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Desde este espacio los invitamos a pensar, tanto los acontecimientos políticos como las producciones filosóficas y espirituales de nuestro continente y del Mundo Islámico, más allá de los presupuestos ideológicos a partir de los cuales se construye "la realidad" desde los medios masivos de comunicación y de los que se nutren, también, las categorías de análisis de buena parte de la producción académica.

Esperamos sus aportes.

lunes, octubre 28, 2013

Perspectivas avicenianas - Corbin


                   
  
PERSPECTIVAS AVICENIANAS
 
Epílogo de “Avicena y el relato visionario” de Henry Corbin

 

            Cerrar estas páginas con una conclusión sería alterar a la vez su propósito y sus expectativas. La misma palabra epílogo nos permite, no cerrar una meditación, sino más bien prolongar su alcance. Es a intentar abrir algunas perspectivas avice­nia­nas o avi­cenizantes a lo que quisiéramos consagrar estas últi­mas pági­nas; nada más, considerando simplemente todo lo que precede como la oca­sión de dar una primera forma a inves­tiga­ciones cuya comple­jidad es suficientemente manifiesta.

            No nos habíamos propuesto determinar hasta dónde había llega­do la experiencia más íntima del propio Avice­na en tanto que ser humano, ni tampoco impo­ner una defini­ción a lo que esa expe­riencia había sido o había dejado de ser. Tra­tar de estable­cer a toda costa una ficha que contuviera la filiación corres­pondiente a un eminente personaje, sería tratar de encasillarlo en las nor­mas comunes y consabidas, ceder a la manía clasifica­dora, lo que no está cierta­mente a la medi­da de un desti­no per­so­nal. Nos hemos referido ya a la siem­pre difícil situación de nues­tros filósofos en el seno de la comuni­dad islámi­ca, y hemos recor­dado las pala­bras con que Ibn 'Arabî les unía a la gran fami­lia de la gnosis. El magní­fico desa­rrollo de la escuela de Mîr Dâmâd en el siglo xvii, en Is­pahán, testimonia que las cir­cuns­tan­cias les fueron más favora­bles en Irán que en otros luga­res. Avi­ce­nismo y sohra­vardis­mo conocieron allí una renova­ción de efec­tos duraderos. El pre­sente libro nos ha dado la oportuni­dad de mostrar una relación entre Avi­cena y Sohravardî que queda clarificada por sus relatos mís­ticos y por el hecho signifi­cati­vo de que tanto uno como otro hayan expe­ri­mentado la necesidad de esta forma de composición en pri­mera persona. Cier­tamente, el conjunto del proyecto sohravar­diano se alimenta de una «fuente oriental», la Luz‑de‑Gloria (Xvarnah) cuyo concepto domina la filosofía de la antigua Per­sia, que Avicena no conoció. El «Re­lato del exi­lio en Occidente» toma como punto de partida, como ya sabemos, el último episo­dio del relato en que Hayy ibn Yaqzân inicia a su adepto al Oriente; pensamos que tal relación, explí­citamente reconocida, tuvo una importancia excepcional, no sólo para lo que atañe al concepto de Oriente y de filosofía orien­tal, sino también para toda la orien­tación de la espiritua­lidad irania en los siglos poste­riores. Consi­deraremos luego un aspec­to caracte­rístico de dicha relación.

            ¿Hubiera sido necesario decidir, además, si Avicena fue o no fue realmente un «místico»? Nos ha parecido más sencillo dejar hablar a su obra, amplificar la resonancia de la misma en toda la medida en que nos era posi­ble, acercándonos a ella con simpatía y sin recelos; de este modo, no podemos sino adherirnos a aquellas tradi­ciones iranias que lo consideran como integrante de los Ahl‑e 'er­fân. En cuanto al carácter propio y original de su mística, se nos revela ya en los personajes de sus rela­tos. Pa­ra negarlo, nos hubiera sido pre­ciso previamente deli­mitar de manera arbitra­ria el concep­to de «mís­tica», a fin de poder ex­cluir de ella al «filósofo Avicena». Sería dar prueba de un raciona­lismo fuera de lugar pretender delimitar por dónde dis­curre exac­tamen­te, en nuestros Ho­kamâ', la frontera entre filo­sofía y místi­ca, y la dogmática no es decidi­damente una herra­mienta muy indi­cada para intentar una exégesis del alma y sus símbolos. Aquí hemos tratado de realizar esa exége­sis, y nada podría serle más ajeno que la preo­cupa­ción por llegar a ningún tipo de veredicto, como si se tratara de sentenciar un proceso. Tal judi­catura no corresponde a la voluntad de los hombres, aun­que éstos sean historiadores. Y es hacer algo muy distinto a la «his­toria» el tratar de descubrir, como hemos hecho aquí, el horizonte que un gesto nos muestra, en lugar de quedarnos con la mirada fija en el dedo que lo señala. En defini­tiva, es gra­cias a exegetas del alma como se ha operado la unión de avi­ce­nismo y sohravar­dismo en el imamismo iranio.

 

                                                          Avicenismo e Imamismo

            Un hermoso y fecundo ejemplo de valoración positiva se nos ofrece en la forma en que el pensamiento de Avicena fue compren­dido y vivido en Irán entre los avicenianos shiítas. No es que entre las filas de teólogos y juristas hayan faltado voces, allí mismo, para proclamar su hostilidad. No han hecho, así, sino unirse al sentimiento que el Islam ortodoxo ha profesado siem­pre, en términos generales, respecto a nuestros teósofos, senti­miento que se mani­fies­ta con claridad en un sueño referido por Maj­doddîn Bagh­dâdî: «Vi al Profeta en sueños. Le pregun­té: ¿qué dirías de Ibn Sînâ? Me respondió: Es un hombre que in­tentó al­canzar a Dios pres­cindiendo de mi mediación. Así, yo le he hecho desaparecer... de este modo, con mi mano. Entonces, ha caído en el in­fierno»1. No deja de sorprender que hasta en un místico como Maj­doddîn Baghdâdî se encuentren estas huellas de rabies theo­logica que no descansa ni siquiera en sueños —o que, más bien, ¡aparece sobre todo en sueños!— Maticemos inmediatamente esta impresión dicien­do que la visión onírica traduce no tanto la sensación perso­nal y cons­ciente del místico, cuanto un senti­miento co­lectivo hos­til que él experi­menta y padece, y que se mani­fiesta en sueños con los rasgos del Profeta y en el juicio definitivo que este pronuncia contra nues­tro filósofo.

            No habría existido perspectiva alguna para el avicenismo si no hubiera encontrado más que estas actitudes negativas, alimen­tadas por una hostilidad muy semejante a la que manifesta­ron hacia él los teólo­gos de Occidente. En este punto, llama nuestra aten­ción la reali­zación práctica de ese ta'wîl para el que los pensa­dores shií­tas parecen tener una capacidad congéni­ta2; gra­cias al ta'wîl, aque­llos que tenían vocación filosófi­ca pu­dieron no sola­men­te mante­ner en vida el avicenismo, sino que, inducidos por él a nuevas exé­gesis espiri­tuales, consiguieron que se bene­ficiara, ade­más, de una «pues­ta en presente» de su senti­miento reli­gioso. El concep­to domi­nante del shiísmo, el concepto de Imam, se reve­la hasta tal punto estimulante para el impulso especulativo y la toma de conciencia espiritual, que tal vez sirve para expli­car el hecho de que el pensamiento especula­tivo haya conoci­do tal renovación en Ispahán, en el siglo xvii, mien­tras que en el resto del mundo islá­mico la era de la filosofía crea­dora parecía cerrada desde hacía tiem­po.

            Para mostrar cómo la figura y el pensamiento de Avicena han sido comprendidos y vividos entre nuestros pensadores iranios, nos haría falta evidentemente analizar todas las obras de aque­llos que formaron el entorno o la posteridad de Mîr Dâmâd, Ma­gister Ter­tius3 († 1040/1630). Nuestro epílogo no puede más que señalar la necesidad de esa tarea. Invocaremos únicamente dos testimonios. El de Sayyed Qâzî Nûrollâh Shoshta­rî, al que su fervor shiíta debía conducir a morir mártir de su fe (1019/­1610) y cuya memoria es honrada por la piedad popular que le desig­na como «tercer már­tir»4. Es un corazón genero­so; querría que, a lo largo de la his­toria islámica, todos los persona­jes por los que expe­rimenta simpatía hubieran sido fieles de los santos Imames5, hubieran pertene­cido a esta religión imamita cuyo nombre (Imâmîya) caracte­riza perfectamente el objeto de su cul­to. A este fin recurre, en su gran libro, a argumentos que para la crítica histórica serán a veces precarios; por el contra­rio, los presentimientos de su fervor le hacen descubrir indi­cios y le permiten una valoración más verdadera de lo que nunca podrían serlo las críticas históri­cas positivas. El segundo testi­monio que invoca­remos será el de un estudioso aviceniano, a cuya obra nos hemos referido ya a lo largo del presente libro: Sayyed Ahmad 'A­lawî, discípulo y yerno de Mîr Dâ­mâd6, eminentemente repre­sentativo de ese tipo de pensador ira­nio en el que se conjugan la preocupación por valorar la filosofía de la antigua Persia y la piedad hacia los santos Imames; esta forma de pensamiento encuentra su expresión acabada en lo que se puede llamar un avicenismo sohravardiano de religión imamita, que da finalmente su fisonomía propia al avicenismo iranio7.

            El largo capítulo que Nûrollâh Shoshtarî consagra a Avicena es muy significativo. Toma como punto de partida la cuestión de si Avicena pertenece o no, de hecho y de nacimiento, al Islam shiíta; luego, algunos textos que exigirían un ta'wîl en profun­di­dad; a continuación, el interés se concentra en la cuestión de si Avi­cena, en cual­quier caso, profesó o no una concepción del Imam concordan­te con la con­cepción shiíta; finalmente se pregun­ta cuál es el signi­fi­cado del Imam tanto para el propio Avice­na como para un sabio avice­niano. Esta últi­ma es en suma la cues­tión esen­cial. Se pregunta también Shoshtarî si no hay al menos una piadosa indis­creción en dirigir­se a un hombre como Avicena para interro­garle sobre su per­tenen­cia confesional. Avicena pudo nacer en el shi­ísmo; es in­cluso verosímil. Pero en relación a lo que hizo «significante» la filo­sofía avice­niana para nuestros pensadores imamitas, la cues­tión de la pertenencia confesional de su autor pasa a un plano de inte­rés secundario. El problema debía sin duda planteársele a él mismo en tér­minos bastante dife­rentes de aque­llos en los que el historia­dor, como tal, pretende plantearlo. Lo que es particularmente importante es saber si el pensa­miento espe­cula­tivo y la vida espiritual del shiísmo podían recibir de su doc­trina un signifi­cado nuevo, y si hubo avicenia­nos para testi­moniar que de hecho así fue compren­dida y vivida su doctrina. Este testi­monio nos lo aportan Nûro­llâh Shos­târî y Sayyed Ahmad 'Alawî, además de otros muchos.

