A.
Kelker *
«Hemos
llegado demasiado tarde para los dioses y demasiado pronto para el Ser. El
hombre es el poema que el Ser inaugura.»
La “cosa”
propia de la filosofía, según Heidegger, es el pensamiento. Sólo en el
pensamiento puede la filosofía encontrar su lugar de origen. Sólo en él puede
establecer su esencia y, por tanto, su ad-venimiento. A partir de esto, es
preciso afrontar el prejuicio, tan extendido, según el cual la filosofía ha
nacido del mito. El Logos vendría a significar así la destrucción del Mythos,
modalidad inferior y primitiva del pensamiento. La filosofía “ nace
únicamente del pensamiento y en el pensamiento”, declara Heidegger en una
meditación sobre Anaximandro. Pero esto es aceptable solamente cuando se toma
el pensamiento como «pensamiento del Ser», en dos sentidos: del Ser, en cuanto
que es el Ser el único propósito digno del pensar y también en cuanto que el
pensamiento mismo pertenece al Ser. Así, el genitivo se toma en su doble
acepción, subjetiva y objetiva .
Ahora
bien, el pensamiento avanza a lo largo de múltiples caminos, algunos de los cuales
constituyen los caminos de la errancia que sigue la historia de la metafísica
occidental. Ciertamente, el pensamiento se ofrece a sí mismo como un ca- mino
ineluctable; pero no por esto es una «vía de salvación» que asegura a los
hombres una «nueva sabiduría». A lo largo de su caminar, el pensamiento mismo
suscita los peligros que no cesan de amenazarle en su propio ser. El primero de
estos peligros consiste en todo lo que para el pensamiento representa la larga
y confusa historia de la filosofía. El segundo peligro, «el más maligno e
hiriente», es el pensamiento mismo que no puede menos de pensar «contra sí
mismo», aun cuando no sea, en su esencia, «polémico». Tampoco es, en contra.
posición a una determinada tesis de la filosofía moderna, «dialéctico». Su
función no consiste en contradecir: {( El pensamiento no piensa contra, sino
para una cosa». Es salvaguardia y protección.
Llegamos
así, en la «experiencia del pensamiento», al tercer peligro amenazante, que
Heidegger califica de «bueno y saludable peligro»: «la proximidad del poeta que
canta)). Lo que se solicita de nosotros es que comprendamos la enigmática
palabra del pensador, según la cual da poesía que piensa es, en realidad, la
topología del Ser». A esta palabra corresponde esta otra: «El pensamiento es la
poesía originaria que precede a todo arte poético». Tanto el pensamiento como
la poesía están consagrados al servicio del lenguaje, al cual se entregan y
consumen. He aquí cómo se aproximan el pensador y el poeta. La filosofía misma
se nos ha aparecido como un modo privilegiado del decir, y el arte poético como
algo completa. mente distinto a una «imaginación vagabunda» que inventa al azar
lo que le place. Pero ¿no es esto hacer del pensamiento una «obra de poetas»,
poesía que no se limita a ser un simple modo de decir más noble y sublime que
el hablar cotidiano, el cual es ya un «poema olvidado», sino un decir cuyo
«verbo, como ningún otro, puede hacer buscar su correspondencia en el pensamiento»?.
Es posible que así sea; pero si existe un parentesco entre pensamiento y
poesía, este parentesco permanece todavía velado y oculto en su esencia, porque
cuando aparece un hilo de esa oculta trama, se tiende a reanudarlo más
sólidamente todavía para alimentar «la utopía de un espíritu sólo poético a
medias» .
Hay más
todavía: el camino del diálogo entre el pensamiento y la poesía, ¿no es acaso
rechazado desde una y otra vertiente y con igual vehemencia? Quienes se
mantienen adheridos a la historia literaria como a una verdadera ciencia
positiva rechazan este «diálogo» porque ven en él un acto de violencia no
científico infligido a los hechos literarios, o bien un acto de violencia
infligido al poema mismo, que no necesita del pensamiento para hacerse
entender. Los filósofos rechazan el diálogo porque les parece ser, precisa
Heidegger en su conferencia ¿Para qué poetas?, «una vía equivocada », una
verdadera aberración, una caída en la confusión por parte de aquellos que no
han comprendido todavía que las campanas de la historia doblan a muerto por la
filosofía. Su extravío, por comprensible que sea, no puede conducir más a la
ilusión, a la extravagancia y a la exaltación indigna del filósofo . Tal es la
objeción de los habituales detractores de la filosofía. y en efecto, ¿ no
puede acaso aparecer el recurso a la palabra poética como un esfuerzo
desesperado por «refrescar y hacer florecer el árido camino del pensamiento»?
