El amor caballeresco
Titus
Burckhardt
El
ideal caballeresco con todo lo que encierra de virtudes varoniles y culto a la
mujer, tiene en el Islam un carácter mucho más amplio que en el Cristianismo;
tiene antecedentes más antiguos, pues se deriva del ejemplo preislámico del
caballero del desierto y posee una raíz más profunda, porque la
espiritualización del oficio de las armas, la «guerra santa», desempeña un
papel esencial dentro del Islam, mientras que en el Cristianismo es de
derivación secundaria. Aunque haya habido guerreros santos dentro del
cristianismo, ninguno de los apóstoles era guerrero, siendo así que el Islam nació,
como quien dice, en la guerra. Puede ser que fuera precisamente este carácter
más generalizado de la caballería en el Islam la causa de que allí, dentro del
marco de la cultura islámica, no haya adoptado nunca un estilo tan pronunciado
y exclusivo, como lo desarrolló la caballería cristiano‑europea con su heráldica, sus
torneos y sus cortes de amor. Sin embargo, han existido períodos durante los
cuales los elementos correspondientes de la cultura islámica, existentes ya
desde siempre, se unieron de un modo más claro, formando una forma de vida
caballeresca. En la España musulmana, ésta floreció lo más tarde en el siglo XI
y no cabe duda de que desde allí habría de estimular fuertemente a los vecinos
países cristianos.
La
relación entre el carácter luchador del Islam y el oficio guerrero del
caballero es evidente; lo que, sin embargo, no es fácil de comprender para el
observador cristiano europeo es el hecho de que también la actitud caballeresca
ante la mujer tiene un origen islámico. Y, a pesar de eso es así, ya que allí
tiene, como quien dice, una doble raíz: por un lado se deriva de los famosos
caballeros del desierto, que no sólo habían sido valientes luchadores y buenos
jinetes, sino también poetas y frecuentemente grandes amantes; por otra parte se
basa en el valor que el Islam atribuye de un modo general a la relación entre
hombre y mujer: «El matrimonio es la mitad de la religión» dijo el Profeta que,
personalmente, dio ejemplo de máxima bondad e indulgencia frente a las mujeres.
El prejuicio según el cual el Islam menosprecia a la mujer, tiene su origen en
un malentendido.
El
Islam no menosprecia a la mujer, sólo distingue rigurosamente entre los dos
sexos, adjudicando su rango a cada uno de los dos: como ser humano, dotado de
un alma inmortal, la mujer no es, desde el punto de vista islámico, inferior al
hombre; si no, no podrían existir en el Islam mujeres veneradas como santas;
como hembra, sin embargo, queda sujeta al hombre, debe obedecer al hombre, no
porque éste haya de ser necesariamente mejor que ella, sino porque la
naturaleza femenina encuentra su realización en la obediencia, al igual que el
hombre tiene que hacerse cargo del deber de mandar; la naturaleza humana está
por encima de los sexos, pero el hombre se realiza por medio de su hombría y la
mujer por medio de su feminidad. Según esto, el Islam separa decididamente el
mundo de las mujeres del mundo de los hombres. A la mujer le pertenece la casa;
en ella el hombre no es más que un huésped. Sin embargo, este enfrentamiento
polar entre los sexos y la subsiguiente separación de los ambientes vitales
constituye la condición psíquica previa tanto de la poligamia como de la
veneración caballeresca de la mujer, por contradictorio que esto pudiera
parecer a primera vista.
La
condición previa externa para la poligamia es, dicho sea de paso, la
circunstancia de que en un pueblo guerrero siempre existen más mujeres que
hombres y que es necesario procurar protección y hogar a las mujeres sobrantes.
Mas en un plano psíquico la poligamia origina justamente aquel distanciamiento
entre los sexos que, si se da el caso y aparecen otros motivos adicionales,
sirve de incentivo para una transfiguración amante de la mujer. No hay nada más
ajeno al concepto islámico del amor sexual que el «compañerismo» entre hombre y
mujer, de hecho, la relación entre ambos sexos es siempre más o menos que eso,
por muy próxima que la mujer esté al hombre —y en cierto sentido está tan
cercana a él como su propia alma— no obstante seguirá siendo para él en lo mas
profundo de su feminidad algo lejano y misterioso. Mas sin el misterio de la
mujer no puede haber culto a la mujer, ni poesía trovadoresca, ni sublimación
espiritual alguna del amor a la mujer.
El
menosprecio de la mujer, mejor dicho: su descuido espiritual, es un fenómeno
que se da en la vida urbana decadente de los países islámicos; siempre va unido
a la tiranía de las hembras dentro del marco de la familia. En cambio, en el
mundo nómada y guerrero, donde los dos sexos aparecen como dos polos opuestos,
el hombre tiende siempre a admirar a la mujer mientras, viceversa, la mujer
espera que el hombre se muestre como señor. En este contexto es significativo
un suceso relatado por una crónica española cristiana del siglo XII. Tuvo lugar
en la época en que la España musulmana se encontraba bajo el dominio de los
almorávides, que eran beréberes Y Procedían del Sahara, suceso que puso fin a
una incursión de los reyes musulmanes de Córdoba, Sevilla y Valencia contra
Alfonso VII de Castilla, que reinaba en Toledo y se hacía llamar Emperador de
la España cristiana. Los reyes habían recibido la noticia de que Alfonso VII
había salido con un ejército para sitiar Oreja, que está situada a alguna
distancia de Toledo, Tajo arriba. Con ayuda del soberano almorávide de
Marruecos, Yûsuf b. Tâshfîn (**) habían reunido un gran ejército con el cual
avanzaban sobre Toledo, después de haber dejado emboscado por el camino una
parte de él. Contaban con que Alfonso VII abandonaría a su llegada su
campamento en Oreja para salir en auxilio de Toledo, de modo que las tropas
emboscadas pudieran avanzar hacia Oreja y sorprender al campamento. Pero espías
revelaron el plan al soberano castellano y éste decidió permanecer en el
campamento de Oreja y esperar a los moros.