            Un pensador imamita preocupado por suscitar las simpa­tías hacia su héroe, verá probablemente facilitada su tarea si co­mienza por recordar que la gran ­mayoría de los docto­res y los juris­tas del Islam sunnita han lanzado el anatema (taf­kîr) con­tra Avi­cena y su obra8. Es en todo caso abor­darlo con franqueza citar cierto cuarteto célebre en persa, atribuido tradicional­mente a Avicena, sin que haya por otra parte razones serias para discutir dicha atribución. Traducimos literalmente este cuarte­to, incisivo y claramente reve­lador del estilo de una fuerte perso­na­lidad: «La impiedad de un hombre como yo no es cosa co­rriente ni fácil. No hay fe más firme que mi fe. ¿Un sólo hombre como yo en el curso de los tiempos y debería ser un impío? ¡En­tonces es que, a lo largo de los tiempos, no ha exis­tido un sólo musulmán!»9.

            La frase es de una ambigüedad temible, tan cargada de sen­tido que algunos querrían debilitarla con cualquier tipo de comentario. ¿Podría un orgulloso ortodoxo quedar contento con ella? Nos parece descu­brir en esas palabras una huella de aquel humor sublime que aparecía también al final del «Relato del pájaro»10. Tomando las cosas sin retorcimientos, el anatema pro­nun­ciado por los ju­ristas no era más que la conse­cuencia lógica y natural que exigía la profe­sión de tesis tales como la eterni­dad del mundo o la jerar­quía de las Inteligencias angéli­cas me­diadoras, tesis que, unidas a la nega­ción de la resurrec­ción corporal, están cargadas de implicacio­nes absolutamente alar­man­tes para la idea que un teólogo ingenua­mente monoteísta puede hacerse de la omnipoten­cia divina11. Nûro­llâh subraya que las citadas tesis se encuentran en el Shifâ', libro en el que nues­tro filósofo no haría más que exponer las doctri­nas de los anti­guos sabios, pero que sería muy distinto si con­side­rásemos otros libros. El argumento es inspirado a nuestro autor por su buena voluntad, pero planteándoselo francamente, no da la im­presión de que ésa sea una razón suficiente para moti­var una revi­sión del anatema.

            Es por eso por lo que no se resolvería el asunto determi­nando de una vez por todas cuál fue la confesión religiosa en la que nació Avicena en Bokhârâ. Que esta feliz venida al mundo ocurriese en territorio sometido a la dinastía de los samá­ni­das es un hecho que hace muy verosímil el que Avicena hubiese sido shiíta de nacimiento12. Lo confirmaría también la decisión que le uniría sucesivamente al servicio de prínci­pes igual­men­te shií­tas; si el propio Avicena no lo hubiera sido, su si­tua­ción hu­biera sido más que difícil13. Sin embargo, según se ha suge­rido, no sería eso lo esencial en cuanto al significado del filó­sofo Avi­cena para el shiísmo. ¿No es posible, más bien, detectar en su obra la huella de la idea central del Imamis­mo? Y de ser así, ¿cómo es entendido por él? ¿y cómo, a su vez, permite entenderlo a los avi­ce­nianos al transmitir el testi­mo­nio de su valo­ra­ción?

            Sobre este punto, nuestros dos Sayyeds han meditado los mismos textos, entre los cuales ocupan un lugar especial las últimas páginas del Shifâ' y, en especial, sus últimas líneas. A grandes rasgos, su meditación nos hace progresar desde la idea del Imam como quien realiza en sí el ideal del sabio o perfecto gnós­tico, es decir, como quien es en sí el arque­tipo del sabio que corres­ponde al Hombre Perfecto, hacia una concepción que es su explica­ción espontánea: ésta nos propone la figura y la esen­cia del Imam como objeto supremo de la gnosis místi­ca. Que fi­nalmente el sabio perfecto realice a su vez dicha ima­gen, es una aplicación práctica que muestra cómo el avice­nismo soh­ravar­diano estaba en condiciones de desarrollar una antropología metafísica y mística a partir de la imamología, pero cómo también esta ela­boración teosófica del theologoumenon central del Ima­mismo debía provocar inevitablemente una cierta distancia res­pecto al shiís­mo confesio­nal —desarrollando por cuenta propia la po­tencia latente del ta'wîl fundamental del Imamismo—, puesto que una vez captada la significación espiri­tual esoté­rica, el vínculo exte­rior o confe­sional con la letra, con la religión le­gal, se torna tan ineficaz como precario.

            La idea global y acabada del Imamato corresponde al ideal de una ciudad perfecta donde la autoridad a la vez espiritual y tempo­ral se encuentra concentrada en la persona del Imam legíti­mo, legatario espiritual del Profeta, depositario del verdadero senti­do oculto de la Revelación que le fue impartida; supo­ne quizá una concepción particularmente pesimista de la humani­dad. Nûrollâh Shoshtarî cita un pasaje de las respuestas de Avicena a las pre­guntas de Abû'l‑Hasan 'Amirî, en Nî­shâpûr, donde una sucesión de imágenes escasamente amables hace resaltar la nece­sidad de una cabeza cuya autoridad legítima no emane de aquellos a quienes está llamado a gobernar. «En cuanto a las condicio­nes que nece­sita particularmente el califa, escri­be Avicena, pues bien, no convie­ne, como es sabido, que quien debe gobernar a los animales sea uno de ellos. No, es preciso que sea al menos un muchacho algo más inteligente que ellos. No con­viene que quien debe gobernar a los malvados, sea él mismo uno más entre esos malvados. No conviene que quien debe go­bernar a la masa, sea uno más entre la masa»14. Es posible que el con­tex­to tienda a funda­mentar, como piensa Nûrollâh, la auto­ridad necesaria del Imam, cuya condición humano‑­divina es por esencia superior a la de la humanidad ordinaria.

            En todo caso, sólo se aludiría entonces a ese Imamismo tempo­ral cuyos triunfos efímeros (el de los fatímidas ismailíes, por ejemplo) han marcado inevitablemente un endurecimiento y luego un declive de la doctrina espiritual15. Es más bien de la fatalidad de sus fracasos temporales de donde el ima­mismo extrae su signifi­cación profunda, la razón de ser de su protesta perma­nen­te. Es con la idea del «Imam oculto», agudizando la «gran oculta­ción» su sentido escatológico, como un imamismo espi­ritual podía mantenerse y podía ofrecer a nuestros teósofos místicos la ocasión de un ta'wîl que reconduce a la idea de la rea­leza invi­sible del sabio perfecto, cuya sola presencia, se­creta e ignora­da por la multitud de los hombres, es a la vez suficiente y necesaria para que conti­núe fermentando entre ellos la levadu­ra de la Sabiduría, y para que se mantenga en el ser una humani­dad de la que él es el «polo» (qotb). Y esta «oculta­ción» co­rrespon­dería mucho mejor al desenla­ce de nuestro «Relato de Salâmân y Absâl», pues cuando un símbolo se reve­la como símbolo central, muestra una polivalencia extraor­dina­ria. Puede ser perfectamente que el drama de Absâl (los planes perversos que se desencadenan contra él, su «ocultación» como apoteosis fuera del escenario visi­ble de la historia, etc.) sea igualmente legible en un sen­ti­do imamita de forma satisfactoria. Añadamos incluso que una forma de dar todo su peso a las alusiones iniciáticas del prólo­go del «Relato del pájaro», consistiría en leerlo como el relato de una «Búsqueda del Imam oculto», del rey invisible, «escondi­do» en su santuario inviolable, y cuyo mensaje­ro sería fácil­mente identificable con algún emisario de alguna jerarquía eso­térica. Podemos hacer un espacio aquí a esta sugeren­cia «epi­lógi­ca»; incluirla en el cuerpo del libro hubiera sido un tanto aventurado.

            Sin embargo el texto que retiene ante todo la atención de nuestros Sayyeds son las líneas que cerraban el gran libro del Shifâ'; esas frases parecen tener, en efecto, una densidad alu­siva poco común. Recordemóslas aquí: «Aquel en quien se en­cuen­tran unidas sabiduría especulativa y sabiduría práctica —escribe Avice­na— bienaventurado es ya. Si además está investido de las cualida­des propias de los Profetas, entonces helo ahí convier­tiéndose casi en un Dios con forma humana (rabb insânî), y casi es lícito dirigirle un culto de adoración después de Dios, pues él es el Rey del mundo terrestre, el califa de Dios en este mundo». Para nues­tros dos autores, no hay duda de que esta ca­rac­terología se aplica literalmente al Primer Imam, 'Alî ibn Abî‑Tâlib, el Emir de los Cre­yentes, que, según una opinión unánime, aunaba la sabidu­ría especulativa y la sabiduría prác­tica, además de poseer sus dones ca­rismáticos y taumatúrgicos16.

            El Sayyed Ahmad 'Alawî prepara la exégesis de este texto aviceniano, hacia el que no oculta su admiración, recordando un pasaje del Mi'râj‑Nâmeh, cuya atribución a Avicena no pone en duda17. Figuran ahí dos hadîth que exigen un ta'wîl que conducirá con seguridad a su obje­tivo a nuestros filósofos imamitas. El Profeta, diri­giéndose al Primer Imam («Centro de la Sabiduría, Cielo de la realidad esencial»), le dijo así: «Aunque el común de los hombres se acerque al Creador por todas las formas de la piedad, tú acércate a él por todas las formas de la inte­ligen­cia: tú los precedes a todos». Y añadió: «¡Oh 'Alî! aunque las gentes se esfuercen tanto en multi­plicar sus actos de ado­ra­ción, tú preocúpate del Conocimiento del mundo inteli­gible (ma'qûl), de forma que los precedas a to­dos». Tales palabras, subraya el autor del Mi'râj‑Nâmeh, no po­dían dirigirse más que a un ser que, en medio de los Compañeros18, los cuales formaban ya la élite de los hombres, era como lo inteligible (ma'qûl) en medio de lo sensible (mahsûs). He aquí pues con la llamada al culto filosófi­co, al servicio divino que constituye para el Sabio el Conocimien­to, la investidura del Imam ensalzado al plano metafí­sico trans­cendiendo toto cælo el plano de la histo­ria empí­rica, donde el significado del Imamismo se reduciría a una lucha por el poder entre los 'Alidas legítimos y los Cali­fas sunnitas.

            El Imam aparece desde ese momento como el Hombre Perfecto, el que realiza el tipo del perfecto gnóstico (al‑'ârif al­‑kâmil). Sayyed Ahmad, para amplificar la caracterología, recu­rre a ex­presiones que combinan sin dificultad el léxico avice­niano y el léxico sohravardiano, hasta tal punto su intercone­xión es un hecho evidente. Hemos insistido a lo largo del pre­sen­te libro en la transición que podemos operar men­tal­mente entre Avicena y Sohra­vardî merced a sus respectivos rela­tos místi­cos. El prólogo del «Relato del exilio occiden­tal» nos remitía al «Relato de Hayy ibn Yaqzân», y nos invitaba, pues, a leer éste en primer lugar; podía­mos captar entonces la «pro­gre­sión» que con­ducía de uno a otro, hasta el «desenlace» fi­nal del «Relato de Salâmân y Absâl», en el cual, según el pro­pio tes­timo­nio de Soh­ravardî, está ence­rrado el Mysterium mag­num. Aquí, los filósofos shiítas nos invitan a reali­zar una pro­gre­sión parale­la: hacer suceder inmediatamente a las últimas lí­neas del Shifâ' de Avice­na, el prólogo del Hik­mat al­‑Ish­râq de Sohravar­dî, donde se describe al sabio perfecto como investido de tales cualidades y prerrogativas que el imamis­mo podía reco­no­cer en él a su pro­pia figura‑arquetipo19. De hecho, basta una breve modula­ción para pasar del epílogo del primero al prólogo del segundo; la progresión es semejante a la que nos permi­tía pasar del relato de Hayy ibn Yaqzân al relato del exi­lio, pero, por breve que sea, esta transición nos obliga a fran­quear un umbral y nos permite acceder así a una tonalidad nueva, la de la autén­tica «filo­sofía oriental» propuesta por Sohravardî. Toda la poste­ridad irania de nuestros dos filó­sofos está ahí para ren­dir testi­monio de hasta qué punto la trayectoria de pensamien­to así trazada puede ser caracterís­tica y esencial.