En realidad, esto sería envilecer la palabra poética, rebajarla a la categoría
de «ornamento», de algo simplemente decorativo y perfectamente superfluo y, a
la vez, sería concebir el pensamiento como algo incompleto e insatisfactorio,
puesto que su camino necesita, para seducirnos, de las flores de la poesía.
Sin
embargo, el diálogo «histórico» entre el pensamiento y la poesía está
radicalmente establecido en la medida en que toda gran poesía tiende siempre
hacia el pensamiento, mientras que el pensamiento que piensa lo que merece ser
pensado «camina por sendas vecinas a la poesía» . Esta tesis sólo se nos
antojará extraña mientras nos dejemos dominar por el prejuicio que a lo largo
de milenios ha nutrido el pensar, y según el cual el pensamiento es «un asunto
de la razón, de la razón calculadora en el sentido más amplio del término».
«El pensamiento sólo comenzará cuando hayamos como prendido que la razón, tan
ensalzada desde hace siglos, es el enemigo más encarnizado del pensamiento» La
desconfianza hacia toda aproximación entre pensamiento y poesía surge
únicamente cuando se toma el pensamiento por un instrumento de conocimiento, en
lugar de comprenderlo como «el poema original que precede a toda clase de
poesía». El pensamiento es la actividad que, según una imagen recibida de
Nietzsche, «abre profundos surcos en el campo del Ser»
Somos
incapaces de deshacemos de este dilema: ¿ es la poesía, hablando con propiedad,
Un pensar o es el pensar propiamente obra de poetas? Es posible que nuestra
incapacidad de decidir se funde precisamente en la recíproca pertenencia de
poesía y pensamiento y principalmente en el hecho de que su «conveniencia»
{Zusammen-Kunft} , es decir ,su encuentro, hunde sus raíces en una insondable
«pro-veniencia» o Her-kunft. Tal vez convendría añadir que si poesía y
pensamiento son dos modos diferentes del decir, son también como «paralelas que
se encuentran en el infinito», en lugar de constituir vías radicalmente y por
siempre separadas que conducen hacia las proximidades del Ser. La poesía que
piensa y el pensamiento que se hace poema son, en realidad, como la Topología del Ser», nos
dice Heidegger en una fórmula enigmática. Tanto la poesía como el pensamiento
nos indican el lugar en donde se despliega el ser del ente. Es posible que el
poeta Paul Valéry haya entrevisto el encuentro del pensamiento que poetiza y la
poesía que piensa cuando, meditando sobre la esencia del decir filosófico. Escribe:
«Entonces el filósofo se hace poeta y, con frecuencia, gran poeta. De nosotros
toma la metáfora; de nosotros recibe las espléndidas imágenes, mediante las
cuales convoca a la naturaleza toda en la expresión de su profundo
pensamiento».
Tratemos,
por tanto, de comprender en qué sentido todo pensamiento originario es, en su
esencia, poesía primordial que precede a todo arte poético propiamente dicho.
En más de una ocasión afirma Heidegger que el pensamiento se caracteriza por
«llevar a cabo la relación del Ser y la esencia del hombre». Pero la fórmula
puede resultar desorientadora si no hacemos un esfuerzo por comprenderla en su
verdadero sentido, porque el pensar no es una actividad soberana mediante la
cual fundaría el hombre o produciría su relación con el Ser. Si tal relación
se establece, es en realidad porque el hombre responde al llamamiento del Ser.
No somos nosotros quienes llegamos a tener pensamientos. Son éstos los que se
acercan a nosotros. He ahí por qué pensar auténticamente es ante todo ponerse a
disposición de los pensamientos, adoptar una actitud de acogimiento y de
recogimiento. Esto es lo que la lengua, en su infinita sabiduría, nos enseña,
remitiéndonos desde sí misma a la dimensión íntima del pensamiento. Así se
aproxima la lengua al fervor del recogimiento (Andacht/ Andenken) y de la
fidelidad de la memoria.
