruhânî), señor espiritual o Ángel de la humanidad (rabb al‑nû'‑e
insânî) y décimo de los «Querubines», del que la teosofía ismailí propone como
tipificación terrestre visible al Imam de cada período, formando todos los hodûd,
los miembros de la «Orden», su «templo» o cuerpo místico.
Ciertamente,
se precisa mucha prudencia a la hora de comparar la angelología ismailí y la
angelología aviceniana; hay homología exterior, pero la estructura interna
difiere. De hecho, después de su derrumbe político, el pensamiento ismailí ha
sobrevivido en la clandestinidad; un cripto‑ismailismo, especialmente en Irán,
ha podido favorecer la interpenetración de doctrinas cuyas formas externas le
ponían a cubierto, como ha ocurrido también con el sufismo iranio. El texto
del Dabestân muestra algunas huellas de este hecho; revela incluso esa tendencia
siempre latente en el shiísmo, y no solamente en el shiísmo extremista, a
invertir la relación de primacía entre el Profeta y el Imam, en beneficio de
este último. Esta inversión procede de un sentimiento íntimo: de la fe
en que la religión de la Ley no es definitiva; el reino por venir del
Imam significa justamente la abrogación de la Ley y el advenimiento de la
pura «religión de la Resurrección». Y tal habría sido el significado de la
Gran Resurrección proclamada en Alamût el 8 de agosto de 116427.
Hay ahí un complejo de pensamientos y acontecimientos, cuyo estudio, por
medio de los textos que han sobrevivido, está lejos de haberse desarrollado lo
bastante como para permitirnos ya una reflexión global sobre todos esos datos.
Lo poco que aquí se rememora de manera fugaz tiene por finalidad sugerir su
fondo de protesta íntima y de esperanza inquebrantable, en suma todas las
intenciones que nuestros filósofos formulaban secretamente, haciéndolas
suyas y adoptando la terminología y las representaciones imamitas.
No
es ése un fenómeno que haya comenzado en Irán en el siglo xvi con el período safávida. Todo lo que
acabamos de analizar o resumir lo encontramos ya formulado por Shahrazôrî en
el siglo xiii, en su comentario
del «Hikmat al‑Ishrâq» de Sohravardî. En relación al prólogo, en el que
Sohravardî describe al sabio perfecto como el que aúna en su persona la
capacidad del filósofo especulativo y la experiencia mística del sabio «teosofiánico»,
proclamando la necesidad de que nunca la tierra se vea privada de alguno de
estos sabios o de un grupo de ellos, Shahrazôrî cita un sermón del Primer
Imam: «¿Tendría que morir el conocimiento cuando mueren los que son sus
soportes? ¡No! La tierra jamás carece de un Mantenedor (qâ'im) que mantiene
sus Pruebas, ya sea públicamente y al descubierto, ya sea en secreto y bajo
la opresión, a fin de que no sean aniquiladas las Pruebas divinas y los
irrefutables testimonios. ¿Cuántos son? ¿dónde están? No importa. Ínfimo es
su número, incalculable su valor. Ellos mismos desaparecen, pero sus máximas
subsisten en los corazones. Por ellos Dios mantiene sus Pruebas, para que las
transmitan a sus semejantes y las confíen como legado al corazón de aquellos
que se les parecen»28. Tenemos pues aquí al Primer Imam en persona,
citado para dar testimonio de los sabios perfectos en calidad de sucesores
suyos. Evidentemente, nada podía confirmar mejor ese Imamato que Sohravardî
reivindica, según el final del Shifâ', para el sabio perfecto; y éste, aunque
sea invisible para el común de los hombres, ignorado por la masa, no por ello
deja de ser el místico Rey del mundo, el que «mantiene» la presencia y la
energía de una Sabiduría, sin la cual la humanidad inconsciente perecería en
una catástrofe que ni siquiera es capaz de concebir.
Este
«imamismo» aviceno‑sohravardiano participa de una visión formulada igualmente
por otras tradiciones esotéricas. La cuestión de la pertenencia confesional de
Avicena nos parece en consecuencia un tanto superada. Entre el campo
ideológico limitado en el que se plantea y ese «Imamismo» filosófico y espiritual
que el ta'wîl del sabio hace aflorar haciendo estallar los límites, hay una
distancia comparable a la que pueden medir etimológicamente términos como «convertirse
a» e «integrar en sí». Podemos incluso comprender mejor la razón de que
Avicena, a pesar de las fervientes exhortaciones de su padre y de su hermano,
se negara siempre a «pasarse» al ismailismo29. Los casos de fieles
que dejaron el shiísmo duodecimano para abrazar el shiísmo septimano no fueron
raros; éste fue quizás el caso de otra gran personalidad de la historia religiosa
del Irán, Nâsir‑e Khosraw30. Pero nuestro filósofo podía,
gracias su ta'wîl, «pasarse a» otro imamismo, respecto al cual el imamismo
basado en la legitimidad de los imames alidas por descendencia carnal, no era
más que un símbolo en el mundo sensible. Avicena nos ha revelado así algo más
que un secreto que después de todo sólo a él le incumbe; nos ha indicado de
algún modo la forma en que una exégesis del alma transfiere a un plano superior
los datos inmediatos. Y es de importancia capital que haya habido en la
tradición imamita irania algunas almas lo bastante elevadas para comprenderlo,
y por eso mismo para justificar el significado que sus recursos especulativos
dan al shiísmo en la historia espiritual de la humanidad.
La
necesidad de esta transferencia, más exactamente de esta anáfora de un plano
inferior a un plano superior, ha sido puesta igualmente de manifiesto por
Nasîroddîn Tûsî, el propio comentador de Avicena, su defensor póstumo
contra Sharastânî, y que estuvo no menos familiarizado con el shiísmo de los
Siete que con el shiísmo de los Doce. El conocimiento verdadero del Imam, escribe
Tûsî, no es ni el conocimiento de su persona física, ni el de su nombre
o su genealogía carnal; cualquier enemigo o cualquier infiel podría ser capaz
de ese conocimiento. No es tampoco el conocimiento propio del adepto ingenuo al
que su entusiasmo ha unido a la causa. No, es un conocimiento de las
profundidades, un conocimiento del Sí (dhât) del Imam, o más bien del Sí que es
el Imam; es percibir lo que constituye la Verdad y la Realidad de sus cualificaciones
(haqîqat‑e sifât). Se trata, pues, de un conocimiento absoluto
y purificado de cualquier otra forma de conciencia y de conocimiento31.
Se podría evocar comparativamente en relación a este punto lo que significa en
la terminología búdica el conocimiento de los Budas no en su «cuerpo de
metamorfosis», sino en su «cuerpo de Esencia» (Dharmakâya), y se podría igualmente
poner de relieve la predilección con que los «Apócrifos» cristianos de
origen gnóstico rememoran las entrevistas con Cristo y su «cuerpo glorioso», post
resurrectionem. Esta sería la ocasión de recordar que los problemas
característicos de la cristología han encontrado sus respectivos homólogos en
la imamología32.