            Sayyed Ahmad esquematiza en algunas líneas la figura ideal del sabio tal como aparecía realizada en la persona del Primer Imam, en la visión mental de un discípulo de Mîr Dâmâd. Según su primera naturaleza constitutiva, su «creación» primera (fitrat ûlâ), el sabio es investido, por el órgano de su intellectus materialis20, con una virtualidad sacrosanta, «hieráti­ca» (qowwat qodsîya). Por su «creación» segunda (fitrat thâniya) en acto, se actualiza en él una dignidad per­fecta para realizar el intellec­tus adeptus. Entonces se convierte en una copia, en una reproducción en la que están transcritos todos los universos del ser; deviene en sí mismo un universo inteligible ('âlam 'aqlî), y todo esto es au­téntica­men­te aviceniano; hemos encontrado pre­cedente­mente el término lati­no equivalente: sæculum intelligi­ble21. Llegado a este alto grado de madu­rez en la que se conjugan la perfección del Cono­cimiento y la experiencia de la theôsis (ta'alloh), es el Sabio «teosofiáni­co» consagrado (mota'allih motaqaddis), y estas últimas expre­siones remiten al léxico soh­ravardiano22. Además, está inves­tido a la vez de las cualidades proféticas del enviado, y de las que consagran la dignidad de su legata­rio, su heredero espiritual (wasîya, wirâtha); y estas últimas prerroga­tivas nos remiten a la concepción shiíta del Imam. En suma, «es —como dice Avicena— el Rey del mundo terres­tre y el califa de Dios en este mundo. Es como una luz en la cima de una elevada montaña». La caracterología del sabio, tal como aparece al final del Shi­fâ', nos propone, pues, una figura que integra en su persona todo un conjun­to de rasgos que son a la vez avicenianos, sohravardianos e imamitas.

            No hay entonces por qué preguntarse, como si de un dile­ma se tratase: ¿estamos ante la caracterología del Primer Imam o bien ante la del sabio per­fecto? La inexistencia de este dilema es precisamente lo que diferencia a nuestros filósofos de los teó­logos litera­listas. Pues, si el Imam realiza en sí y por ello mismo propone el ideal del sabio perfecto, el Imam es eo ipso el fin supremo (maqsad aqsà) de la gnosis mística, fin que no es solamente conocimiento teó­rico sino realización interior. Cu­brien­do la figura del Imam todo el horizonte de la transcenden­cia y de la transcon­ciencia, se intuye el significado que puede revestir para un aviceniano imamita una expresión que ya hemos encontrado anteriormente (supra pág. 000), y que habla del alma en el más elevado de los estados místicos como «contem­plándose con­tem­plan­te». El pensa­miento de nuestros dos Sayyeds, su ta'wîl y el de todos sus cofrades, se desarrolla a la luz de esta homo­logía que sitúa al Imam respecto al común de los hom­bres, inclu­so res­pecto a los Compañeros del Profe­ta, como lo inteligible respec­to a lo sensible.

            Lo inteligible, subraya Sayyed Ahmad, no es ningún pensa­miento abstracto, sino el mundo de las inteligencias angélicas, el «mundo de la luz»; lo sensible es el mundo del fenómeno, el mundo de la muerte y las Tinieblas. El Imam es en relación a los otros hombres, incluidos los Compañeros, lo mismo que la Luz respecto a las Tinieblas, la vida respecto a la muerte, la san­tidad y la pureza respecto de la suciedad y la corrupción. En­ton­ces, en «la declaración sintética de Avicena, en la sutil alu­sión que le es inspirada por el mundo celestial», debe enten­der­se esto: la medi­tación de los sabios no se dirige más que a los Inteli­gi­bles; el fin de los conocimientos sofiánicos ('olûm hikmîya) es actua­lizar en el alma, gracias a los Inteligibles santos, una perfec­ción que va a la par con la perennidad del alma. Refe­rirse al Imam como a este Inteligible significa que el Imam es tanto el fin supremo como el fin original (maqsad aslî) gracias al cual se hace perenne el alma perfecta, adornada con todas las bellezas de la gnosis mística, con todos los ornamen­tos de la fe (îmân, en el sentido shiíta de la palabra), colmada por la ale­gría de todos los grados del paraíso. En cuanto a todo lo que no es el Imam, todo ello está en el nivel de las cosas sensibles, en las que el alma no puede encontrar ni su perfec­ción ni su sobreexistencia. En suma, sólo el Conocimiento, la gnôsis del Imâm, realiza la perfección y totaliza lo que pueden ambicionar la firme seguridad de la fe y la esperan­za latente en los de­seos23. A partir de ahí, y puesto que el Imam propone como fin de la gno­sis místi­ca el arquetipo que él mismo realiza, la imamolo­gía define y representa igualmente el fin y la culmina­ción de la antropolo­gía mística.

            Desarrollar las consecuencias que de ahí se derivan sería penetrar en el dominio del esoterismo. Nos contentaremos con recordar la exégesis esotérica del «estallido de la luna» (Qorán 54,1) tal como aparece en el «Dabestâh al‑Madhâhib», porque pro­longa jus­tamente el Mi'râj‑Nâmeh atribuido a Avicena24, y porque ya nos he­mos referido a ello en esta misma obra25. El sentido esotérico de ese «es­tallido», que representa la conjun­ción del alma con la Inte­ligencia agente, puede enunciarse en términos avice­nianos tanto como en términos ishraquíes26; de cualquier manera, cada místico se transforma por su parte o bien en el «sello de los Pro­fetas» o bien en el «Qâ'im maqâm», el Imam del Anthropos, ese Adán ideal o espiri­tual (Adam ma'nawî, ruhânî), señor espiritual o Ángel de la humanidad (rabb al‑nû'‑e insânî) y décimo de los «Querubines», del que la teosofía ismai­lí propone como tipificación terrestre visible al Imam de cada período, formando todos los hodûd, los miembros de la «Orden», su «templo» o cuerpo místi­co.

            Ciertamente, se precisa mucha prudencia a la hora de compa­rar la angelología ismailí y la angelología avicenia­na; hay homo­logía exterior, pero la estructura interna difiere. De he­cho, después de su derrumbe político, el pensamiento ismailí ha sobrevivido en la clandestinidad; un cripto‑ismailismo, espe­cialmente en Irán, ha podido favorecer la interpenetración de doc­tri­nas cuyas formas externas le ponían a cubierto, como ha ocu­rrido también con el sufismo iranio. El texto del Da­bestân mues­tra algu­nas huellas de este hecho; revela incluso esa ten­dencia siem­pre laten­te en el shi­ísmo, y no solamente en el shi­ísmo extremista, a invertir la relación de primacía entre el Profeta y el Imam, en beneficio de este último. Esta inversión procede de un sentimien­to íntimo: de la fe en que la religión de la Ley no es definiti­va; el reino por venir del Imam significa justa­mente la abroga­ción de la Ley y el advenimiento de la pura «re­ligión de la Resurrección». Y tal habría sido el significado de la Gran Resu­rrección proclamada en Alamût el 8 de agosto de 116427. Hay ahí un complejo de pensamien­tos y acontecimientos, cuyo estu­dio, por medio de los textos que han sobrevivido, está lejos de haberse desarrollado lo bastante como para permitirnos ya una reflexión global sobre todos esos datos. Lo poco que aquí se rememora de manera fugaz tiene por fina­lidad sugerir su fondo de protes­ta íntima y de esperanza inquebrantable, en suma todas las inten­ciones que nuestros filóso­fos formu­laban secretamente, haciéndo­las suyas y adoptando la terminología y las representa­ciones ima­mi­tas.

            No es ése un fenómeno que haya comenzado en Irán en el siglo xvi con el período safávida. Todo lo que acabamos de ana­lizar o resumir lo encontramos ya formulado por Shahrazôrî en el siglo xiii, en su comentario del «Hikmat al‑Ishrâq» de Sohravar­dî. En relación al prólogo, en el que Sohravardî describe al sabio per­fecto como el que aúna en su persona la capacidad del filóso­fo especulativo y la experiencia mística del sabio «teoso­fiáni­co», proclamando la necesidad de que nunca la tierra se vea privada de alguno de estos sabios o de un grupo de ellos, Shah­razô­rî cita un sermón del Primer Imam: «¿Tendría que morir el conocimiento cuando mueren los que son sus soportes? ¡No! La tierra jamás carece de un Mante­ne­dor (qâ'im) que mantiene sus Pruebas, ya sea pública­mente y al descubierto, ya sea en secre­to y bajo la opre­sión, a fin de que no sean aniquiladas las Pruebas divinas y los irrefuta­bles testimo­nios. ¿Cuántos son? ¿dónde es­tán? No importa. Ínfimo es su número, incalculable su valor. Ellos mismos desaparecen, pero sus máximas subsisten en los corazones. Por ellos Dios mantiene sus Pruebas, para que las transmitan a sus semejan­tes y las confíen como legado al corazón de aquellos que se les parecen»28. Tenemos pues aquí al Primer Imam en persona, citado para dar testimonio de los sabios per­fectos en calidad de sucesores suyos. Evidentemente, nada podía confirmar mejor ese Imamato que Sohra­vardî rei­vindica, según el final del Shifâ', para el sabio per­fecto; y éste, aunque sea invisible para el común de los hombres, ignorado por la masa, no por ello deja de ser el místico Rey del mundo, el que «manti­ene» la presencia y la energía de una Sabiduría, sin la cual la huma­nidad inconsciente perece­ría en una catástrofe que ni siquiera es capaz de concebir.