En
el pensar auténtico accede el Ser a la palabra. En el pensamiento como
respuesta al llamamiento que el Ser dirige al hombre, reside el único «origen
de la palabra humana. De esta palabra nace el lenguaje como divulgación de la
palabra en signos verbales». Todo pensar se desarrolla también a través del
lenguaje. El lenguaje, que se nos ha ofrecido fundamentalmente como el
escuchar intimado en la respuesta al llamamiento silencioso del
«acontecimiento» -por el cual llega todo ente a su ser-, no tiene su origen en
el hombre. El hombre solo se comprende a sí mismo como el «oyente» a quien el
Ser se dice. Heidegger nos impulsa a llevar a cabo la experiencia de que toda
nuestra esencia se encuentra «en la potencia de la lengua», la experiencia de
que el hombre no puede ser lo que es, el «decidor o «recolector» de todo ente,
más que manteniéndose y obrando en el Logos, es decir, en «el recogimiento
mismo de la recolección del ser» .
Con esto,
el pensamiento se descubre como singularmente próximo al hablar originario. Se
aprehende a sí mismo en maravillada obediencia a lo hablado, obediencia a la
que le invita aquello mismo que el pensamiento ofrece a su pensar. Hasta ahora
el poeta únicamente se ha atrevido a reclamar para sí esta proximidad y esta
obediencia. Los pensadores, desatendiendo el pensar esencial, se han limitado
al pensamiento calculador «que se impone a sí mismo la obligación de someterlo
todo a partir de la lógica y de la acción lógicamente regulada» . De aquí el
inevitable trastorno de las relaciones que vinculan pensamiento y lenguaje. El
lenguaje nunca es, en primer lugar, expresión del pensamiento. El len. guaje
abre el espacio en el interior del cual el hombre es revestido del poder de
corresponder a la interpelación del Ser . «Esta inicial correspondencia -declara
Heidegger en un texto más tardío- es justamente el pensar.» Así debemos
comprender en qué sentido el pensamiento es siempre pensamiento del Ser y el
pensamiento originario un modo de la poiesis. El decir «poiético» adviene en el
pensamiento recogido y fiel a lo memorable, es decir, a lo que merece ser
pensado. El hablar cotidiano, indiferente y habitual, no es la fuente de este
pensar que es Urdichtung, poesía primordial, anterior no sólo a todo arte
poético, sino también a toda poesía que toda obra de arte trasunta. El
pensamiento es así «un decir poético (Dichten), y esto no sólo en el sentido
de la poesía y del canto. El pensamiento del Ser constituye el orden original
del decir poético». Para el pensador auténtico, el pensamiento es “el dictare
original” el dictado de la palabra poética del Ser.
Heidegger,
llevado por un mismo impulso, sostiene también la afirmación recíproca,
añadiendo de inmediato que «todo poema, tanto en el más amplio como en el más
restringido sentido de poesía, es en su fondo pensamiento». Más tarde forja el
filósofo la imagen del lenguaje como templo y morada del Ser. En ese templo, en
esa morada, hombre y Ser encuentran refugio (HU, página 27). Bajo su
protección, el hombre y el Ser caminan al encuentro el uno del otro. Bajo su
égida, el Ser se ilumina para el hombre. A causa de esta iluminación, el hombre
se hace depositario del llamamiento que el mismo Ser le dirige. Pero entre
todos los hombres, corresponde al pensador y al poeta la misión de velar por la
morada y de dar testimonio del Ser, cada uno a través de su manera propia de
decir. Tanto el pensador como el poeta se hacen así «trovadores» del Ser.