Nos
vemos entonces conducidos de manera natural a preguntarnos por el órgano
psíquico mediante el que puede ser percibida esta realidad imámica, y a través
del cual puede la meditación captar todas las figuras de los Imames como
ejemplificaciones de un mismo y eterno Imam. Esto no «ocurre» en el plano de
la percepción sensible de los acontecimientos físicos de la historia. Cuando
el shaykhismo enseña que hoy es preciso ver al Imam «en Hûrqalyâ»33,
nos remite a un mundo intermedio que, en Avicena, se sitúa entre el cosmos
físico y el mundo de las puras Inteligencias arcangélicas, y que, en
Sohravardî, es designado como el «Oriente intermedio». Es el mundo en que, con
y por la metamorfosis del alma, se opera la transmutación de todas las cosas
en símbolos; es pues el mundo del símbolo en su autonomía, puesto que
precisa una subsistencia propia a fin de referir a lo que simboliza, y a la
vez en su transcendencia, puesto que al subsistir así, refiere,
transfiere, más allá de sí mismo, sin que ese «más allá» pueda ser expresado de
otro modo que por él. Ese mundo intermedio cuyo órgano es la imaginación
metafísica activa, no es pues ni una «fantasía», ni el universo de la fantasía
(en el sentido que justificaría la naturaleza del tercero de los compañeros
denunciados por Hayy ibn Yaqzân). Lejos de ello, es ese
«Oriente» que hemos aprendido a conocer como mundo de las Animæ cælestes.
Finalmente, estas pocas reflexiones sobre la figura del Imam como el más alto
símbolo de la Búsqueda del sabio, nos reconducen a lo que ha sido la preocupación
central del presente libro: la simbólica de los relatos visionarios.
Simbolismo
y Presencia
Centrándonos
en los problemas planteados tanto por la eclosión como por la percepción de
estos símbolos, nuestro propósito, tal como lo enunciábamos al comienzo de
este libro, pretendía estudiar, en definitiva, lo que puede significar para
nosotros en el momento actual la enseñanza de Avicena. Quizás desde
nuestro punto de llegada algún nuevo destello se proyecta ahora tanto sobre el
recorrido seguido como sobre lo que fue el punto de partida. Esbozar una
confrontación entre el avicenismo y la idea de situación filosófica,
implicaba desde ese momento preocuparse por una posible valoración del pensamiento
aviceniano «en presente». En cuanto a las implicaciones del proceso mental que
pretende llevar a cabo esa puesta «en presente», es justo decir que la
filosofía occidental, principalmente desde hace una generación, ha
comprendido sus motivos, su finalidad y su técnica, pero parece que estos
elementos se revelan con menos claridad a nuestros colegas orientales. Es a
fin de cuentas el problema angustioso que no ha dejado y no dejará de
plantear el encuentro de las culturas «tradicionales» con el mundo que se
designa de forma tal vez demasiado vaga como «civilización moderna». El
proceso aquí fundamental y necesario para la conciencia es aquel que
caracterizamos a grandes trazos como una interiorización. Partiendo
del caso ejemplar del ta'wîl que toma la letra de un texto sagrado y de
algún modo la eleva para hacer que su sentido espiritual sea
asimilable por la conciencia vivida, habíamos designado como «exégesis del
alma» el esfuerzo que libera a un pensamiento de quedar «encerrado» en la
letra. Es una exégesis que el alma realiza por sí misma, y que le hace
posible, en lugar de quedar subordinada a un mundo exterior y extraño, integrar
ese mundo en ella misma. En lugar de sucumbir a las filosofías y a las
experiencias del pasado, o en lugar de entablar una lucha como si tuviera que
afrontar algún obstáculo externo, el alma debe aprender a superarlas, a
hacerles en sí misma una morada, a liberarse de ellas liberándolas al mismo
tiempo a ellas mismas.
Ciertamente,
esta interiorización exige una transmutación del alma; supone un modo y un
órgano de percepción muy diferentes a los del conocimiento común que acepta y
experimenta los datos como algo ya acabado, como algo necesario, sin preguntarse
quién es el «donador» de esos datos. Para asimilarlos de nuevo, el
alma debe comprender cada vez lo que ella misma ha hecho; no puede salir
de su situación más que comprendiendo esto, y es comprendiéndolo como se hace
libre para una asimilación nueva, en un sentido completamente nuevo.
Entonces ya no sufre ni cuestiona el mundo o los acontecimientos; es ella
misma lo que ella cuestiona. Es en sí misma ese mundo, el Acontecimiento que
hace ver un mundo; Hayy ibn Yaqzân la designa como «sol levante».
Ese reflejo sobre sí no encuentra datos totalmente acabados; se proyecta hacia
una visión que no es configurable más que en un símbolo. El simbolismo
aviceniano, su eclosión y su puesta en práctica, tal como testimonian los relatos,
desbrozan la vía difícil que lleva a esa pura Presencia; en ese sentido, esta
simbólica puede ser para nosotros la enseñanza de Avicena.
Esta
enseñanza nos hace testigos de un esfuerzo supremo de liberación que condiciona
la «salida» más allá de este mundo, y opera algo así como una transmutación
del cosmos físico que restituye a éste a un universo de símbolos; esta
transmutación implica un cambio tan radical en el modo de percepción, que será
imposible seguir estando de acuerdo con las evidencias y las leyes de la
conciencia común (testigo de ello es el humor de las líneas finales del
«Relato del pájaro»). Y ahí estriba precisamente una de las razones de esa
debilidad que hemos tenido que lamentar en la mayor parte de los comentarios a
los relatos místicos tanto de Avicena como de Sohravardî, la perpetua recaída
en un nivel de ser y de realidad superado ya por el símbolo. Quisiéramos
insistir todavía, para cerrar estas páginas, en un doble carácter que va unido
al acontecimiento constitutivo de nuestros Relatos, a fin de
facilitar su función de «testigos» para la fenomenología general de los símbolos.
Se trata por una parte de la realidad plena y autónoma que presenta el
mundo intermedio de la Imaginación simbólica, y, por otra, de la espontaneidad
con la que ese mundo imaginal hace eclosión. El cambio ocurrido en el alma,
que ese mundo expresa al mismo tiempo que opera, anuncia la llegada de éste a
su símbolo verdaderamente personal, y la grandeza del acontecimiento está ahí.
Hablando
de esta realidad plena y autónoma, podríamos también hablar de la objetividad
del mundo de los símbolos, con la sola condición de no entender el término objeto
como algo exterior a la conciencia natural del mundo sensible y físico.
Contrariamente a las interpretaciones naturalistas o inspiradas por el
psicoanálisis freudiano, que tienden a «explicar» los mitos y los símbolos
reduciéndolos a sublimaciones de contenidos biológicos, la eclosión
espontánea de los símbolos debe entenderse como algo que corresponde a una estructura
psíquica fundamental, y que, por eso mismo, no saca a la luz formas arbitrarias
y «fantasiosas», sino contenidos fundados e invariables, que corresponden a
esa estructura permanente. No son, pues, simples proyecciones realizadas en
el nivel «subjetivo» de la mente; descubren a la mente una región no menos
«objetiva» que el mundo sensible. Su espontaneidad está tan lejos de ser arbitraria
que presenta recurrencias sorprendentes en culturas tan separadas por el
tiempo o el espacio, que ninguna filiación de causalidad histórica podría
explicar. Los símbolos avicenianos nos han proporcionado la ocasión propicia
para señalar varias de estas recurrencias, y han motivado también algunas
referencias a las investigaciones psicológicas de C.G. Jung.