            Este «imamismo» aviceno‑sohravardiano participa de una visión formulada igualmente por otras tradiciones esotéricas. La cuestión de la pertenencia confesional de Avicena nos parece en consecuen­cia un tanto superada. Entre el campo ideológico limi­tado en el que se plantea y ese «Imamismo» filosófico y espiri­tual que el ta'wîl del sabio hace aflorar haciendo estallar los límites, hay una distancia comparable a la que pueden medir etimológicamente términos como «convertirse a» e «integrar en sí». Podemos incluso comprender mejor la razón de que Avicena, a pesar de las fervien­tes exhortaciones de su padre y de su hermano, se negara siempre a «pasarse» al ismailismo29. Los casos de fieles que dejaron el shiísmo duodecimano para abrazar el shiísmo septi­mano no fueron ra­ros; éste fue quizás el caso de otra gran personalidad de la historia reli­giosa del Irán, Nâsir‑e Khosraw30. Pero nuestro filó­sofo podía, gracias su ta'­wîl, «pasarse a» otro imamismo, respecto al cual el imamismo basado en la legitimidad de los imames alidas por descendencia car­nal, no era más que un símbolo en el mundo sen­sible. Avicena nos ha revelado así algo más que un secreto que después de todo sólo a él le incumbe; nos ha indicado de algún modo la forma en que una exégesis del alma trans­fiere a un plano supe­rior los datos inmediatos. Y es de impor­tancia capital que haya habido en la tradición imamita irania algunas almas lo bas­tante elevadas para comprenderlo, y por eso mismo para justificar el significa­do que sus recursos especulati­vos dan al shiísmo en la historia espiri­tual de la humanidad.

            La necesidad de esta transferencia, más exactamente de esta anáfora de un plano inferior a un plano superior, ha sido puesta igual­mente de manifiesto por Nasîroddîn Tûsî, el propio comenta­dor de Avicena, su defensor póstumo contra Sharas­tânî, y que estuvo no menos fami­liarizado con el shiísmo de los Siete que con el shiísmo de los Doce. El conocimiento verdadero del Imam, escri­be Tûsî, no es ni el conocimiento de su persona física, ni el de su nombre o su genealogía carnal; cualquier enemigo o cualquier infiel podría ser capaz de ese conocimiento. No es tampoco el conocimiento propio del adepto ingenuo al que su entusiasmo ha unido a la causa. No, es un conocimiento de las profundidades, un conocimien­to del Sí (dhât) del Imam, o más bien del Sí que es el Imam; es percibir lo que constituye la Verdad y la Realidad de sus cualifi­caciones (haqîqat‑e sifât). Se trata, pues, de un cono­ci­miento absoluto y purificado de cualquier otra forma de con­cien­cia y de conocimiento31. Se podría evocar comparativamente en relación a este punto lo que signifi­ca en la terminología búdica el conoci­miento de los Budas no en su «cuerpo de metamor­fosis», sino en su «cuer­po de Esencia» (Dharmakâya), y se podría igual­mente poner de relieve la predi­lección con que los «Apó­cri­fos» cristianos de origen gnóstico rememoran las entrevistas con Cristo y su «cuerpo glorioso», post resurrectionem. Esta sería la ocasión de recordar que los problemas característicos de la cristología han encontrado sus respectivos homólogos en la ima­mo­logía32.

            Nos vemos entonces conducidos de manera natural a pregun­tarnos por el órgano psíquico mediante el que puede ser percibi­da esta realidad imámica, y a través del cual puede la medita­ción captar todas las figuras de los Imames como ejemplificacio­nes de un mismo y eterno Imam. Esto no «ocurre» en el plano de la per­cep­ción sensible de los acontecimientos físicos de la historia. Cuando el shaykhismo enseña que hoy es preciso ver al Imam «en Hûrqalyâ»33, nos remite a un mundo intermedio que, en Avicena, se sitúa entre el cosmos físico y el mundo de las puras Inteli­gen­cias arcangélicas, y que, en Sohravardî, es designado como el «Oriente intermedio». Es el mundo en que, con y por la metamorfo­sis del alma, se opera la transmutación de todas las cosas en símbolos; es pues el mundo del símbolo en su autonomía, puesto que precisa una subsistencia propia a fin de refe­rir a lo que simboliza, y a la vez en su transcendencia, puesto que al subsistir así, refie­re, transfiere, más allá de sí mismo, sin que ese «más allá» pueda ser expresado de otro modo que por él. Ese mundo interme­dio cuyo órgano es la imaginación metafísica activa, no es pues ni una «fantasía», ni el universo de la fan­tasía (en el sentido que justificaría la naturaleza del tercero de los compa­ñeros denuncia­dos por Hayy ibn Yaqzân). Lejos de ello, es ese «Oriente» que hemos aprendido a conocer como mundo de las Animæ cæles­tes. Final­mente, estas pocas reflexio­nes sobre la figura del Imam como el más alto símbolo de la Búsqueda del sabio, nos reconducen a lo que ha sido la preocupa­ción cen­tral del presente libro: la sim­bólica de los relatos visionarios.

 

                                                          Simbolismo y Presencia

            Centrándonos en los problemas planteados tanto por la eclo­sión como por la percepción de estos símbolos, nuestro propósi­to, tal como lo enunciábamos al comienzo de este libro, preten­día estudiar, en definitiva, lo que puede significar para noso­tros en el momento actual la enseñanza de Avicena. Quizás desde nues­tro punto de llegada algún nuevo destello se proyecta ahora tanto sobre el recorrido seguido como sobre lo que fue el punto de partida. Esbozar una confrontación entre el avicenismo y la idea de si­tuación filosó­fica, implicaba des­de ese momento preo­cuparse por una posible valoración del pensa­miento aviceniano «en pre­sente». En cuanto a las implicaciones del proceso mental que pretende llevar a cabo esa puesta «en presente», es justo decir que la filosofía occiden­tal, principalmente desde hace una gene­ración, ha comprendido sus motivos, su finalidad y su técni­ca, pero parece que estos elementos se revelan con menos clari­dad a nues­tros colegas orientales. Es a fin de cuentas el pro­ble­ma angus­tioso que no ha dejado y no dejará de plantear el encuentro de las culturas «tradicionales» con el mundo que se designa de forma tal vez demasiado vaga como «civilización mo­der­na». El proceso aquí fundamental y necesario para la concien­cia es aquel que caracterizamos a grandes trazos como una inte­riori­zación. Partiendo del caso ejemplar del ta'wîl que toma la letra de un texto sagrado y de algún modo la eleva para hacer que su senti­do espi­ritual sea asimilable por la conciencia vivi­da, había­mos desig­nado como «exégesis del alma» el esfuerzo que libera a un pensa­miento de quedar «encerrado» en la letra. Es una exé­gesis que el alma realiza por sí misma, y que le hace posible, en lugar de quedar subordinada a un mundo exterior y extraño, inte­grar ese mundo en ella misma. En lugar de sucumbir a las filo­sofías y a las experiencias del pasado, o en lugar de enta­blar una lucha como si tuviera que afrontar algún obstáculo externo, el alma debe apren­der a superarlas, a hacerles en sí misma una morada, a liberarse de ellas liberándolas al mismo tiempo a ellas mismas.

            Ciertamente, esta interiorización exige una transmuta­ción del alma; supone un modo y un órgano de percepción muy dife­ren­tes a los del conocimiento común que acepta y experimenta los datos como algo ya acabado, como algo necesario, sin pre­gun­tarse quién es el «donador» de esos datos. Para asimi­lar­los de nuevo, el alma debe comprender cada vez lo que ella misma ha hecho; no puede salir de su situación más que compren­dien­do esto, y es comprendiéndolo como se hace libre para una asimi­la­ción nueva, en un sentido completa­mente nuevo. Entonces ya no sufre ni cuestiona el mundo o los acontecimien­tos; es ella misma lo que ella cuestiona. Es en sí misma ese mundo, el Acon­teci­miento que hace ver un mundo; Hayy ibn Yaqzân la designa como «sol levante». Ese reflejo sobre sí no encuentra datos totalmen­te acabados; se proyecta hacia una visión que no es configurable más que en un símbolo. El simbo­lismo avice­niano, su eclosión y su puesta en práctica, tal como testimonian los rela­tos, desbrozan la vía difícil que lleva a esa pura Pre­sencia; en ese sentido, esta simbólica puede ser para noso­tros la ense­ñanza de Avi­cena.

            Esta enseñanza nos hace testigos de un esfuerzo supremo de liberación que condiciona la «salida» más allá de este mundo, y opera algo así como una transmutación del cosmos físico que resti­tuye a éste a un uni­verso de símbolos; esta transmutación implica un cambio tan radical en el modo de percepción, que será impo­sible seguir estando de acuerdo con las evidencias y las leyes de la conciencia común (testigo de ello es el humor de las líneas fina­les del «Relato del pájaro»). Y ahí estriba pre­cisa­mente una de las razones de esa debilidad que hemos tenido que lamentar en la mayor parte de los comentarios a los rela­tos místicos tanto de Avicena como de Sohravardî, la perpe­tua re­caída en un nivel de ser y de realidad supe­rado ya por el símbo­lo. Quisiéramos insistir todavía, para cerrar estas pági­nas, en un doble carácter que va unido al aconte­cimien­to constitutivo de nues­tros Relatos, a fin de facilitar su función de «testigos» para la fenomenología general de los símbo­los. Se trata por una parte de la realidad plena y autónoma que presenta el mundo inter­medio de la Imaginación simbó­lica, y, por otra, de la es­ponta­neidad con la que ese mundo imagi­nal hace eclo­sión. El cambio ocurrido en el alma, que ese mundo expresa al mismo tiem­po que opera, anuncia la llegada de éste a su símbolo verdadera­mente personal, y la grandeza del acontecimiento está ahí.

            Hablando de esta realidad plena y autónoma, podríamos tam­bién ha­blar de la objetividad del mundo de los símbolos, con la sola condición de no entender el término objeto como algo exterior a la conciencia natural del mundo sensi­ble y físico. Contrariamente a las interpretacio­nes natura­listas o inspiradas por el psicoanáli­sis freudiano, que tien­den a «explicar» los mitos y los símbolos reduciéndolos a subli­ma­ciones de contenidos biológicos, la eclo­sión espontánea de los símbolos debe entenderse como algo que corresponde a una es­tructura psíqui­ca fundamental, y que, por eso mismo, no saca a la luz formas arbitra­rias y «fantasiosas», sino contenidos fundados e invaria­bles, que corresponden a esa estruc­tura per­manente. No son, pues, simples proyecciones realizadas en el nivel «subjetivo» de la men­te; descubren a la mente una región no menos «objetiva» que el mundo sensible. Su espontaneidad está tan lejos de ser arbi­tra­ria que presenta recurrencias sorpren­dentes en culturas tan separadas por el tiempo o el espacio, que ninguna filiación de causalidad histó­rica podría explicar. Los símbolos avice­nia­nos nos han proporcio­nado la ocasión propicia para seña­lar varias de estas recurren­cias, y han motivado también algu­nas referencias a las investigaciones psico­lógicas de C.G. Jung.    

            Sin embargo, no bastaría con decir que la eclosión de los sím­bolos responde a un esfuerzo por «aclarar» el significado inte­ligible oculto «de­trás» de cada realidad puramente sensi­ble. Esquematizando así el proceso, erraríamos con toda certeza sobre lo que constituye la reali­dad propia y la autonomía del universo de los sím­bolos: el sím­bolo es mediador porque es silencio, dice y no dice; y así pre­cisamente enuncia lo que sólo él puede de­cir. Si se pretende captar su sentido de una vez por todas para apoyar­se en el significado inteligible por el que se sus­tituye, toda la drama­turgia mental de los relatos avicenianos y sohra­vardianos se desvanece; no subsisten más que pálidas «ale­go­rías»; nuestro esfuerzo fundamental a lo largo de este libro ha sido mante­nernos fieles a las intenciones avicenianas y pre­ser­var a nuestros rela­tos de caer en esa superficialidad que hace vana y estéril toda creación mental. No se trata de dedu­cir, de «abs­traer» (toda la doctrina aviceniana‑sohravar­diana enseña que el inte­lecto humano no realiza una abstracción, sino que recibe la ilumina­ción del Ángel). Se trata de que el alma expe­rimente y realice a la vez una transmutación.