Heidegger
inaugura el diálogo con la poesía en 1934, en un curso consagrado al que
califica de «poeta de la poesía» a Holderlin. ¿Por qué escoger para este
diálogo de pensador y poeta a un poeta maldito, poeta cede todos los parajes
sagrados de la tierra congregados en un paraje único»? ¿Por qué no otro poeta
de más universal irradiación; Homero o Sófocles, Virgilio o Dante, Shakespeare
o Goethe? ¿Acaso estos poetas no realizaron en su obra, y de manera más luminosa,
la esencia de la poesía? ¿ Por qué limitarse a este poeta a quien un destino
funesto arranca prematura y trágicamente a su diálogo con los dioses de
Germania y de Grecia? A decir verdad, Heidegger no justifica expresamente esta
elección, o al menos se abstiene de decirnos por qué rechaza a los grandes de
la poesía universal. Contentémonos, por tanto, con la respuesta que él mismo da
a su propia objeción: Holderlin ha sido elegido no porque su obra realice, como
una entre muchas, la esencia universal de la poesía, sino únicamente porque la
poesía de Holderlin está animada por la poética determinación de poetizar
expresamente la esencia de la poesía». Holderlin es para Heidegger «el poeta
del poeta» en el más elevado de los sentidos.
En otro
texto Heidegger aclara, tal vez de manera más comprensible, las razones que le
mueven a ver en Holderlin el más digno interlocutor del pensador. El destino
asignó a Holderlin la misión de cantar la poesía -explica Heidegger- en ¿Para
qué poetas?-, porque la suya fue la época de los «dioses ausentes» y de la
noche del mundo: «No sólo se han ausentado los dioses y Dios, sino que también
se ha apagado el esplendor de la divinidad en la historia del mundo». En estos
«tiempos de aflicción», en que el hombre experimenta bruscamente, sacudidos y
suspendidos sobre el abismo, todo su fundamento y su entero arraigo, en que la
aflicción se hace extrema porque ella también ha caído en el olvido, en estos
tiempos el mismo poeta pone en tela de juicio la misión del poeta y su vocación
poética. « En tiempos de aflicción, los poetas deben proclamar expresamente,
en su decir poético, la esencia de la poesía.» En este nuevo contexto,
Holderlin, a pesar de ostentar el primer puesto, no es el único portavoz de
esta época que camina hacia la noche. Rainer Maria Rilke es también cantor de
un Occidente .que se oculta a sí mismo su propia miseria, tanto más grave
cuanto que no es reconocida como tal. Rilke es el poeta de una época que ha
olvidado lo esencial:
Ni se
reconoce el sufrimiento, ni se descubre el amor,
ni aquello
que en la muerte aleja
es
desvelado.
Pero
volvamos a Holderlin para interrogarnos con el filósofo acerca de la esencia de
la poesía. Debemos ignorar el porqué de la elección de este poeta, ensalzado
entre todos por haber sabido decir el «poema del poeta». Tal vez un
planteamiento de motivos rebajaría el diálogo con el poeta a la categoría de
una «vulgar» cuestión de razonamiento, cuando lo que nos hace falta es algo
más profundo y grande, más decisivo también. En cambio, sí comprendemos desde
el principio por qué el pensador nos invita a meditar «sobre» la poesía: el
arte del poeta no es un arte cualquiera; ni siquiera entra en comparación de
fundamentalidad con alguna otra de nuestras bellas artes. En la meditación del
pensador, el arte poético se reviste de una significación y de una función eminentes.
El lugar en donde la poesía aparece, su clima por excelencia, es justamente el
lenguaje humano.
En efecto,
la poesía, se dice a veces, es «el arte del lenguaje»; la poesía se hace en y
por el lenguaje; pero para saber lo que pasa con la palabra poética
propiamente dicha, debemos dirigirnos más bien al decir poético que habla de sí
mismo. Tomemos, por tanto, el poema como un «ejercicio de meditación poética». Dejemos
que la poesía misma nos diga lo que ella es en su ser.
Esto es
precisamente lo que Heidegger nos propone en su meditación en torno a
Holderlin y la esencia de la poesía. En cierta ocasión Holderlin designó el
arte del poeta como «la ocupación más inocente de todas». El poeta compara su
obra con el juego inocente del niño, contradiciendo así la severa condenación
que en la República
pronunció Platón contra este arte seductor y lleno de mentira. Pero en qué
sentido la poesía se hace merecedora de indulgencia? ¿ En qué sentido es la
poesía un simple juego y la actividad del poeta la más inocente de las
ocupaciones? Se dirá, tal vez, que esto es así porque el poeta, al igual que el
niño, inventa libre y espontáneamente su propio universo, un «universo de
imágenes». Huyendo de la opresión de la realidad cotidiana, el poeta se
instala apaciblemente en un mundo imaginario en el que nada tienen que hacer
las leyes inexorables de la razón «lógica», la cual nos obliga continuamente a
tomar decisiones y reclama de nosotros acciones concretas, decisiones y acciones
que pueden hacer de nosotros seres culpables o, al menos, responsables.