Sin
embargo, no bastaría con decir que la eclosión de los símbolos responde a un
esfuerzo por «aclarar» el significado inteligible oculto «detrás» de cada
realidad puramente sensible. Esquematizando así el proceso, erraríamos con
toda certeza sobre lo que constituye la realidad propia y la autonomía del
universo de los símbolos: el símbolo es mediador porque es silencio,
dice y no dice; y así precisamente enuncia lo que sólo él puede decir.
Si se pretende captar su sentido de una vez por todas para apoyarse en el
significado inteligible por el que se sustituye, toda la dramaturgia mental
de los relatos avicenianos y sohravardianos se desvanece; no subsisten más que
pálidas «alegorías»; nuestro esfuerzo fundamental a lo largo de este libro ha
sido mantenernos fieles a las intenciones avicenianas y preservar a nuestros
relatos de caer en esa superficialidad que hace vana y estéril toda creación
mental. No se trata de deducir, de «abstraer» (toda la doctrina aviceniana‑sohravardiana
enseña que el intelecto humano no realiza una abstracción, sino que recibe la
iluminación del Ángel). Se trata de que el alma experimente y realice a la
vez una transmutación.
En
cuanto al lugar y a la garantía de ésta, hemos insistido (§ 7) en la
importancia decisiva que adquiere el avicenismo por el hecho de reconocer y
afirmar la segunda jerarquía angélica, la de las Almas celestes. Pues no es la
«fantasía» humana calificada de subjetiva, sino el pleroma de las Almas
celestes, poseedoras de la Imaginación pura, libre de los sentidos, lo que
constituye a la vez el lugar y la garantía de lo que se puede llamar la objetividad
del mundo de los símbolos, todo ese universo de lo imaginal que será
tipificado toponímicamente, entre los ishrâqîyûn y los shaykhíes, como el
mundo de «Hûrqalyâ»34. Es «en Hûrqalyâ» donde transcurren nuestros
relatos visionarios, es decir, en el mundo de los Ángeles‑Almas celestes que
conservan los arquetipos de las visiones proféticas y de las visiones místicas.
Quizás la eliminación del avicenismo en beneficio del averroísmo en Occidente
nos hace presentir cómo y por qué el ta'wîl, la exégesis simbólica, ha
planteado en una y otra parte problemas comparables, aunque dando lugar a
soluciones y actitudes muy diferentes. Ver los acontecimientos «en Hûrqalyâ»
es algo muy distinto a verlos en el plano sensible e histórico. Fijarlos en
éste, dándole una preferencia tal que toda la realidad de un acontecimiento
dependa de él es hacer imposible esa integración, es decir, ese significado
interior y personal «en presente» al que hemos hecho alusión; consecuentemente,
nuestros relatos no serán entonces más que amables ficciones de contadores
orientales de cuentos.
Sin
duda el ta'wîl bíblico en Occidente ha buscado en la tipología un
compromiso capaz de salvar la historia, es decir, de conferir al acontecimiento
percibido en el plano sensible e histórico un significado simbólico.
Desgraciadamente, el historiador puro y simple no percibe este significado
con precisión. Percibirlo no es simplemente deducirlo del acontecimiento,
sino transmutar éste por un modo de percepción que lo reconduce (según la
etimología de la palabra «ta'wîl») al plano superior en el que el Acontecimiento,
comprendido espiritualmente, es decir transmutado en símbolo, «sucede»
entonces espiritualmente. Y si en este sentido puede siempre «suceder» de
nuevo en el futuro, ello quiere decir que es en verdad no un acontecimiento
cualquiera del exterior, sino un Acontecimiento del alma que al comprenderlo
lo vive y lo hace suyo (y es por eso, por ejemplo, por lo que
todos los acontecimientos relatados en la hagiografía de los Santos Imames
tienen su importancia, y por eso la crítica histórica pierde ahí sus
derechos). Esto no es conservar la historia, sino cumplirla. Como los relatos
de Hayy ibn Yaqzân y del exilio occidental, no se limitan al
cosmos físico sensible, sino que lo superan. Y el acto de esta superación
supone no solamente la «objetividad» de este mundo de los símbolos en el cual
es transmutado el mundo físico o histórico, sino también la espontaneidad de
su eclosión en el alma individual. Sin esta objetividad y esta espontaneidad,
el contexto de los símbolos no ofrecería más que una pálida repetición del
contexto físico, o una prefiguración momentánea y superflua de un contexto
inteligible. La espontaneidad se refiere aquí a la transmutación del alma,
pues sólo entonces alcanza no un conjunto de figuras que haya que descifrar
con ayuda de un código, sino la configuración y la visión de su símbolo más
personal, el símbolo central de ese Sí que no es cognoscible de otro modo,
y con el que entra en «oración dialógica».
Dicho
esto, quedan por explicar ciertas cosas que presuponen justamente que todo
esto haya podido ser dicho, aunque haya sido de forma muy rápida y demasiado
concisa habida cuenta la importancia del tema. Se acaba de evocar un estado de
«oración dialógica» que florece al término de este «camino al símbolo»35,
donde aparece a la visión mental una figura de la que es preciso comprender
y salvaguardar tanto su realidad eminentemente personal como su realidad no
menos eminente de símbolo, puesto que es una figura‑arquetipo «que simboliza
con» ese Sí cuya visión no puede ser percibida ni por los sentidos ni
por el intelecto puro, sino por esa imaginación que es su lugar epifánico (mazhar).
La experiencia espiritual así caracterizada mostraría una irreductible originalidad
si debiera referirse a la tipología de las experiencias místicas que es
corriente en Occidente, tal como es inspirada, como es normal, por las
exigencias de la teología dogmática. A grandes rasgos, esta tipología
distingue —u opone—, de una parte, una experiencia «sobrenatural» que llega al
«Dios supremo», Dios transcendente y personal; alcanzarlo no está dentro de
las posibilidades de las fuerzas humanas, sino que es algo dispensado únicamente
por su gracia; por otra parte, una experiencia que sería la del Sí, experiencia
«natural» en el sentido de que está al alcance de la capacidad del alma, y que,
por esta misma razón, permite al alma experimentar su acto puro de existir,
pero la deja como en suspenso entre dos negaciones, la de la subjetividad de
su yo, y la de ese Dios supremo personal que conoce mal o que niega, al no
poder alcanzarlo por sí misma.
Da
la impresión de que esta clasificación, al menos así esquematizada, prejuzga
aquello de lo que se discute. No está claro el dilema entre el encuentro con
un Dios supremo personal o la experiencia de algún Absoluto
despersonalizado o impersonal. Si así fuera, no podría haber «oración dialógica»
cuando se experimenta una Presencia personal, incluso una visión unitiva, sin
que haya identificación posible entre dicha presencia o visión y el Dios supremo
de nuestras teologías. Así será para toda conciencia en la que subsista la
firme seguridad de que el Supremo está como tal, más allá lo conocido y de lo
cognoscible. A la afirmación teológica de que se comunica justamente por un don
de gracia inefable, responderá la otra actitud que tal comunicación no puede
en ningún caso ser una expresión inmediata y directa, sino una correspondencia
que postula y anuncia una individualización necesaria, y cuyo valor eminente
está en función de esa necesaria individualización. Tal es el sentido de la
conexión que hemos intentado establecer en el curso de este libro, entre experiencia
mística y angelología. Si la divinidad es lo que es, lo sepan o no nuestras
teologías, toda epifanía divina no puede sino tener la forma del Ángel. Ahí
mismo va a establecerse la relación entre angelología e imamología, particularmente
meditada en el shiísmo ismailí (las correspondencias entre jerarquías celestes
y terrestres). La figura del Imam, especialmente en el sufismo shiíta,
provoca tanta devoción y amor que es posible hablar de un imamocentrismo
en el sentido en que se habla en espiritualidad cristiana de cristocentrismo.