            En cuanto al lugar y a la garantía de ésta, hemos insistido (§ 7) en la importancia decisiva que adquiere el avicenismo por el hecho de reconocer y afirmar la segunda jerarquía angélica, la de las Almas celestes. Pues no es la «fantasía» humana cali­fica­da de subjetiva, sino el pleroma de las Almas celestes, poseedo­ras de la Imaginación pura, libre de los sentidos, lo que cons­tituye a la vez el lugar y la garantía de lo que se puede llamar la obje­ti­vidad del mundo de los símbolos, todo ese uni­verso de lo imagi­nal que será tipificado toponímicamente, entre los ishrâqî­yûn y los shaykhíes, como el mundo de «Hûrqalyâ»34. Es «en Hûrqa­lyâ» donde transcurren nuestros relatos visionarios, es decir, en el mundo de los Ángeles‑Almas celestes que conservan los arquetipos de las visiones proféticas y de las visiones místi­cas. Quizás la elimina­ción del avicenismo en beneficio del ave­rroísmo en Occi­dente nos hace presentir cómo y por qué el ta'­wîl, la exégesis simbólica, ha planteado en una y otra parte problemas comparables, aunque dando lugar a soluciones y actitu­des muy diferentes. Ver los aconteci­mientos «en Hûrqalyâ» es algo muy distinto a verlos en el plano sensible e histórico. Fijarlos en éste, dándole una preferencia tal que toda la reali­dad de un acontecimiento dependa de él es hacer imposible esa inte­gra­ción, es decir, ese significado inte­rior y personal «en pre­sen­te» al que hemos hecho alusión; conse­cuentemente, nuestros rela­tos no serán entonces más que amables ficciones de contado­res orien­tales de cuentos.

            Sin duda el ta'wîl bíblico en Occidente ha buscado en la tipología un compromiso capaz de salvar la historia, es decir, de conferir al acontecimiento percibido en el plano sensible e histó­rico un significado simbólico. Desgraciadamente, el histo­riador puro y simple no percibe este sig­nificado con preci­sión. Percibir­lo no es simplemente deducirlo del aconte­ci­mien­to, sino transmutar éste por un modo de percep­ción que lo reconduce (se­gún la etimolo­gía de la palabra «ta­'wîl») al plano superior en el que el Aconte­cimiento, comprendido espiri­tualmente, es decir trans­mutado en símbolo, «sucede» entonces espi­ritual­mente. Y si en este sentido puede siempre «suceder» de nuevo en el futuro, ello quiere decir que es en verdad no un aconteci­miento cual­quiera del exterior, sino un Acontecimiento del alma que al comprenderlo lo vive y lo hace suyo (y es por eso, por ejemplo, por lo que todos los aconte­cimien­tos relatados en la hagiografía de los Santos Imames tienen su importancia, y por eso la crí­tica his­tórica pierde ahí sus derechos). Esto no es conservar la histo­ria, sino cumplirla. Como los relatos de Hayy ibn Yaqzân y del exilio occiden­tal, no se limitan al cosmos físico sensible, sino que lo superan. Y el acto de esta supera­ción supone no solamente la «objetividad» de este mundo de los símbo­los en el cual es transmutado el mundo físico o histó­rico, sino también la espontaneidad de su eclosión en el alma indivi­dual. Sin esta objetividad y esta espontaneidad, el con­texto de los símbolos no ofrecería más que una pálida repeti­ción del con­texto físico, o una prefiguración momentánea y su­perflua de un contexto inteli­gible. La espontaneidad se refiere aquí a la trans­mutación del alma, pues sólo entonces alcan­za no un con­junto de figuras que haya que descifrar con ayuda de un códi­go, sino la configuración y la visión de su símbolo más per­so­nal, el sím­bolo central de ese Sí que no es cognosci­ble de otro modo, y con el que entra en «ora­ción dialógi­ca».

            Dicho esto, quedan por explicar ciertas cosas que pre­supo­nen justamente que todo esto haya podido ser dicho, aunque haya sido de forma muy rápida y demasiado concisa habida cuenta la impor­tancia del tema. Se acaba de evocar un estado de «oración dialó­gica» que flore­ce al término de este «camino al símbolo»35, donde apare­ce a la visión mental una figura de la que es preci­so com­pren­der y salva­guardar tanto su realidad emi­nentemen­te perso­nal como su realidad no menos eminente de símbo­lo, puesto que es una figura­‑arque­tipo «que simboliza con» ese Sí cuya vi­sión no puede ser percibi­da ni por los sentidos ni por el inte­lec­to puro, sino por esa imaginación que es su lugar epifánico (maz­har). La expe­rien­cia espiritual así caracterizada mostraría una irre­duc­ti­ble ori­gina­lidad si debiera referirse a la tipo­logía de las expe­rien­cias místicas que es corriente en Occidente, tal como es inspi­ra­da, como es normal, por las exigencias de la teología dogmáti­ca. A grandes rasgos, esta tipología distingue —u opone—, de una parte, una experiencia «sobrenatural» que llega al «Dios su­pre­mo», Dios transcendente y personal; alcan­zarlo no está dentro de las posibilidades de las fuerzas huma­nas, sino que es algo dis­pensado úni­camente por su gra­cia; por otra parte, una experiencia que sería la del Sí, expe­riencia «natural» en el sentido de que está al alcance de la capacidad del alma, y que, por esta misma razón, permite al alma experi­mentar su acto puro de existir, pero la deja como en sus­penso entre dos negaciones, la de la subjetivi­dad de su yo, y la de ese Dios supremo personal que conoce mal o que niega, al no poder alcanzarlo por sí misma.

            Da la impresión de que esta clasificación, al menos así esque­matizada, prejuzga aquello de lo que se dis­cute. No está claro el dilema entre el encuentro con un Dios su­premo perso­nal o la experien­cia de algún Absoluto despersonalizado o imperso­nal. Si así fuera, no podría haber «oración dialógi­ca» cuando se experi­menta una Presencia personal, in­cluso una visión unitiva, sin que haya identificación posible entre dicha presen­cia o visión y el Dios su­premo de nues­tras teo­logías. Así será para toda concien­cia en la que sub­sista la firme seguridad de que el Supremo está como tal, más allá lo conocido y de lo cognoscible. A la afirmación teológica de que se comunica justamente por un don de gracia inefable, responderá la otra actitud que tal comu­ni­ca­ción no puede en ningún caso ser una expresión inmediata y direc­ta, sino una correspondencia que postula y anuncia una indivi­dualización nece­saria, y cuyo valor eminente está en fun­ción de esa necesa­ria individualización. Tal es el sentido de la cone­xión que hemos intentado establecer en el curso de este libro, entre expe­riencia mística y angelología. Si la divinidad es lo que es, lo sepan o no nuestras teologías, toda epifanía divina no puede sino tener la forma del Ángel. Ahí mismo va a establecerse la relación entre ange­lología e imamología, parti­cular­mente meditada en el shiísmo ismailí (las correspondencias entre jerarquías celestes y te­rres­tres). La figura del Imam, espe­cialmente en el sufismo shiíta, provoca tanta devoción y amor que es posible hablar de un imamo­centrismo en el sentido en que se habla en espirituali­dad cristia­na de cristocentrismo. Pero, para ser correcta, la com­paración tendría que tomar como tér­mino homólogo la concepción gnóstica del Christos‑Angelos, más bien que la de la teología de los concilios.

            En todo caso, la homología nos permite entrever que las palabras de Nasîro­ddîn Tûsî sobre el Conocimiento verdadero del Imam como conoci­miento del Sí que es el Imam, bastan ya para hacer estallar el dilema señalado más arriba, en virtud del cual la tipo­logía de las experiencias místicas correría el peligro de esclerotizarse y hacerse vana. No se olvide que todos los rela­tos místi­cos sohravar­dianos están estructurados en torno al Ángel que es el Espí­ritu San­to, Ga­briel o la Inteligencia agen­te, cuya relación con el alma ha sido experimentada como algo tan íntimo y perso­nal por algu­nos comentadores, que han visto en él la «Na­turaleza Per­fecta», es decir, el Ángel perso­nal del filósofo. Precisamente por este motivo, la ange­lología nos lleva a plantear, en unos términos que le son absoluta­mente pro­pios, el problema del Sí, términos tan insólitos para el puro mono­teísmo escriturario que la resistencia de Guillaume d'Au­vergne toma, por sí misma, un valor simbólico; y términos, ade­más, tan imprevistos que no han sido hasta ahora, que nosotros sepamos, preci­sados y meditados por sí mismos en ninguna otra parte.

            Ésta es, sin embargo la preocupación que nos había movido a plantear aquí una investigación (supra, § 8) que, poniendo en relación la angelología con el proceso de individualización, nos ponga en condiciones de descubrir y experimentar quién es el «Do­na­dor» de los datos que padece en una pasividad ignorante la «con­ciencia» común natural (la cual es entonces simplemente «incons­ciencia»). Este descubrimiento es liberación del alma, porque sabiendo quién es el Donador, el alma sabrá también quién es culpable de alterar y alienar los datos hasta el punto de que se impongan como un yugo. Simultáneamente, esta liberación pone al alma en presencia de un que, siéndole suprapersonal o trans­personal, demanda por su parte, a través de la Forma perso­nal que lo anuncia, la más personal de las relaciones. Tenemos per­fecta conciencia de no hacer aquí más que apuntar problemas que nece­sitarían una exposición mucho más amplia para ser ple­na­mente inteligibles. Pero puesto que nuestras meditaciones avice­no‑sohra­vardianas han sido la fuente de los mismos, que ese apunte aparez­ca al menos aquí.