He ahí, se
dirá, en qué consiste la inocencia del juego y de la poesía. Tanto el uno como
la otra se sustraen a la seriedad de la vida y de sus decisiones, las cuales
acaban siempre por arrojar sobre nosotros el peso de la culpa.
¿Equivale,
pues, esto a decir que la poesía, como el juego de los niños, es tan inofensiva
como ineficaz? Parece que así es, en realidad, porque ¿cómo podría la poesía
tener un efecto cualquiera sobre la realidad, siendo así que se mantiene lejos
de la acción y no es otra cosa que Un simple decir o hablar?
¿Es la
poesía un «juego de imágenes» y un«juego de palabras» que aparta a los hombres
de la seriedad de la vida, un mundo de ensueño en donde todo se toma posible?
Esto es justamente lo que parece pensar el filósofo en su interpretación de
Holderlin: «La poesía es como un sueño; no es una realidad». ¿Hay algo más
inofensivo que el sueño o el juego? Y el juego menos peligroso de todos, ¿no es
aquel que se juega sólo con palabras?
Habrá
quien objete que es ésta una manera paternalista y muy poco digna de referirse
a la poesía. “Los poetas sueñan, en lugar de actuar”. Se entregan al capricho
de su imaginación poética, la cual, frente a la acción, aparece como un lujo.
Admitamos la objeción. Sin embargo, no se determina la esencia de la poesía
calificándola de juego de lenguaje tan ineficaz como inofensivo. Esta esencia
se aclara, por el contrario, siguiendo la palabra del poeta, que se nos ofrece
como una indicación apuntada hacia el lugar en donde se halla el término de
nuestra búsqueda.
Es el
poeta mismo el que nos indica la antítesis de la imagen que acabamos de
esbozar, antítesis paradójica y extraña para el sentido común y que el filósofo
se complace en desarrollar a su manera. El lenguaje, materia y campo de la más
inocente actividad humana, es llamado también el «más peligroso de los bienes»
que los dioses han ofrecido a la humanidad. ¿No es ésta una flagrante
contradicción? ¡ El inocente poeta se torna de pronto culpable! ¿Cómo el más
peligroso de los bienes puede dar lugar a una ocupación inocente? ¿Acaso porque
cae en manos de un ser inocente? Para saberlo es preciso comprender, ante todo,
quién es este ser que no ve en el lenguaje un bien cualquiera, un bien
indiferente entre todos los bienes que él ha logrado adquirir o que ha
recibido por una gracia de los dioses. El poeta nos habla del hombre y nos
enseña, no ciertamente lo que es, sino quién es, dándole así Un lugar aparte
entre todos los seres de la naturaleza: la rosa y el cisne o el ciervo en el
bosque. El hombre es el testigo. Es «aquel que es» en el testimonio que da de
su ser-ahí, porque para ser hombre, explica el filósofo, no basta con ser, en
primer término, esto o aquello, un animal entre los otros animales y sólo
después expresar de manera accesoria su ser-hombre. Ser hombre significa dar
testimonio de humanidad en cada uno de los actos.
Por tanto,
¿qué quiere decir exactamente el poeta? Aquello que el hombre tiene que
atestiguar es «su pertenencia a la tierra». Pero ¿qué sentido tiene dar
testimonio de aquello que constituye nuestra facticidad, a la que no podemos
encubrir y de la que no podemos renegar? y sin embargo, declara el poeta, es
necesario, porque ésta es la única manera de que el hombre pueda atestiguar
que él es «el heredero de la tierra» y el aprendiz de todas las cosas. Tanto
la armonía como el desconcierto de las cosas se imponen al testimonio del hombre.
Con este testimonio el hombre se compromete libremente y da lugar al
nacimiento de un mundo, consagra su acontecimiento, aunque también su
destrucción y su decadencia. La resolución comprometida en la pertenencia al
ente en su totalidad funda así el por-venir del hombre y la venida de un mundo
y, por consiguiente, la pro-veniencia de la historia. He aquí la
interpretación de la palabra poética que Heidegger nos propone; pero, a decir
verdad, más que recoger la expresión del poeta, el filósofo nos ha dado a saber
la formulación de su propia tesis.