Pero, para ser correcta, la comparación tendría que tomar como término
homólogo la concepción gnóstica del Christos‑Angelos, más bien que la de la
teología de los concilios.
En
todo caso, la homología nos permite entrever que las palabras de Nasîroddîn
Tûsî sobre el Conocimiento verdadero del Imam como conocimiento del Sí
que es el Imam, bastan ya para hacer estallar el dilema señalado más arriba, en
virtud del cual la tipología de las experiencias místicas correría el peligro
de esclerotizarse y hacerse vana. No se olvide que todos los relatos místicos
sohravardianos están estructurados en torno al Ángel que es el Espíritu Santo,
Gabriel o la Inteligencia agente, cuya relación con el alma ha sido
experimentada como algo tan íntimo y personal por algunos comentadores, que
han visto en él la «Naturaleza Perfecta», es decir, el Ángel personal del
filósofo. Precisamente por este motivo, la angelología nos lleva a plantear,
en unos términos que le son absolutamente propios, el problema del Sí,
términos tan insólitos para el puro monoteísmo escriturario que la resistencia
de Guillaume d'Auvergne toma, por sí misma, un valor simbólico; y términos,
además, tan imprevistos que no han sido hasta ahora, que nosotros sepamos,
precisados y meditados por sí mismos en ninguna otra parte.
Ésta
es, sin embargo la preocupación que nos había movido a plantear aquí una
investigación (supra, § 8) que, poniendo en relación la angelología con
el proceso de individualización, nos ponga en condiciones de descubrir y
experimentar quién es el «Donador» de los datos que padece en una
pasividad ignorante la «conciencia» común natural (la cual es entonces
simplemente «inconsciencia»). Este descubrimiento es liberación del alma, porque
sabiendo quién es el Donador, el alma sabrá también quién es culpable de
alterar y alienar los datos hasta el punto de que se impongan como un yugo.
Simultáneamente, esta liberación pone al alma en presencia de un Sí que,
siéndole suprapersonal o transpersonal, demanda por su parte, a través de la
Forma personal que lo anuncia, la más personal de las relaciones. Tenemos perfecta
conciencia de no hacer aquí más que apuntar problemas que necesitarían una
exposición mucho más amplia para ser plenamente inteligibles. Pero puesto que
nuestras meditaciones aviceno‑sohravardianas han sido la fuente de los
mismos, que ese apunte aparezca al menos aquí.
Si
nuestra investigación se centra en las implicaciones de la teoría aviceniana
del conocimiento, que culmina en la figura del ángel como Dator Formarum
(wâhib al‑sowar), entrevemos quién es el Donador de todos los datos que
la conciencia común (¡conciencia no aviceniana!) cree sufrir pasivamente del
exterior. Ciertamente, hay una passio del alma en su intellectus
possibilis. Pero esta pasión, no la sufre de un mundo material de
objetos exteriores e impersonales. Su pasión es la acción del
Donador por el que es donada la Forma a esos datos todavía virtuales,
cuando ella recibe la iluminación del Ángel del que emana igualmente la propia
luz constitutiva de su ser, su propia Forma. En suma, en la medida en que la
conciencia común no puede realizar la operación de abstracción, sino que
recibe la iluminación que emana sobre ella, que invade su ser e in‑forma en
ella y por ella todo lo todavía Informal, su acción cogitante es más
bien una pasión, su Cogito es en realidad un Cogitor (para
retomar la célebre expresión de Franz von Baader); reconocer esta acción
de la Inteligencia agente o Espíritu Santo es el «conocimiento
oriental», aquel que es el Oriente, el origen de todo conocimiento36.
Por esta inversión que produce en la conciencia el sujeto real, ésta
discierne quién es el Donador real de los datos, quién es el Sí, qué
relación experimenta el yo con su Sí, como forma del pensamiento de ese Sí. La
idea del «Dator Formarum» implica que comprender al Ángel es ser comprendido
por él, puesto que es preciso para eso que él mismo irradie su propia Forma
sobre el alma que le comprende. El Ego sujeto del Cogitor, no es
ya el ego «egotificante» del hombre «sin Ángel». Este último es el
hombre esclavo de los dos siniestros compañeros denunciados por Hayy
ibn Yaqzân, los cuales, al separar al alma de su compañero celestial,
hacen sufrir a los datos del Donador una alteración demoníaca tal que cercan
en una prisión de tinieblas al alma inconsciente y embrutecida. La fatalidad
lejana de esta alteración demoníaca la discernía Sayyed Ahmad 'Alawî,
como perfecto aviceniano ishraquí o sohravardiano, cuando la sombra
que pesa desde el origen sobre la graduación descendente de las Inteligencias
y las Almas, era para él ocasión de recordar explícitamente el antiguo
zervanismo iranio (supra págs. 00 sigs.).
Es
extraño que algunos enfoques o planteamientos de la gnoseología aviceniana
hayan podido reducirla en ocasiones a lo que convenimos en llamar un
racionalismo. Meditar sus implicaciones puede, al contrario, orientarnos a
través de la mística persa, y nos ha conducido ya, aquí mismo, hasta lo que se
revela en 'Attâr como misterio de la Sîmorgh; lo que significa la
Sîmorgh como «Espejo» no es nada más que esta inversión del sujeto, tan incomprensible
para la conciencia común natural. Para llegar ahí, es preciso seguir ese
itinerario interior que nos es trazado por el «ciclo del pájaro».
Y
he aquí que este recuerdo del itinerario mental que nos ha conducido del relato
de Avicena a la epopeya mística de 'Attâr, nos ofrece la posibilidad de
subrayar un carácter propio de la mística persa, tal como se expresa en sus
grandes poemas, de los que solamente dos, el de 'Attâr y otro de Jâmî,
han podido ser evocados aquí, pero cuya evolución habría que seguir hasta Nûr
'Alîshâh, al comienzo del siglo xix.
Se trata de un proceso mental que puede caracterizarse como una revalorización
de las imágenes, y que parece ir en sentido contrario a todas las enseñanzas
místicas, que preconizan la desnudez del alma, el despojamiento de las
imágenes, etc. Comparativamente, habría lugar a evocar el hecho capital que
constituyeron en la historia de la espiritualidad occidental los «Ejercicios
espirituales» de san Ignacio de Loyola. Ahí también se encuentra una práctica
de meditación y de realización mental basada en la activación de imágenes, y,
como tal, esta práctica ha sido objeto de críticas a veces apasionadas, cuyo
punto esencial es quizás el reproche de haber roto el equilibrio, que todavía
prevalecía en la espiritualidad medieval, entre el idealismo místico de
inspiración platónica y el realismo postulado por la gnoseología aristotélica,
habiendo precipitado así la evolución de los acontecimientos en un sentido
favorable a esta última37.