            Si nuestra investigación se centra en las implicacio­nes de la teoría aviceniana del conocimien­to, que culmina en la figura del ángel como Dator Formarum (wâhib al‑sowar), entre­vemos quién es el Donador de todos los datos que la conciencia común (¡con­ciencia no aviceniana!) cree sufrir pasivamente del exterior. Ciertamente, hay una passio del alma en su intellectus possibilis. Pero esta pasión, no la sufre de un mundo material de objetos exteriores e impersonales. Su pasión es la acción del Donador por el que es donada la Forma a esos datos todavía vir­tua­les, cuando ella recibe la ilumina­ción del Ángel del que emana igualmente la propia luz constitutiva de su ser, su propia Forma. En suma, en la medida en que la conciencia común no puede realizar la operación de abstrac­ción, sino que recibe la ilumi­nación que emana sobre ella, que invade su ser e in‑forma en ella y por ella todo lo todavía Infor­mal, su acción cogitante es más bien una pasión, su Cogito es en realidad un Cogitor (para retomar la céle­bre expresión de Franz von Baader); reconocer esta acción de la Inte­ligencia agente o Espíritu Santo es el «conocimiento oriental», aquel que es el Oriente, el origen de todo conoci­miento36. Por esta inversión que produce en la con­ciencia el sujeto real, ésta discierne quién es el Donador real de los datos, quién es el Sí, qué relación experi­menta el yo con su Sí, como forma del pensamiento de ese Sí. La idea del «Dator Forma­rum» implica que comprender al Ángel es ser com­prendido por él, puesto que es preciso para eso que él mismo irradie su pro­pia Forma sobre el alma que le comprende. El Ego sujeto del Cogitor, no es ya el ego «egotificante» del hombre «sin Ángel». Este último es el hombre esclavo de los dos sinies­tros compañe­ros denunciados por Hayy ibn Yaqzân, los cuales, al separar al alma de su compañero celestial, hacen sufrir a los datos del Dona­dor una alteración demoníaca tal que cercan en una prisión de ti­nieblas al alma inconsciente y embrutecida. La fatalidad leja­na de esta alteración demoníaca la discernía Sayyed Ahmad 'Alawî, como perfecto aviceniano ishraquí o sohra­vardiano, cuan­do la sombra que pesa desde el origen sobre la graduación des­cen­dente de las Inteligencias y las Almas, era para él oca­sión de re­cor­da­r explícitamente el antiguo zervanismo iranio (supra págs. 00 sigs.).

            Es extraño que algunos enfoques o planteamientos de la gno­seología aviceniana hayan podido reducirla en ocasiones a lo que convenimos en llamar un racionalismo. Meditar sus implica­ciones puede, al con­trario, orientarnos a través de la mística persa, y nos ha conducido ya, aquí mismo, hasta lo que se revela en 'Attâr como mis­terio de la Sîmorgh; lo que significa la Sîmorgh como «Espejo» no es nada más que esta inversión del sujeto, tan incom­prensible para la conciencia común natural. Para llegar ahí, es preciso seguir ese itinerario interior que nos es traza­do por el «ciclo del pájaro».

            Y he aquí que este recuerdo del itinerario mental que nos ha conducido del relato de Avicena a la epopeya mística de 'At­târ, nos ofrece la posibilidad de subrayar un carácter propio de la místi­ca persa, tal como se expresa en sus grandes poe­mas, de los que sola­mente dos, el de 'Attâr y otro de Jâmî, han podi­do ser evo­cados aquí, pero cuya evolución habría que seguir hasta Nûr 'Alîshâh, al comienzo del siglo xix. Se trata de un proceso mental que puede caracterizarse como una revalorización de las imá­ge­nes, y que parece ir en sentido contrario a todas las ense­ñanzas mís­ti­cas, que preconizan la desnudez del alma, el despo­ja­miento de las imágenes, etc. Comparativamente, habría lugar a evocar el hecho capital que constituyeron en la historia de la espiritualidad occidental los «Ejercicios espirituales» de san Ignacio de Loyola. Ahí también se encuentra una práctica de meditación y de realiza­ción mental basada en la activación de imágenes, y, como tal, esta práctica ha sido objeto de críticas a veces apasionadas, cuyo punto esencial es qui­zás el repro­che de haber roto el equilibrio, que todavía prevalecía en la espi­ri­tualidad medieval, entre el idealismo místi­co de inspi­ración platónica y el realismo postulado por la gno­seología aristotéli­ca, habiendo precipitado así la evolución de los acon­tecimientos en un sentido favorable a esta última37.

            La posición de nuestros espirituales ira­nios hace sin em­bargo presagiar una diferencia esencial, que se anuncia ya en el mero hecho de que el avicenismo no es ni un aristotelis­mo puro, ni un platonismo puro. El mundo interme­dio no es nada semejante a una media aritmética; es la única salida ofrecida al dilema que desde el origen pretende imponer a toda espiritualidad la elec­ción entre lo inteligible y lo sensible. Ahí también, el sentido de la ange­lología se revela tanto en lo que ella hace posible como en lo que la hace posible. Por esa vía media que marca el en­cuentro y la conjunción de aquello que la con­ciencia desdichada opone para atormentarse con el senti­miento de su «pe­cado», la espiritualidad irania ha progre­sado con la firme segu­ridad que le daba su nostal­gia; ha vivido esa experiencia mís­tica donde el amor y la belleza, en su bús­queda recíproca, se tran­smutan el uno por el otro en ado­ración pura. Rûzbehân Baqlî de Shîrâz (siglo xii), como psicólo­go experto, nos ha ofrecido un análi­sis de los más profundos y deli­cados que se hayan dado nunca de esa búsqueda38. Subrayé­moslo bien: la visión simbólica con­siste en algo muy distinto a «repre­sentarse» lo sensible uniendo a esa representación un determinado significa­do; por ejemplo, como recordá­ba­mos anteriormente, repre­sentarse los acontecimientos de una his­toria sagrada como tal, historia pasa­da o por venir. La visión simbó­lica implica la trans­mutación concomitante del modo de percep­ción y del modo de ser del per­ceptor y de lo percibido, lo que postu­la la espon­taneidad de la Imaginación, que es el órgano de estas metamorfo­sis. Una Imagi­na­ción dirigida por un programa previo no bastaría para hacer aflo­rar el símbolo abso­lutamente personal del Sí, como aflora en los relatos avicenianos y sohravardia­nos, y ahí radica su origi­nali­dad.

            No se excluye por ello que tales relatos sirvan a su vez de temas de meditación. Justamente, otro rasgo de la poesía mística persa aparece en este punto: ¿se repiten realmente estos poetas que componen incan­sablemente nue­vos relatos o nuevas epopeyas sobre los mismos temas? Y los oyentes que escuchan in­cansable­mente estos relatos, ¿oyen siempre lo mismo? Es sor­pren­dente que lo que espera el lector —o el oyente— es el toque personal, por ligero que sea, el factor espontáneo que va a modificar y moda­lizar personalmen­te el tema transmitido y reci­bido, por ejemplo cuando en Jâmî, en la epopeya de Salâ­mân y Absâl, las llamas sustituyen al Océa­no, o bien cuando ha lugar a amplifica­ciones mayo­res como las que hemos puesto de relieve en el ciclo del pája­ro. Si se sabe en qué fuente se origina la espontaneidad no arbitraria de los símbolos, esas regiones de la transcon­ciencia de la que ellos son los únicos en develar algo, se con­vendrá en que no se trata de simples variantes «literarias».

            Así pues, si recapitulamos, se comprenderá que todo nuestro esfuerzo ha ido encaminado a otro fin que a explicar a Avicena como «hom­bre de su tiempo». El tiempo de Avicena, el suyo pro­pio, no ha sido conjugado aquí en pasado, sino que se ha presen­tado a noso­tros de forma imperativa. No tiene su origen en la cronología de una historia de la filosofía, sino en el triple éxtasis por el que las Inteli­gencias arcangélicas dan lugar, cada una, a un mundo y a la con­ciencia de un mundo, que es la con­ciencia de un Deseo, y ese Deseo se hipostasía en el Alma, que es la energía motriz de ese mundo. Es una fenomenología de la con­cien­cia angélica que se desarrolla desde el acto ini­cial de la cosmología hasta esa ange­lología del conocimiento donde se enlazan, inicialmente también, la experiencia del Ángel y la experiencia mística. El ta'wîl de los símbolos de esta visión del mundo, que realiza «en presente» el Acontecimiento implíci­to, es tanto más difícil cuanto que en general se tiene ten­den­cia a no insistir demasiado en la angelolo­gía aviceniana por ser indi­sociable, al menos en cuanto a la letra exotérica, de una as­tro­no­mía que no es la nuestra, y porque las preocupa­ciones de la filosofía mo­derna no prevén apenas en su programa algo seme­jante a una ange­lología. En términos simbólicos, podemos decir que el adepto avice­niano encon­trará siempre ante él a los des­cendien­tes de Guillaume d'Auver­gne, por mucho que estos descen­dientes hayan podido sufrir un proceso de «laicización».

            Hemos recordado en algunas páginas (§ 10) cuál había sido el alcance de la lucha librada por o contra las prerrogativas del Ángel Inteligencia agente. Ahora bien, una búsqueda interior nos había conducido a descubrir bajo el nombre persa (Ravân­bakhsh) otorgado a este Ángel del Conocimiento, identificado con el Espí­ritu Santo y con Gabriel, el Ángel de la Revelación, una posible referencia a la «Virgen de Luz» del maniqueísmo, como figura de la Sophia divina39. La teosofía sohravardiana nos re­conducía por esta Sophia Espíritu Santo a una representación central de la gnosis, cuya recurrencia es tanto más llamativa en Occidente, en un ciclo cultural homólogo, cuanto que la ocasión que la propicia es preci­samente esa misma figura de la Inteli­gen­cia agente. Esta figura se impone a la manera imperiosa de un símbolo central, apareciendo a la visión mental del hombre bajo el aspecto femenino complementa­rio que hace de su ser un ser total. Los 'Oshshâq místicos iranios y los «fieles de amor», compañeros de Dante, profesan una religión secreta que, no por estar libre de denominación confesional, les es menos común. Debemos limitarnos aquí a hacer una breve alusión a las cuidado­sas y esmeradas investigaciones que han puesto de manifiesto cómo la Beatriz de la Vita Nuova tipifica la Inteli­gencia agen­te o Sabi­duría‑Sophia, y cómo los argumentos que valen para Bea­triz, valen igualmente para todas las «damas» de los fieles de amor que se le parecen en todos los aspectos: nos refe­rimos, por ejemplo, a aquella que en Guido Ca­valcanti toma el nombre de Giovanna, o más explícita­mente toda­vía, a la que en Dino Com­pagni aparece como «l'amorosa Madonna Intelligenza, Che fa nell­'alma la sua residenza, Che co la sua bieltà m'ha 'nnamo­ra­to»40.

            Muy evidente es la identidad de esta «amorosa Madonna Inte­lligenza» que establece en el alma su residencia, y de cuya belle­za celestial se ha prendado el poeta. Es quizás uno de los más bellos capítulos de la larga «histo­ria» de la Inteligencia agente el que queda todavía por escribir y que no es ciertamen­te una «historia» en el sentido habitual de la palabra, pues­to que se desa­rro­lla íntegramente en el alma de los poetas y los filó­so­fos. La unión que conjuga el inte­lecto posible del alma humana con la Inte­ligencia activa como Dator formarum, Ángel del Cono­ci­mien­to o Sabiduría‑Sophia, es visuali­zada y vivida como una unión de amor. Una ilustración deslum­brante se nos ofrece así para esta relación de devoción personal que hemos tratado de poner de relieve aquí, y que procede de una expe­riencia tan funda­mental que podría desa­fiar los esfuerzos conju­gados de la teología y de la ciencia contra la angelología.

            El asentimiento que no tratamos de escatimar aquí a estas inte­resantes investigaciones, no excluye sin embargo algunas reser­vas, que quieren ser no tanto una crítica como un estímulo a su desa­rrollo. En primer lugar, en el fenómeno de esta preci­sión cre­ciente que, de regiones de la transconciencia, eleva la figura del Ángel Inteligencia activa, «Madonna Inte­lligenza», hasta dominar todo el horizonte de la conciencia, convendría hacer un lugar no menor, sino mayor, a Avicena y al avi­cenismo que a Ave­rroes y al averroísmo; hemos tenido ya oca­sión de suge­rir el porqué (§ 7). Ahora bien, de hecho, los in­ves­tigado­res han insis­tido casi exclusivamente en la res­ponsabi­lidad y en la influencia de Averroes, hasta el punto de que los des­tinos del avicenismo latino posteriores a los textos que han sido recorda­dos aquí, están todavía por sacar a la luz41.