Retornemos,
por tanto, al poeta. ¿En qué sentido es el lenguaje, a sus ojos, «el más
peligroso de los bienes» de que dispone el hombre? ¿En qué consiste el peligro
o la amenaza? ¿No es más bien la ausencia de palabra, la falta de diálogo y de
comunicación entre los hombres origen de amenaza y de violencia? Al menos así
parece comprenderlo otro poeta original, Sófocles, el poeta trágico, cuando
pone en guardia a los hombres contra el desfallecimiento de la palabra: «i No
hay mayor peligro que un gran silencio!»
Para
Holderlin, por el contrario, es el lenguaje la fuente de la amenaza, «el
peligro de los peligros», porque por él surge «la posibilidad misma de un
peligro». ¿En qué consiste el peligro si no en la amenaza de la pérdida del
Ser, en la permanente amenaza de que el Ser sea encubierto por el ente? No es
fácil entender cómo puede el lenguaje ocultar un riesgo semejante, a menos que
se comprenda que por su lengua se encuentra el hombre expuesto y entregado al
ente abierto, el cual acaba por asediarlo y abrasarlo o, incluso, por violarlo
sirviéndose de aquello que él mismo tiene de no-ente. El lenguaje hace surgir
ante nosotros el lugar manifiesto de la amenaza y del error que «pesan sobre
el Ser». De aquel peligro permanente, porque si el ente como tal sólo se
«instituye» en el lenguaje, esta « institución» puede tanto aclarar como
ocultar el Ser. La lengua de los hombres puede expresar no sólo lo más puro,
sino también lo escondido, lo confuso y lo vulgar. Ninguna palabra humana, en
cuanto palabra, ofrece jamás la garantía inmediata de ser palabra esencial,
«verídica», es decir, revela. dora del ente en su ser, y no palabra vulgar e
ilusoria, que nada expresa sino lo común. Puede darse el caso que una palabra
esencial aparezca como inesencial, y que otra palabra que se presenta como
auténtica no sea más que una manera de decir y de re decir del «se dice». «Así
el lenguaje -escribe Heidegger- se ve constantemente forzado a revestirse de
la apariencia que él mismo engendra, y por esto a comprometer lo que constituye
su ser propio, el decir auténtico.»
Queda una
tercera pregunta suscitada por la palabra del poeta. ¿En qué sentido merece el
len. guaje ser llamado un «bien» para el hombre? Comúnmente, es verdad, se le
considera como tal, puesto que el hombre, según la definición tradicional
recibida de la metafísica aristotélica, es aquel que posee el lenguaje (zoon
logon echan). ; No tenemos, por ventura, el sentimiento legítimo de que el
lenguaje es una de nuestras propiedades de la que podemos disponer a nuestro
antojo para comunicar experiencias, decisiones y afectos? ¿Cómo no
comprenderlo entonces como un «bien» precioso?
Sin
embargo, debemos reconocer con Heidegger que esta definición instrumental del
lenguaje no llega a expresar tal vez su esencia, limitándose a enunciar una de sus
posibles funciones. El lenguaje es, en verdad, un útil; pero está lejos de ser
un útil cualquiera. En realidad, el lenguaje es la condición de toda utensilidad,
la condición de posibilidad de todo útil. De hecho, como lo ha mostrado Sein
und Zeit el lenguaje, modalidad existencial del ser-en-el-mundo, es para el
hombre la posibilidad misma de sostenerse en la apertura del ente y, con esto,
ante la condición de posibilidad de un mundo: «Únicamente allí donde hay
lenguaje -escribe Heidegger algunos años más tarde- hay un mundo.»