La
posición de nuestros espirituales iranios hace sin embargo presagiar una
diferencia esencial, que se anuncia ya en el mero hecho de que el avicenismo no
es ni un aristotelismo puro, ni un platonismo puro. El mundo intermedio no es
nada semejante a una media aritmética; es la única salida ofrecida al dilema
que desde el origen pretende imponer a toda espiritualidad la elección entre
lo inteligible y lo sensible. Ahí también, el sentido de la angelología se
revela tanto en lo que ella hace posible como en lo que la hace posible. Por
esa vía media que marca el encuentro y la conjunción de aquello que la conciencia
desdichada opone para atormentarse con el sentimiento de su «pecado», la
espiritualidad irania ha progresado con la firme seguridad que le daba su
nostalgia; ha vivido esa experiencia mística donde el amor y la belleza, en
su búsqueda recíproca, se transmutan el uno por el otro en adoración pura.
Rûzbehân Baqlî de Shîrâz (siglo xii),
como psicólogo experto, nos ha ofrecido un análisis de los más profundos y
delicados que se hayan dado nunca de esa búsqueda38. Subrayémoslo
bien: la visión simbólica consiste en algo muy distinto a «representarse» lo
sensible uniendo a esa representación un determinado significado; por ejemplo,
como recordábamos anteriormente, representarse los acontecimientos de una
historia sagrada como tal, historia pasada o por venir. La visión simbólica
implica la transmutación concomitante del modo de percepción y del modo de
ser del perceptor y de lo percibido, lo que postula la espontaneidad de la
Imaginación, que es el órgano de estas metamorfosis. Una Imaginación
dirigida por un programa previo no bastaría para hacer aflorar el símbolo absolutamente
personal del Sí, como aflora en los relatos avicenianos y sohravardianos, y
ahí radica su originalidad.
No
se excluye por ello que tales relatos sirvan a su vez de temas de
meditación. Justamente, otro rasgo de la poesía mística persa aparece en este
punto: ¿se repiten realmente estos poetas que componen incansablemente nuevos
relatos o nuevas epopeyas sobre los mismos temas? Y los oyentes que escuchan incansablemente
estos relatos, ¿oyen siempre lo mismo? Es sorprendente que lo que espera el
lector —o el oyente— es el toque personal, por ligero que sea, el factor
espontáneo que va a modificar y modalizar personalmente el tema transmitido y
recibido, por ejemplo cuando en Jâmî, en la epopeya de Salâmân y Absâl, las
llamas sustituyen al Océano, o bien cuando ha lugar a amplificaciones mayores
como las que hemos puesto de relieve en el ciclo del pájaro. Si se sabe en qué
fuente se origina la espontaneidad no arbitraria de los símbolos, esas regiones
de la transconciencia de la que ellos son los únicos en develar algo, se convendrá
en que no se trata de simples variantes «literarias».
Así
pues, si recapitulamos, se comprenderá que todo nuestro esfuerzo ha ido
encaminado a otro fin que a explicar a Avicena como «hombre de su tiempo». El
tiempo de Avicena, el suyo propio, no ha sido conjugado aquí en pasado,
sino que se ha presentado a nosotros de forma imperativa. No tiene su origen
en la cronología de una historia de la filosofía, sino en el triple éxtasis por
el que las Inteligencias arcangélicas dan lugar, cada una, a un mundo y a la
conciencia de un mundo, que es la conciencia de un Deseo, y ese Deseo se
hipostasía en el Alma, que es la energía motriz de ese mundo. Es una
fenomenología de la conciencia angélica que se desarrolla desde el acto inicial
de la cosmología hasta esa angelología del conocimiento donde se enlazan,
inicialmente también, la experiencia del Ángel y la experiencia mística. El
ta'wîl de los símbolos de esta visión del mundo, que realiza «en presente» el
Acontecimiento implícito, es tanto más difícil cuanto que en general se tiene
tendencia a no insistir demasiado en la angelología aviceniana por ser indisociable,
al menos en cuanto a la letra exotérica, de una astronomía que no es la
nuestra, y porque las preocupaciones de la filosofía moderna no prevén apenas
en su programa algo semejante a una angelología. En términos simbólicos,
podemos decir que el adepto aviceniano encontrará siempre ante él a los descendientes
de Guillaume d'Auvergne, por mucho que estos descendientes hayan podido
sufrir un proceso de «laicización».
Hemos
recordado en algunas páginas (§ 10) cuál había sido el alcance de la lucha
librada por o contra las prerrogativas del Ángel Inteligencia agente. Ahora
bien, una búsqueda interior nos había conducido a descubrir bajo el nombre
persa (Ravânbakhsh) otorgado a este Ángel del Conocimiento,
identificado con el Espíritu Santo y con Gabriel, el Ángel de la Revelación,
una posible referencia a la «Virgen de Luz» del maniqueísmo, como figura de la
Sophia divina39. La teosofía sohravardiana nos reconducía por esta
Sophia Espíritu Santo a una representación central de la gnosis, cuya
recurrencia es tanto más llamativa en Occidente, en un ciclo cultural homólogo,
cuanto que la ocasión que la propicia es precisamente esa misma figura de la
Inteligencia agente. Esta figura se impone a la manera imperiosa de un
símbolo central, apareciendo a la visión mental del hombre bajo el aspecto
femenino complementario que hace de su ser un ser total. Los 'Oshshâq
místicos iranios y los «fieles de amor», compañeros de Dante, profesan una
religión secreta que, no por estar libre de denominación confesional, les es
menos común. Debemos limitarnos aquí a hacer una breve alusión a las cuidadosas
y esmeradas investigaciones que han puesto de manifiesto cómo la Beatriz de la Vita
Nuova tipifica la Inteligencia agente o Sabiduría‑Sophia, y cómo los
argumentos que valen para Beatriz, valen igualmente para todas las «damas» de
los fieles de amor que se le parecen en todos los aspectos: nos referimos, por
ejemplo, a aquella que en Guido Cavalcanti toma el nombre de Giovanna, o más
explícitamente todavía, a la que en Dino Compagni aparece como «l'amorosa
Madonna Intelligenza, Che fa nell'alma la sua residenza, Che co la sua bieltà
m'ha 'nnamorato»40.
Muy
evidente es la identidad de esta «amorosa Madonna Intelligenza» que establece
en el alma su residencia, y de cuya belleza celestial se ha prendado el poeta.
Es quizás uno de los más bellos capítulos de la larga «historia» de la
Inteligencia agente el que queda todavía por escribir y que no es ciertamente
una «historia» en el sentido habitual de la palabra, puesto que se desarrolla
íntegramente en el alma de los poetas y los filósofos. La unión que conjuga
el intelecto posible del alma humana con la Inteligencia activa como Dator
formarum, Ángel del Conocimiento o Sabiduría‑Sophia, es visualizada y
vivida como una unión de amor. Una ilustración deslumbrante se nos ofrece así
para esta relación de devoción personal que hemos tratado de poner de relieve
aquí, y que procede de una experiencia tan fundamental que podría desafiar
los esfuerzos conjugados de la teología y de la ciencia contra la angelología.
El
asentimiento que no tratamos de escatimar aquí a estas interesantes
investigaciones, no excluye sin embargo algunas reservas, que quieren ser no
tanto una crítica como un estímulo a su desarrollo. En primer lugar, en el
fenómeno de esta precisión creciente que, de regiones de la transconciencia,
eleva la figura del Ángel Inteligencia activa, «Madonna Intelligenza», hasta
dominar todo el horizonte de la conciencia, convendría hacer un lugar no menor,
sino mayor, a Avicena y al avicenismo que a Averroes y al averroísmo; hemos
tenido ya ocasión de sugerir el porqué (§ 7). Ahora bien, de hecho, los investigadores
han insistido casi exclusivamente en la responsabilidad y en la influencia
de Averroes, hasta el punto de que los destinos del avicenismo latino
posteriores a los textos que han sido recordados aquí, están todavía por sacar
a la luz41.