            Por otra parte, hay quienes llevados por un generoso entu­siasmo contra los filólogos de la letra, ciegos a los significa­dos de sus textos, se han dejado arrastrar a un exceso contra­rio. Se ha negado que ninguna de las «damas» de los fieles de amor haya tenido la menor realidad «terrestre»; los nombres que se les otorgan no serían más que nombres prestados para desig­nar a esa Inteligencia‑Sophia divina. Y, a falta de una simbólica y una angelología con bases firmemente establecidas, se incli­nan fácil­mente a concebir esa Sophia como una metáfora, como la «personifi­cación» de un atributo divino42. Todo el terre­no ganado por la fenomenología en este terreno desde Dante‑Ga­briel Roset­ti, corre el peligro de perderse sin que ni siquiera se tenga conciencia de ello. De hecho, se ha planteado un falso dilema al imponerse la necesidad de decidir si se trataba de figuras feme­ninas rea­le­s o de la Inteligencia‑Sabiduría, del mismo modo que es encerrarse en un falso dilema limitar las esferas del ser a la esfera de lo inteligible o a la esfera de lo sensible.

            Tratemos ahora de recoger algunas primicias afloradas en el curso de esta investigación sobre los símbolos y la simbólica. Hay, decimos, transmutación concomitante del modo de percepción, y del modo de ser del perceptor y de lo percibido. Así como el sentido tipológico del Acontecimiento no puede ser percibido por el historiador puro y simple cuya percepción no capta más que el dato positivo, lo exterior o exotérico (zâhir), sino que sólo puede serlo por el exegeta cuya anáfora lo trans­po­ne al plano del alma en que se realiza como acontecimiento de esa alma, lo mismo también las figuras contempladas por los «Fieles de amor» podían perfectamente ser figuras concretas y terrenas y sin embargo no ser visibles más que para ellos. Pues lo que era visible para ellos no era la figura sensible, indiferen­te e idénticamente perceptible por no importa qué órgano visual, sino una figura cuya belleza se hacía visible únicamente en esas figuras, y únicamente también por el modo de percepción propio precisa­mente de un fiel de amor, es decir, por un alma que trans­muta esa epifanía y que simultáneamente la hace posible por la recepción de esa metamorfo­sis. Por eso, lo que los Fieles de amor veían, era a la vez el Ángel Inteligencia‑Sabi­duría y una determinada figura terrenal, pero esa simultaneidad no era ac­tual y visible más que para cada uno de ellos. El órgano de tal percepción no son las facultades sensibles sino la Imagina­ción activa; lo sensible no queda por ello abolido, sino que es transmutado en símbolo; correlativamen­te, lo inteligible no puede revelarse a la visión mental de un alma humana más que por una Imagen‑símbolo, sin que por ello haya que decir que ésta no es más que un símbo­lo; más bien tiene todo el valor eminente de un símbolo. Y esa religión, la han profesado igualmente un­ Soh­ra­vardî, un Rûzbe­hân Baqlî, un 'Attâr, un Fakhro­ddîn 'Erâqî, y con ellos todos los «menestrales» de la antigua Persia y del Irán.

            Queda un último rasgo por subrayar, referente a la relación entre angelología y proceso de individualización. Se trata de la oposi­ción fundamental que nuestros investigadores han resaltado entre la religión de los Fieles de amor y el cristia­nismo ofi­cial de la Iglesia43. La mediación de la Inteligencia agente como Ángel del Conocimiento, Dator formarum, implica una revelación indivi­dual, renovada cada vez para cada alma que se hace apta y toma conciencia de ella, revelación que irradia sobre dicha alma las Formas o Ideas eternas del ser y de los seres. Así, habíamos recordado cómo, según los avice­nianos y los ishrâqîyûn del Da­bestân, el adepto que se une con la Inteli­gen­cia agente que es el Ángel Gabriel, se convierte también en «Sello de los Profe­tas» y es elevado al mismo nivel que el Profeta que reci­be la revelación del Ángel Gabriel. La mediación angéli­ca que es la forma misma, necesaria y cada vez única, de la revela­ción de la deidad oculta e inaccesible, culmina un proce­so de indi­viduali­zación que permite que el yo acceda al umbral de esa trans­con­ciencia donde se le anuncia el verdadero Sujeto que lo pien­sa al individualizarlo y lo individualiza al pensarlo, es decir, reve­lándolo y revelándole esa revelación (¡conciencia de su con­cien­cia!). Y por eso los fieles de amor podían profe­sar el mismo culto por la misma Inteligencia‑­Sophia, sin por ello dejar de percibir su Figura‑arquetipo bajo las rasgos de una Figu­ra cada vez distinta, única para cada único.

            Pero esta mediación individual e individualizante, como irremisible función a la que satisface la angelología, no puede ser más que un estorbo y un peligro desde el momento en que una Iglesia se considera poseedora de la Revelación histórico‑colec­tiva, y por tanto depositaria y mediadora única, indistintamente para todos, de esa misma Revelación que es la Sabiduría. Here­dando de algún modo la función de la Inteligencia agente, quizás hereda­ba también la imagen mística de rasgos femeni­nos; la ico­nografía lo indicaría positivamente y, sin embargo, no puede tratarse entonces más que de una piadosa alego­ría, en el sentido propio del término: una institu­ción no puede reempla­zar a una persona. A fin de cuentas, ésta es quizá la más lejana perspec­tiva que nos abri­ría la angelología avicenia­na: la única y nece­saria mediación que, realizándose en el plano celestial entre la divini­dad y el alma individual libera en el plano terrenal a la existencia individual de todas las formas colectivas e institu­cionales. En relación a nuestra precedente confrontación entre avicenismo iranio y avice­nismo latino, puede admitirse que los antagonistas de éste no carecían de clarividencia.

            Aproximados en esta comunidad de culto y de destino, los Fieles de amor de Occidente y del Irán nos permiten dis­tinguir con mayor claridad las orillas del camino por el que se habían aden­trado místicos, poetas y filósofos. ¿Tiene su Camino otra signifi­cación distinta a la histórica, para las condiciones de nuestro propio presente his­tórico? No hay res­puesta general ni programa teórico con que responder a este tipo de pregunta. Corresponde a cada uno de nosotros deci­dirlo, desci­fran­do, como los pájaros de 'Attâr, el documento de su propio desti­no, el documento de su propia alma. Una «fenome­nolo­gía de la con­ciencia angélica» debe mostrarnos lo que a su propia luz puede sig­nifi­car en el presente tal «do­cu­men­to». Pero no hay receta téc­nica para provocar el encuentro que tuvo Avice­na, en los parajes de la ciudad interior de su alma, es decir, en el umbral de la conciencia subliminal. Si alguna vez se da ese encuentro, co­rresponde a cada uno decidir si responde como lo hizo Avicena a la invi­tación de su propio Hayy ibn Yaqzân, y si está en condi­ciones de responder y de testimoniar con Avicena: «Henos aquí, estamos en camino, marchamos en compañía del Mensajero del Rey».

 

                                                                            

 

 

NOTAS

 

            1. Véase el largo capítulo consagrado a Avicena por Moh. Bâqir Khwânsârî, en su Rawdât al‑Jannât, lit. Teherán, 1306, pág. 244. Sobre Majdoddîn Baghdâdî, véase Rezâ Qolî Khân, Riyâd al‑'ârifîn, Teherán, 1316 h.s., pág. 218 sigs. (originario, según algunos, no de Baghdâd en Irak, sino de Baghdâdak en Khwâ­rezm; discípulo de Najmoddîn Kobrâ, † 606/1210). Otro testi­go, si no la fuente, de esta información concerniente al sueño de Majd Baghdâ­dî, se encuentra en los «40 Majlis (sesiones)» del gran místico 'Alâoddawla Semnânî († 735/1336; las ruinas de su Ârâmgâh o mauso­leo subsistían hasta hace poco en las cercanías de Semnân, vinien­do de Teherán; lo que quedaba del bello edifi­cio se hundió, hace algunos años, bajo el peso del tiempo). Los 40 Majlis fueron recogidos por un discípulo del Shaykh, Iqbâl Sejestânî; el sueño en cuestión es referido en el Majlis 27. Mi ayudante, Javâd Kama­liân, estudiando su manus­crito per­sonal de los Majlis (recensión dife­rente, sin numera­ción de las sesio­nes), me señala el relato muy edificante de un sueño que tuvo una noche el Shaykh en la mezquita Jom'a de Mossoul (fol. 66b). El Shaykh ve al Profeta en medio de una asamblea, y le pregunta por varios per­sonajes eminen­tes dentro del ámbito espiritual: ¿Qué dices sobre Ibn Sînâ? —Respondió: «Es un hombre a quien Dios ha hecho perder el camino a fuerza de conocimiento» —Pregunté luego: ¿Qué dices sobre Shihâ­boddîn, el (Shaykh) ase­sinado? —Respondió: «Es, también, un secta­rio de Ibn Sînâ». Tomamos este sueño simplemente como la expresión de lo que, en su in­cons­cien­te, presentía Sem­nânî que el Profeta debía pensar de nuestros filósofos. Cuando Soh­ra­vardî, a quien nadie niega la cualidad de «hakîm mota'allih», es contemplado, sin embargo, como un seguidor sectario de Avicena, ni más ni menos, éste se encuentra bien «catalogado», y podemos concluir que se presen­tía ya entre los dos maestros de la «filosofía orien­tal» la existen­cia de una afinidad que supera todas las convicciones (véase también infra nuestro Post‑scrip­tum).

            2. Véase supra, págs. 00‑00, un breve apunte sobre el ta­'wîl; los fundamentos hermenéuticos del shiísmo en general da­rían lugar a un estudio de gran amplitud.

            3. Habida cuenta que Magister primus es Aristóteles, y Magis­ter secundus al‑Fârâbî; véase supra, pág. 000.

            4. «Shahîd‑e thâlith» (ejecutado en India por orden de Jahân­gîr cediendo a las instigaciones de los sunnitas; véase E.G. Browne, Literary History of Persia, IV, pág. 447). El pro­tomártir (Shahîd‑e awwal) había sido Shamsoddîn Moh. ibn Makkî 'Âmilî, ejecutado en Damasco en 786/1384, y el segundo mártir (Shahîd‑e thânî), el Shaykh Zaynoddîn ibn 'Alî Shâmî, 911‑966 h. (véase Fihrist Kitâbkhanah... Sepahsâlâr, I, pág. 375 sigs.).

            5. Es decir, hubieran formado parte de los Ahl‑e Îmân, «pue­blo de la Fe». Se sabe que, a diferencia del sunnismo, la teología shiíta profesa como fundamentos de la fe (îmân), el triple asenti­miento otorgado a la unicidad divina, a los Profe­tas y a los Imames que les sucedieron; véase Nasîroddîn Tûsî, Qawâ'id al‑'Aqâ­'id (los Fundamentos de los artículos de fe), con el comenta­rio de 'Allâma Hillî, Teherán, 1311, págs. 103 sigs.