Pero ¿qué
quiere decir exactamente «mundo» en este caso? El mundo no es la totalidad
infinita de las cosas y los seres, la omnitudo realitatis, tal como lo entendía
la ontología clásica. El mundo no es para el hombre ni más ni menos que «círculo
continuamente cambiante de decisión y de proyecto, de acción y
responsabilidad, así como también de arbitrariedad y tumulto, de fracaso y
extravío». Ésta es la razón de que Heidegger pueda añadir de inmediato que «únicamente
allí donde se da un mundo, se da historia». Con esto, descubrimos en el
lenguaje un sentido infinitamente más rico que el que le confiere su función
de instrumento. En este nuevo sentido el lenguaje es también un don precioso,
puesto que garantiza «la entrada en escena» del hombre en cuanto ser
«histórico». Lejos, por tanto, de ser Un simple útil del que dispondrían los
hombres, el lenguaje aparece en su verdad como el «advenir» del mundo y, por
consiguiente, como Geschichte. El hombre no tiene otra posibilidad de
testimoniar su ser hombre más que manifestando su inserción en este
«acontecimiento», en lugar de asistir a él de modo pasivo. El poeta nos
recuerda que vivimos y experimentamos en todo momento nuestra inserción en el
mundo abierto y revelado a través de las perspectivas que nos descubre nuestra
lengua, que toda palabra esencial crea un mundo nuevo o abre una nueva
dimensión del mundo. He aquí por qué el mundo --como la palabra misma que lo
funda-- se inscribe en la marcha de la historia humana. Más tarde renunciará
Heidegger a fundar la historia, de manera exclusiva, sobre los actos del hombre
(decisión, proyecto y responsabilidad) , para mostrar que la esencia propia de
la historia reside en el destino y el ofrecimiento del Ser mismo.
Decisión,
consentimiento o rechazo no pertenecen únicamente al hombre, pero le sitúan en
la escisión del Ser, del aparecer y de la verdad. No tienen acción «histórica»
más que en la medida en que el Ser, en su ad-venir, es remitido al paraje
abierto del «ahí» del Dasein, el cual «se libera en la comunicación y la
lucha». Pero esta «lucha en favor del Ser» es al mismo tiempo la «disyunción»
de los dioses y de los hombres, el pólemos originario o «decisión en favor del
Ser y contra la nada», un acto de violencia por el cual el hombre «sale fuera
de sí» para penetrar en su destino.
Avanzando
en el análisis de la función esencial del poeta, se descubre que la poesía no puede
ser identificada pura y simplemente con el arte poético en el sentido estricto
del término. Aquello que se cuestiona el pensador bajo el nombre de Dichtung es
la fundamentación y la instauración del ser de todo ente asumido por la palabra
esencial y originaria. Esta palabra puede surgir tanto en la poesía
propiamente dicha como en el mito o en el pensamiento. La afirmación inversa,
sin embargo, no es cierta: no toda obra llamada poética merece este nombre ni
es verdaderamente fundadora del mundo.
Se
comprende así que el filósofo se refiera solamente a un pequeño número de
poetas: Sófocles, Holderlin, R. M. Rilke, G. Trakl, S. George, y que de cada
uno de ellos no escoja más que algunos raros poemas. En el caso de Rilke, por
ejemplo, se limita a las Elegías de Duino y a los Sonetos a, Orfeo. Es evidente
que el pensador no pretende de ninguna manera juzgar la calidad literaria de
la obra ni ocupar el lugar del historiador de la literatura Tampoco quiere, a
través 'de su diálogo con el poeta, hacer gala, según dice, de sus
conocimientos de filología. «Consagrada a los escritos de las naciones y de los
pueblos, la filología hace de ellos el objeto de explicaciones e
interpretaciones. Los escritos de una literatura representan siempre el hablar
de una lengua.» El método científico del filólogo, que somete la lengua a
criterios «objetivos» establecidos por la gramática, la estética o la historia
de la lengua, no puede convenir a un pensamiento en diálogo con la poesía, por
cuanto da lengua habla sin devenir (necesariamente) literatura y sin
preocuparse de si la literatura consigue la objetividad». Heidegger descubre
los criterios que deben guiarle en su aproximación al poeta en la obra poética
misma. Del mismo modo busca en la esencia de la poesía la medida de estos
criterios. El interés que le conduce está motivado en el fondo por aquello
mismo que hace de la poesía el lenguaje o el hablar por excelencia, por aquello
que hace del lenguaje un decir poético originario que la filosofía no puede más
que presuponer. Este decir original del lenguaje constituye lo «inabarcable» de
toda ciencia y de toda filosofía del lenguaje.