Por
otra parte, hay quienes llevados por un generoso entusiasmo contra los
filólogos de la letra, ciegos a los significados de sus textos, se han dejado
arrastrar a un exceso contrario. Se ha negado que ninguna de las «damas» de
los fieles de amor haya tenido la menor realidad «terrestre»; los nombres que
se les otorgan no serían más que nombres prestados para designar a esa
Inteligencia‑Sophia divina. Y, a falta de una simbólica y una angelología con
bases firmemente establecidas, se inclinan fácilmente a concebir esa Sophia
como una metáfora, como la «personificación» de un atributo divino42.
Todo el terreno ganado por la fenomenología en este terreno desde Dante‑Gabriel
Rosetti, corre el peligro de perderse sin que ni siquiera se tenga conciencia
de ello. De hecho, se ha planteado un falso dilema al imponerse la necesidad de
decidir si se trataba de figuras femeninas reales o de la
Inteligencia‑Sabiduría, del mismo modo que es encerrarse en un falso dilema
limitar las esferas del ser a la esfera de lo inteligible o a la esfera
de lo sensible.
Tratemos
ahora de recoger algunas primicias afloradas en el curso de esta investigación
sobre los símbolos y la simbólica. Hay, decimos, transmutación concomitante del
modo de percepción, y del modo de ser del perceptor y de lo percibido. Así como
el sentido tipológico del Acontecimiento no puede ser percibido por el
historiador puro y simple cuya percepción no capta más que el dato positivo, lo
exterior o exotérico (zâhir), sino que sólo puede serlo por el exegeta
cuya anáfora lo transpone al plano del alma en que se realiza como
acontecimiento de esa alma, lo mismo también las figuras contempladas por los
«Fieles de amor» podían perfectamente ser figuras concretas y terrenas y sin
embargo no ser visibles más que para ellos. Pues lo que era visible para ellos
no era la figura sensible, indiferente e idénticamente perceptible por no
importa qué órgano visual, sino una figura cuya belleza se hacía visible
únicamente en esas figuras, y únicamente también por el modo de percepción
propio precisamente de un fiel de amor, es decir, por un alma que transmuta
esa epifanía y que simultáneamente la hace posible por la recepción de esa
metamorfosis. Por eso, lo que los Fieles de amor veían, era a la vez el
Ángel Inteligencia‑Sabiduría y una determinada figura terrenal, pero esa
simultaneidad no era actual y visible más que para cada uno de ellos. El
órgano de tal percepción no son las facultades sensibles sino la Imaginación
activa; lo sensible no queda por ello abolido, sino que es transmutado en
símbolo; correlativamente, lo inteligible no puede revelarse a la visión
mental de un alma humana más que por una Imagen‑símbolo, sin que por ello haya
que decir que ésta no es más que un símbolo; más bien tiene todo
el valor eminente de un símbolo. Y esa religión, la han profesado igualmente un
Sohravardî, un Rûzbehân Baqlî, un 'Attâr, un Fakhroddîn 'Erâqî, y
con ellos todos los «menestrales» de la antigua Persia y del Irán.
Queda
un último rasgo por subrayar, referente a la relación entre angelología y
proceso de individualización. Se trata de la oposición fundamental que
nuestros investigadores han resaltado entre la religión de los Fieles de amor y
el cristianismo oficial de la Iglesia43. La mediación de la
Inteligencia agente como Ángel del Conocimiento, Dator formarum, implica
una revelación individual, renovada cada vez para cada alma que se hace apta y
toma conciencia de ella, revelación que irradia sobre dicha alma las Formas o
Ideas eternas del ser y de los seres. Así, habíamos recordado cómo, según los
avicenianos y los ishrâqîyûn del Dabestân, el adepto que se une con la
Inteligencia agente que es el Ángel Gabriel, se convierte también en «Sello
de los Profetas» y es elevado al mismo nivel que el Profeta que recibe la
revelación del Ángel Gabriel. La mediación angélica que es la forma misma,
necesaria y cada vez única, de la revelación de la deidad oculta e
inaccesible, culmina un proceso de individualización que permite que el yo
acceda al umbral de esa transconciencia donde se le anuncia el verdadero
Sujeto que lo piensa al individualizarlo y lo individualiza al pensarlo, es
decir, revelándolo y revelándole esa revelación (¡conciencia de su conciencia!).
Y por eso los fieles de amor podían profesar el mismo culto por la misma
Inteligencia‑Sophia, sin por ello dejar de percibir su Figura‑arquetipo bajo
las rasgos de una Figura cada vez distinta, única para cada único.
Pero
esta mediación individual e individualizante, como irremisible función a la que
satisface la angelología, no puede ser más que un estorbo y un peligro desde el
momento en que una Iglesia se considera poseedora de la Revelación
histórico‑colectiva, y por tanto depositaria y mediadora única,
indistintamente para todos, de esa misma Revelación que es la Sabiduría. Heredando
de algún modo la función de la Inteligencia agente, quizás heredaba también la
imagen mística de rasgos femeninos; la iconografía lo indicaría positivamente
y, sin embargo, no puede tratarse entonces más que de una piadosa alegoría, en
el sentido propio del término: una institución no puede reemplazar a
una persona. A fin de cuentas, ésta es quizá la más lejana perspectiva
que nos abriría la angelología aviceniana: la única y necesaria mediación
que, realizándose en el plano celestial entre la divinidad y el alma
individual libera en el plano terrenal a la existencia individual de todas las
formas colectivas e institucionales. En relación a nuestra precedente
confrontación entre avicenismo iranio y avicenismo latino, puede admitirse que
los antagonistas de éste no carecían de clarividencia.
Aproximados
en esta comunidad de culto y de destino, los Fieles de amor de Occidente y del
Irán nos permiten distinguir con mayor claridad las orillas del camino por el
que se habían adentrado místicos, poetas y filósofos. ¿Tiene su Camino otra
significación distinta a la histórica, para las condiciones de nuestro propio presente
histórico? No hay respuesta general ni programa teórico con que responder a
este tipo de pregunta. Corresponde a cada uno de nosotros decidirlo,
descifrando, como los pájaros de 'Attâr, el documento de su propio
destino, el documento de su propia alma. Una «fenomenología de la conciencia
angélica» debe mostrarnos lo que a su propia luz puede significar en
el presente tal «documento». Pero no hay receta técnica para provocar
el encuentro que tuvo Avicena, en los parajes de la ciudad interior de su
alma, es decir, en el umbral de la conciencia subliminal. Si alguna vez se da
ese encuentro, corresponde a cada uno decidir si responde como lo hizo Avicena
a la invitación de su propio Hayy ibn Yaqzân, y si está en condiciones
de responder y de testimoniar con Avicena: «Henos aquí, estamos en camino,
marchamos en compañía del Mensajero del Rey».
NOTAS
1.