            6. Véase supra, pág. 00 sigs. Se le debe igualmente un tafsîr (exégesis literal) de versículos qoránicos que da lugar a una discusión filosófica. Mencionemos igualmente otro discípu­lo de Mîr Dâmâd, Qotboddîn Ashkevarî, que en su voluminosa obra Mahbûb al‑Qolûb (Lo que provoca el encantamiento de las concien­cias) com­para expresamente la concepción zoroastriana del Sao­shyant (cuyo nombre conocía, Astvat‑Ereta) con la idea shiíta del re­torno del XII Imam (Primera parte de la obra lit. en Shî­râz, pág. 144; véase Moh. 'Alî Tabrîzî, Rihânat al‑Adab, III, pág. 310, nº 482). Es super­fluo subrayar hasta qué punto preva­lecía la in­fluencia de Sohra­vardî en nuestros avicenianos del Ispahán safá­vida.

            7. Véase supra, págs. 000‑000, el § 10 donde se esboza una breve comparación entre el avicenismo latino y el avicenismo iranio en torno al problema central de la angelología. Habría que precisar ahora los rasgos que el segundo puede recibir de la imamología; desgraciadamente, sólo podemos hacer una breve alu­sión a este tema en las páginas que siguen. Es muy particular­mente la teoso­fía is­mailí la que establece las conexiones entre angelología e imamo­logía (véase, por ejemplo, nuestro estudio para Le Livre des deux Sagesses de Nâsir‑e Khosraw, Bibl. Ira­nienne, vol. 3, págs. 91‑111).

            8. Véase Majâlis al‑Mu'minîn (Las asambleas de los creyen­tes), lit. Teherán, 1268, pág. 319 sigs.

            9. Recordemos aquí el texto persa de este cuarteto célebre (cit. ibíd.):

            10. Véase supra, págs. 000‑000.

            11. Son principalmente éstas las tesis que Majlisî pone de relieve, simplemente para marcar la oposición con la teología profesada por el Islam ortodoxo (Bihâr al‑Anwâr, III, 205, para el ma'âd jismânî —resurrección de los cuerpos—; XIV, 60 sigs., para el acuerdo general de los filósofos en cuanto a la eterni­dad del cosmos). Sin embargo citará sin comentario pero íntegra­mente (XIX, 54) el texto de Avicena sobre las causas de la sa­tis­facción de la oración; aquí la aportación del filósofo no es de ningún modo desdeñable para el teólogo.

            12. Se sabe igualmente con qué deferencia fueron acogidos en Khorâsân los emisarios de la propaganda ismailí. El propio Avicena confió a Jozjânî, su biógrafo, cómo su padre y su herma­no, unidos a la causa, se habían esforzado en vano en ganar su propia adhe­sión; es muy verosímil que el filósofo, aunque sin­tiera afinidad con los filosofemas ismai­líes, no estuviera dis­puesto a unirse a la organización. Hacemos alusión a ello infra.

            13. Khwânsârî (supra, n. 1), al no encontrar tratado en las obras de Avicena todo el programa de los loci shiítas, esti­ma que debía ser sunnita; es una lógica un tanto sorprendente.

            14. Cit. en Majâlis, pág. 320. Las respuestas a Abû'l‑Hasan al‑'Amirî (al‑Majâlîs al‑sab') figuran en el nº 20, pág. 85, de la Bibliografía aviceniana de G.C. Anawati (el manuscrito no nos ha sido accesible).

            15. Véase nuestro estudio sobre Nâsir‑e Khosraw (cit. su­pra, n. 7), pág. 10 sigs.

            16. Véase Majâlis, pág. 319. Nûrollâh discute bastante deta­lladamente el pasaje en que Avicena (Shifâ', II, 652) evoca la eventualidad de un califa inexperto en materia religiosa que de­be recurrir a un Sabio, como debió hacerlo 'Omar. Puesto que la even­tua­lidad misma contradice la definición general. Nûro­llâh demues­tra que Avicena pensaba entonces en un califato no ya en el sen­tido propio (khilâfat‑e haqîqî), sino puramente metafórico (ma­jâzî), aceptable, todo lo más, para mantener las apariencias de un orden exte­rior.

            17. En perfecta concordancia con toda una tradición irania (véase supra, pág. 000 sigs.), Sayyed Ahmad cita el Mi'râj‑Nâmeh en árabe (que traduce sin duda él mismo); el pasaje corresponde a la pág. 11 de nuestro manuscrito citado supra (n. 10, cap. IV), y viene un poco antes del final del largo prólogo al que hemos hecho alusión (supra, pág. 000). Utilizamos aquí una larga glosa del Sayyed, una de las que han sido reproducidas en los márgenes de la edición del Shifâ' litografiado en Tehe­rán. Co­mienza en lo alto de la pág. 652 (t. II). Con un poco de pa­cien­cia y poniendo el libro al revés, se descubrirá el principio en la esquina de la derecha. La escritura se endereza posteriormen­te, desciende por los márge­nes lateral e inferior, donde la glosa se interrumpe, pero se vuelven a en­contrar sus huellas en la página siguiente. Estas circunstancias hacen que este tipo de edición sea prácticamente inutilizable. Citamos aquí según el bello manus­crito ya mencionado supra (n. 22, cap. II). La glosa co­mienza en la parte baja del folio 248b y ocupa varias páginas. Está suspen­dida en las palabras hatta lâ a'rafo minho (Shifâ', ibíd., l. 4), que según nuestro comentador se refieren sin duda al Primer Imam.

            18. Según el texto de nuestro Mi'râj‑Nâmeh y el de Sayyed Ahmad. Nûrollâh refiere las mismas palabras «según Avicena» sin citar el Mi'râj‑Nâmeh, y lee «en medio del común de los hombres» (pág. 320).

            19. Véase nuestra edición de Hikmat al‑Ishrâq, § 4, págs. 10 y 11, y nuestros «Prolégomènes II», cit., págs. 21 y 54.

            20. Es decir, no «material» en el sentido habitual en nues­tra lengua, sino como comportándose a la semejanza de una mate­ria en relación a las Formas hacia las cuales es en potencia como un intellectus possibilis.

            21. Véase supra, n. 171, cap. II, in fine, y n. 43, cap. V.

            22. Véanse nuestros «Prolégomènes II», cit., pág. 21.

            23. Véase Sayyed Ahmad, Miftâh (la Clave [del Shifâ']), fol. 249a y 249b; Shoshtarî, Majâlis (Las asambleas [de los cre­yentes], pág. 320). Si no hay identidad en la letra de los dos textos que combinamos aquí (uno está en árabe, el otro en persa) hay concor­dancia perfecta en su interpretación de las palabras y las inten­ciones de Avicena.

            24. Véanse nuestros «Prolégomèmes II, cit., págs. 53‑54; el Da­bestân, cit., pág. 264, inspirándose siempre en el pequeño tratado de Sâ'i­noddîn Ispahânî, insiste particularmente sobre la investidu­ra de cada místico.

            25. Véase supra, págs. 00‑00 y n. 8, cap. IV.

            26. No podemos desgraciadamente insistir aquí sobre este texto de importancia excepcional; volveremos sobre ello en otra ocasión.

            27. Véase en nuestro estudio sobre Nâsir‑e Khosraw (supra, n. 7), págs. 22‑25, el contexto de las alusiones que aquí se hacen.

            28. Véase nuestra edición de Hikmat al‑Ishrâq, págs. 302‑303.

            29. Véanse nuestras «Notes et Gloses» (Tercera parte de la presente obra), págs. 77‑79, n. 61 sigs., a propósito del pasaje en el que el comentador persa de Hayy ibn Yaqzân plantea una polémica contra el ta'wîl ismailí. Avicena, que ha sabido prac­ticar admirablemente el ta'wîl, podía ciertamente estar de acuerdo con las premisas ismailíes del ta'wîl; ahora bien, para aplicar estas premisas como filósofo, es decir, para conducirlas hasta el «ta'wîl shakhsî» o ta'wîl personal, era preciso justa­mente no «convertirse», sino mantenerse libre respecto a la «organiza­ción» ismail­í que se consideraba la depositaria del ta'wîl y ponía a los símbolos en peligro de transformarse en dogmas.

            30. Véase nuestro estudio sobre Nâsir‑e Khosraw, pág. 28.

            31. Véase Tasawwurât, comp. W. Ivanow, pág. 93 del texto persa.

            32. No podemos más que indicar fugazmente aquí el tema de lo que sería un amplio estudio sobre imamología que está todavía por realizar, lo mismo que debemos conten­tarnos con evocar la impor­tan­cia de un Ibn Abî Jomhûr para lo que atañe a la relación entre el shi­ísmo duodeci­mano y la teo­sofía de Ibn'Arabî.

            33. Véase nuestro estudio sobre «Terre céleste et corps de résurrection d'après quelques traditions iraniennes», 2ª parte (Eranos‑Jahrbuch XXII, Zürich, 1954) [incluido posteriormente en Corps spiri­tuel et Terre céleste: de l'Iran mazdéen à l'Iran shî'ite, 2ª ed. enteramente revisada, Buchet‑Chastel, París, 1979, págs. 82‑134].

            34. Véase el trabajo citado en la nota precedente.

            35. Relaciónese lo que sigue con el § 3 de este libro, págs. 00‑00.

            36. Se ha puesto en paralelo una comparación a la que recu­rre Avicena (en la Física del Shifâ'), con el Cogito de Descar­tes (Furlani, en Islamica III, págs. 53‑72). Cualquiera que pueda ser la legi­timidad del nexus ideal (por no decir nada del nexus histó­rico) así establecido, la ficción de Avicena no ten­dría más que un sentido episódico en relación a la expe­riencia final aquí discuti­da; atañe al acto de pensamiento por el cual el alma puede efec­tuar una constatación directa de sí misma como distinta del cuer­po; no atañe a la condición transcen­dente que condiciona este pensamiento, ni a la conciencia que reconoce al Agente que lo pone en acto.

            37. V.g. E. Buonaiuti, Die Exerzitien des hl. Ignatius von Loyola (Eranos‑Jahrbuch III, Zürich, 1935), pág. 319 sigs.

            38. En su libro persa «'Abhar al‑'âshiqîn» (edición en prepa­ra­ción en la Bibliothèque Iranienne) [este texto ya fue publicado: Rûzbehân Baqlî Shîrâzî (522/1128‑606/1209), El jazmín de los fieles de amor (Kitâb‑e 'Abhar al‑'âshiqîn), tratado de sufismo en persa publicado con una doble introducción y la tra­ducción del Cap. I por Henry Corbin y Moh. Mo'în, Bibl. Iranien­ne, vol 8, Teherán‑París, 1958].

            39. Véanse nuestros «Prolégomènes II», cit., págs. 50‑51.

            40. Véase Luigi Valli, Il linguaggio segreto di Dante e dei «Fedeli d'amore», Roma, 1928, pág. 79 sigs.

            41. Ibíd., pág. 82 sigs.

            42. Ibíd., págs. 49 sigs., 85.

            43. Ibíd., pág. 90.