La poesía
es para Holderlin el hablar humano por excelencia. Está lejos, por tanto, de
ser un simple ornamento de la existencia, una exaltación pasajera o una
diversión. Tampoco es simplemente «la expresión del alma de una cultura»,
puesto que es “el fundamento que sostiene a la historia». La poesía, en cuanto
que nombra aquello que es, es “fundadora del ser y de la esencia de toda cosa”.
Con más razón no puede ser reducida “a la pretensión de llevar a cabo un discurso
preñado de mayor sentido y musicalidad que el lenguaje ordinario”. La poesía no
es un decir cualquiera que habla de modo más sublime, más noble. “La poesía
propiamente dicha -declara Heidegger en una conferencia sobre el lenguaje en
1950- no es simplemente un modo (Melos) más sublime del lenguaje cotidiano. Al
contrario, el hablar cotidiano es un poema olvidado y, por tanto, gastado. De
ahí que de este poema no nos llegue jamás la más mínima resonancia”. Ésta es la
razón de que lo contrario de la poesía no sea la prosa. La prosa puede ser tan
poética como la poesía. De aquí se sigue que para “hacer poesía” no basta con tratar el lenguaje como una
materia prima. Muy al contrario, es necesario comprender la esencia del lenguaje
ordinario a través de la esencia de la poesía, porque es precisamente (da
poesía la que hace posible el lenguaje», puesto que ella es el hablar por el
cual «todo se encuentra inicialmente puesto al descubierto: todo lo que
discutimos y tratamos en el lenguaje de todos los días». Heidegger, como antes
de él Herder, piensa que «la poesía es el lenguaje original de un pueblo histórico».
El poeta no desmiente al filósofo cuando éste juzga que la literatura es toda
ella como «un desarrollo monstruoso de las virtudes del lenguaje». También
sabe el poeta que «la primera y más notable creación poética es el lenguaje
mismo». ¿No es el poeta, en efecto, aquel que confía más en la fuerza propia de
la palabra que en su valor de cambio? Heidegger está convencido de ello, como
lo estuvieron antes Herder y los románticos: «La lengua es la poesía original;
por ella un pueblo ingresa en la historia. La poesía otorga la primera forma
al lenguaje de eme pueblo».
El hombre
tiene por destino ser el oyente del logos, como sugieren los iniciadores del
pensamiento de Occidente; pero únicamente el verdadero poeta es capaz de
sorprender las señales que los dioses transmiten, y esto porque el poeta no es
uno de aquellos de los que dice Heráclito que obran y hablan «como en sueños»
(Fragmento 73) y que acaban por ser «oyentes parecidos a sordos» (Fragmento
34). También el poeta -como el pensador- se entrega a mandar señales a su
pueblo y a transmitir el mensaje recibido. A decir verdad, se encuentra
solicitado por un doble compromiso: sometido al don de los dioses y, a la vez,
entregado a los suyos. Profundamente vinculado con los signos de los dioses,
tiene el poeta la misión de escuchar y de interpretar. En otros términos, la
misión de hacer hablar a aquellos que «desde el fondo lejano de las edades» no
hablan más que por signos. Y al mismo tiempo la palabra poética es para
Holderlin la interpretación de la «voz del pueblo» o de sus leyendas (según el
doble sentido del término Sage). « Ciertamente las leyendas son excelentes
-dice el poeta-, porque son un memorial del Altísimo. Sin embargo, es
necesario que alguien interprete las leyendas sagradas.» El poeta, intérprete
de leyendas, de las palabras primordiales de su lengua, «se mantiene en la
frontera» que separa a los dioses de los hombres. De esta manera es con frecuencia
«rechazado hacia afuera», experimentando entonces su propio destino como
«maldito». Mediador entre los dioses y los hombres, el poeta canta audazmente
los tiempos cumplidos, la huida de los dioses, al tiempo que predice lo que
está siempre falto de cumplimiento, lo que permanece siempre por-venir . Por
esto su tiempo no puede ser más que un «tiempo de miseria» y él mismo no puede
menos de sostenerse sobre el abismo de una crisis marcada por una doble ausencia:
``el 'llano' de los dioses antiguos y el 'todavía no de los dioses por venir``.
* A.
Kelker es un estudioso de la filosofía contemporánea, que ha desarrollado
importantes estudios sobre la obra de E. Husserl y de M. Heidegger