Véase el largo capítulo consagrado a Avicena por Moh. Bâqir Khwânsârî,
en su Rawdât al‑Jannât, lit. Teherán, 1306, pág. 244. Sobre
Majdoddîn Baghdâdî, véase Rezâ Qolî Khân, Riyâd al‑'ârifîn,
Teherán, 1316 h.s., pág. 218 sigs. (originario, según algunos, no de Baghdâd en
Irak, sino de Baghdâdak en Khwârezm; discípulo de Najmoddîn Kobrâ, †
606/1210). Otro testigo, si no la fuente, de esta información concerniente al
sueño de Majd Baghdâdî, se encuentra en los «40 Majlis (sesiones)» del gran
místico 'Alâoddawla Semnânî († 735/1336; las ruinas de su Ârâmgâh o mausoleo
subsistían hasta hace poco en las cercanías de Semnân, viniendo de Teherán; lo
que quedaba del bello edificio se hundió, hace algunos años, bajo el peso del
tiempo). Los 40 Majlis fueron recogidos por un discípulo del Shaykh, Iqbâl
Sejestânî; el sueño en cuestión es referido en el Majlis 27. Mi ayudante, Javâd
Kamaliân, estudiando su manuscrito personal de los Majlis (recensión diferente,
sin numeración de las sesiones), me señala el relato muy edificante de un
sueño que tuvo una noche el Shaykh en la mezquita Jom'a de Mossoul (fol. 66b).
El Shaykh ve al Profeta en medio de una asamblea, y le pregunta por varios personajes
eminentes dentro del ámbito espiritual: ¿Qué dices sobre Ibn Sînâ? —Respondió:
«Es un hombre a quien Dios ha hecho perder el camino a fuerza de conocimiento»
—Pregunté luego: ¿Qué dices sobre Shihâboddîn, el (Shaykh) asesinado?
—Respondió: «Es, también, un sectario de Ibn Sînâ». Tomamos este sueño
simplemente como la expresión de lo que, en su inconsciente, presentía Semnânî
que el Profeta debía pensar de nuestros filósofos. Cuando Sohravardî, a quien
nadie niega la cualidad de «hakîm mota'allih», es contemplado, sin
embargo, como un seguidor sectario de Avicena, ni más ni menos, éste se
encuentra bien «catalogado», y podemos concluir que se presentía ya entre los
dos maestros de la «filosofía oriental» la existencia de una afinidad que
supera todas las convicciones (véase también infra nuestro Post‑scriptum).
2.
Véase supra, págs. 00‑00, un breve apunte sobre el ta'wîl; los
fundamentos hermenéuticos del shiísmo en general darían lugar a un estudio de
gran amplitud.
3.
Habida cuenta que Magister primus es Aristóteles, y Magister
secundus al‑Fârâbî; véase supra, pág. 000.
4.
«Shahîd‑e thâlith» (ejecutado en India por orden de Jahângîr cediendo a las
instigaciones de los sunnitas; véase E.G. Browne, Literary History of Persia,
IV, pág. 447). El protomártir (Shahîd‑e awwal) había sido Shamsoddîn Moh.
ibn Makkî 'Âmilî, ejecutado en Damasco en 786/1384, y el segundo mártir (Shahîd‑e
thânî), el Shaykh Zaynoddîn ibn 'Alî Shâmî, 911‑966 h. (véase Fihrist
Kitâbkhanah... Sepahsâlâr, I, pág. 375 sigs.).
5.
Es decir, hubieran formado parte de los Ahl‑e Îmân, «pueblo de la Fe».
Se sabe que, a diferencia del sunnismo, la teología shiíta profesa como
fundamentos de la fe (îmân), el triple asentimiento otorgado a la
unicidad divina, a los Profetas y a los Imames que les sucedieron;
véase Nasîroddîn Tûsî, Qawâ'id al‑'Aqâ'id (los Fundamentos
de los artículos de fe), con el comentario de 'Allâma Hillî, Teherán,
1311, págs. 103 sigs.
6.
Véase supra, pág. 00 sigs. Se le debe igualmente un tafsîr
(exégesis literal) de versículos qoránicos que da lugar a una discusión
filosófica. Mencionemos igualmente otro discípulo de Mîr Dâmâd, Qotboddîn
Ashkevarî, que en su voluminosa obra Mahbûb al‑Qolûb (Lo que
provoca el encantamiento de las conciencias) compara expresamente la
concepción zoroastriana del Saoshyant (cuyo nombre conocía, Astvat‑Ereta) con
la idea shiíta del retorno del XII Imam (Primera parte de la obra lit. en Shîrâz,
pág. 144; véase Moh. 'Alî Tabrîzî, Rihânat al‑Adab, III,
pág. 310, nº 482). Es superfluo subrayar hasta qué punto prevalecía la influencia
de Sohravardî en nuestros avicenianos del Ispahán safávida.
7.
Véase supra, págs. 000‑000, el § 10 donde se esboza una breve
comparación entre el avicenismo latino y el avicenismo iranio en torno al
problema central de la angelología. Habría que precisar ahora los rasgos que el
segundo puede recibir de la imamología; desgraciadamente, sólo podemos hacer
una breve alusión a este tema en las páginas que siguen. Es muy particularmente
la teosofía ismailí la que establece las conexiones entre angelología e imamología
(véase, por ejemplo, nuestro estudio para Le Livre des deux Sagesses de Nâsir‑e
Khosraw, Bibl. Iranienne, vol. 3, págs. 91‑111).
8.
Véase Majâlis al‑Mu'minîn (Las asambleas de los creyentes), lit.
Teherán, 1268, pág. 319 sigs.
9.
Recordemos aquí el texto persa de este cuarteto célebre (cit. ibíd.):
10.
Véase supra, págs. 000‑000.
11.
Son principalmente éstas las tesis que Majlisî pone de relieve, simplemente
para marcar la oposición con la teología profesada por el Islam ortodoxo (Bihâr
al‑Anwâr, III, 205, para el ma'âd jismânî —resurrección de los cuerpos—;
XIV, 60 sigs., para el acuerdo general de los filósofos en cuanto a la eternidad
del cosmos). Sin embargo citará sin comentario pero íntegramente (XIX, 54) el
texto de Avicena sobre las causas de la satisfacción de la oración; aquí la
aportación del filósofo no es de ningún modo desdeñable para el teólogo.
12.
Se sabe igualmente con qué deferencia fueron acogidos en Khorâsân los emisarios
de la propaganda ismailí. El propio Avicena confió a Jozjânî, su biógrafo, cómo
su padre y su hermano, unidos a la causa, se habían esforzado en vano en ganar
su propia adhesión; es muy verosímil que el filósofo, aunque sintiera
afinidad con los filosofemas ismailíes, no estuviera dispuesto a unirse a la
organización. Hacemos alusión a ello infra.
13.
Khwânsârî (supra, n. 1), al no encontrar tratado en las obras de Avicena
todo el programa de los loci shiítas, estima que debía ser sunnita; es
una lógica un tanto sorprendente.
14.
Cit. en Majâlis, pág. 320. Las respuestas a Abû'l‑Hasan al‑'Amirî
(al‑Majâlîs al‑sab') figuran en el nº 20, pág. 85, de la Bibliografía
aviceniana de G.C. Anawati (el manuscrito no nos ha sido accesible).
15.
Véase nuestro estudio sobre Nâsir‑e Khosraw (cit. supra, n. 7),
pág. 10 sigs.
16.
Véase Majâlis, pág. 319. Nûrollâh discute bastante detalladamente el
pasaje en que Avicena (Shifâ', II, 652) evoca la eventualidad de un
califa inexperto en materia religiosa que debe recurrir a un Sabio, como debió
hacerlo 'Omar. Puesto que la eventualidad misma contradice la definición
general. Nûrollâh demuestra que Avicena pensaba entonces en un califato no ya
en el sentido propio (khilâfat‑e haqîqî), sino puramente metafórico (majâzî),
aceptable, todo lo más, para mantener las apariencias de un orden exterior.
17.
En perfecta concordancia con toda una tradición irania (véase supra,
pág. 000 sigs.), Sayyed Ahmad cita el Mi'râj‑Nâmeh en árabe (que traduce
sin duda él mismo); el pasaje corresponde a la pág. 11 de nuestro manuscrito
citado supra (n. 10, cap. IV), y viene un poco antes del final del largo
prólogo al que hemos hecho alusión (supra, pág. 000). Utilizamos aquí
una larga glosa del Sayyed, una de las que han sido reproducidas en los
márgenes de la edición del Shifâ' litografiado en Teherán. Comienza en
lo alto de la pág. 652 (t. II). Con un poco de paciencia y poniendo el libro
al revés, se descubrirá el principio en la esquina de la derecha. La escritura
se endereza posteriormente, desciende por los márgenes lateral e inferior,
donde la glosa se interrumpe, pero se vuelven a encontrar sus huellas en la
página siguiente. Estas circunstancias hacen que este tipo de edición sea
prácticamente inutilizable. Citamos aquí según el bello manuscrito ya
mencionado supra (n. 22, cap. II). La glosa comienza en la parte baja
del folio 248b y ocupa varias páginas. Está suspendida en las
palabras hatta lâ a'rafo minho (Shifâ', ibíd., l. 4), que según
nuestro comentador se refieren sin duda al Primer Imam.
18.
Según el texto de nuestro Mi'râj‑Nâmeh y el de Sayyed Ahmad. Nûrollâh
refiere las mismas palabras «según Avicena» sin citar el Mi'râj‑Nâmeh, y lee
«en medio del común de los hombres» (pág. 320).
19.
Véase nuestra edición de Hikmat al‑Ishrâq, § 4, págs. 10 y 11, y
nuestros «Prolégomènes II», cit., págs. 21 y 54.
20.
Es decir, no «material» en el sentido habitual en nuestra lengua, sino como
comportándose a la semejanza de una materia en relación a las Formas
hacia las cuales es en potencia como un intellectus possibilis.
21.
Véase supra, n. 171, cap. II, in fine, y n. 43, cap. V.
22.
Véanse nuestros «Prolégomènes II», cit., pág. 21.
23.
Véase Sayyed Ahmad, Miftâh (la Clave [del Shifâ']), fol.
249a y 249b; Shoshtarî, Majâlis (Las asambleas [de
los creyentes], pág. 320). Si no hay identidad en la letra de los dos textos
que combinamos aquí (uno está en árabe, el otro en persa) hay concordancia
perfecta en su interpretación de las palabras y las intenciones de Avicena.
24.
Véanse nuestros «Prolégomèmes II, cit., págs. 53‑54; el Dabestân, cit.,
pág. 264, inspirándose siempre en el pequeño tratado de Sâ'inoddîn
Ispahânî, insiste particularmente sobre la investidura de cada místico.
25.
Véase supra, págs. 00‑00 y n. 8, cap. IV.
26.
No podemos desgraciadamente insistir aquí sobre este texto de importancia
excepcional; volveremos sobre ello en otra ocasión.
27.
Véase en nuestro estudio sobre Nâsir‑e Khosraw (supra, n. 7),
págs. 22‑25, el contexto de las alusiones que aquí se hacen.
28.
Véase nuestra edición de Hikmat al‑Ishrâq, págs. 302‑303.
29.
Véanse nuestras «Notes et Gloses» (Tercera parte de la presente obra), págs. 77‑79,
n. 61 sigs., a propósito del pasaje en el que el comentador persa de Hayy
ibn Yaqzân plantea una polémica contra el ta'wîl ismailí.
Avicena, que ha sabido practicar admirablemente el ta'wîl, podía ciertamente
estar de acuerdo con las premisas ismailíes del ta'wîl; ahora bien, para
aplicar estas premisas como filósofo, es decir, para conducirlas hasta el
«ta'wîl shakhsî» o ta'wîl personal, era preciso justamente no
«convertirse», sino mantenerse libre respecto a la «organización» ismailí que
se consideraba la depositaria del ta'wîl y ponía a los símbolos en peligro de
transformarse en dogmas.
30.
Véase nuestro estudio sobre Nâsir‑e Khosraw, pág. 28.
31.
Véase Tasawwurât, comp. W. Ivanow, pág. 93 del texto persa.
32.
No podemos más que indicar fugazmente aquí el tema de lo que sería un amplio
estudio sobre imamología que está todavía por realizar, lo mismo que debemos
contentarnos con evocar la importancia de un Ibn Abî Jomhûr para lo que
atañe a la relación entre el shiísmo duodecimano y la teosofía de Ibn'Arabî.
33.
Véase nuestro estudio sobre «Terre céleste et corps de résurrection d'après
quelques traditions iraniennes», 2ª parte (Eranos‑Jahrbuch XXII, Zürich, 1954)
[incluido posteriormente en Corps spirituel et Terre céleste: de l'Iran
mazdéen à l'Iran shî'ite, 2ª ed. enteramente revisada, Buchet‑Chastel,
París, 1979, págs. 82‑134].
34.
Véase el trabajo citado en la nota precedente.
35.
Relaciónese lo que sigue con el § 3 de este libro, págs. 00‑00.
36.
Se ha puesto en paralelo una comparación a la que recurre Avicena (en la
Física del Shifâ'), con el Cogito de Descartes (Furlani, en Islamica
III, págs. 53‑72). Cualquiera que pueda ser la legitimidad del nexus
ideal (por no decir nada del nexus histórico) así establecido, la
ficción de Avicena no tendría más que un sentido episódico en relación a la
experiencia final aquí discutida; atañe al acto de pensamiento por el cual el
alma puede efectuar una constatación directa de sí misma como distinta del
cuerpo; no atañe a la condición transcendente que condiciona este
pensamiento, ni a la conciencia que reconoce al Agente que lo pone en acto.
37.
V.g. E. Buonaiuti, Die Exerzitien des hl. Ignatius von Loyola (Eranos‑Jahrbuch
III, Zürich, 1935), pág. 319 sigs.
38.
En su libro persa «'Abhar al‑'âshiqîn» (edición en preparación en la
Bibliothèque Iranienne) [este texto ya fue publicado: Rûzbehân Baqlî Shîrâzî
(522/1128‑606/1209), El jazmín de los fieles de amor (Kitâb‑e 'Abhar
al‑'âshiqîn), tratado de sufismo en persa publicado con una doble
introducción y la traducción del Cap. I por Henry Corbin y Moh. Mo'în,
Bibl. Iranienne, vol 8, Teherán‑París, 1958].
39.
Véanse nuestros «Prolégomènes II», cit., págs. 50‑51.
40.
Véase Luigi Valli, Il linguaggio segreto di Dante e dei «Fedeli d'amore»,
Roma, 1928, pág. 79 sigs.
41.
Ibíd., pág. 82 sigs.
42.
Ibíd., págs. 49 sigs., 85.
43.
Ibíd., pág. 90.