La
crónica sigue literalmente así:
Mientras
tanto, el gran ejército de los moabitas y agareños (términos aplicados a los
beréberes y árabes) llegó a Totedo y atacó el castillo de San Servando, cuyas
altas torres se mantuvieron ilesas, sólo se Perdió una torre fronteriza,
pereciendo en ella cuatro cristianos. Acto seguido los sarracenos se
trasladaron a Azeca, donde acamparon y empezaron a destruir viñas y frutales.
En aquel tiempo se encontraba en Toledo la emperatriz doña Berenguela con un
gran número de caballeros, infantes y ballesteros, colocados sobre las torres y
murallas de la ciudad para defenderlas celosamente. Cuando la emperatriz vio
los daños que producían los sarracenos en la campiña circundante, envió
mensajeros a los reyes moabitas para decirles: Esto es lo que os dice la
emperatriz, mujer del emperador: ¿no veis que estáis luchando contra mí que soy
una mujer y que esto no es honroso para vosotros? Si queréis hacer la guerra,
id a Oreja y luchad contra el emperador que os espera con el arma en la mano. Cuando
los reyes, príncipes y caídes" sarracenos escucharon este mensaje,
levantaron la vista y vieron a la emperatriz sentada en el aIjímez real, arriba
en la torre más alta del alcázar, adornada como corresponde a una emperatriz y
rodeada de un séquito de nobles mujeres, que cantaban y acompañaban su canto
con panderetas, guitarras, címbalos, y salterios. Ante este espectáculo, los
reyes, príncipes y caídes sarracenos y hasta los hombres del ejército se
llenaron de admiración y de vergüenza, se inclinaron para saludar a la
emperatriz y volvieron a sus tierras sin continuar su obra destructora,
llevándose también las tropas emboscadas.
Sin
embargo, para que el amor caballeresco tome forma de arte amatorio, no basta
con la actitud varonil del guerrero; hace falta también un estilo de vida
refinado, mucho tacto y una marcada sensibilidad para lo bello. Esta actitud se
manifiesta en la obra de un famoso hombre de estudios hispano‑árabe,
Ibn Hazm de Córdoba, que vivía justo en aquella época de transición en la cual
empezó a tomar forma el estilo de vida caballeresco. Abú Muhammad Alî b. Hazm
nació en 994 de una familia de ascendencia visigoda o persa; su padre fue
ministro (wazîr) en la corte omeya. Su juventud coincidió con la caída del
califato. Después de intervenir en un intento fracasado de restablecer el
califato, se retiró de la política y se dedicó hasta su muerte, acaecida en el
año 1066, a las ciencias y a la poesía; se le atribuyen 400 obras. Entre otras
escribió una historia de las religiones y sectas. De su libro sobre el amor,
que lleva el título de El collar de la paloma extractamos el siguiente relato
de su juventud:
Te
contaré de mí que, en mis verdes años, anduve prendado de una esclava que se
había criado en nuestra casa y tenía a la sazón dieciséis años. Era cuanto
pueda pedirse en punto a hermosura del rostro y del entendimiento, castidad y
pureza, pudor y dulzura. Nunca gastaba chanzas ni se daba a niñerías; se
mostraba a maravilla risueña, pero llena de cortedad; carecía de tachas y
hablaba poco; llevaba siempre la vista baja y se mostraba cautelosa; no cometía
falta y siempre estaba sobre sí; se retraía con dulzura y con una no aprendida
reserva; era gentil en su desvío y se sentaba con compostura; estaba llena de
dignidad y era deliciosa en su esquivez. Las esperanzas no se encaminaban a
ella ni los deseos se fijaban en ella. Ningún anhelo podía hacer alto a su
lado. Y, sin embargo, su rostro atraía a todos los corazones, aunque su actitud
rechazaba a cuantos se acercaban. Con su severidad y su reserva más atractiva
era que otras que lo son con sus desenvolturas y favores. Ajustaba a la
seriedad toda su conducta y no se mostraba propicia a las distracciones, aunque
tañía el laúd por maravillosa manera.
Sentí
inclinación hacia ella y concebí por ella un amor desatinado y violento. Dos
años, poco más o menos, anduve esforzándome con el más grande conato en que me
diera una respuesta y en oír de su boca otras palabras que no fuesen las que en
las comunes pláticas se brindan a todo el que escucha; pero no logré nada en
absoluto.
Me
acuerdo que un día se dio en nuestra casa una fiesta, con una de esas ocasiones
en que suelen celebrarse tales saraos en las casas de los grandes. En ella se
reunieron nuestra familia y la de mi hermano (¡Dios lo haya perdonado!),
nuestras mujeres y las de nuestros pajes y servidores más allegados, gente toda
agradable y cortés. Estas mujeres se quedaron en casa durante el centro del
día, pero más tarde se trasladaron a un torreón que había en la finca,
dominando el jardín de la casa, desde el cual se divisaba toda Córdoba y su
vega y en cuyos muros se abrían varios ventanales; y se pusieron a mirar a
través de las celosías. Yo andaba entre ellas y me acuerdo que me dirigí al
hueco de la ventana en que ella se hallaba, con la mira de aproximarme a ella y
procurando tenerla cerca; mas, apenas me vio a su lado, abandonó aquella
ventana y con gracioso meneo se encaminó hacia otra. Entonces me propuse
marchar hacia esa ventana a que se había ido; pero volvió a hacer igual, dirigiéndose
a otra distinta. Las demás mujeres no caían en la cuenta de lo que hacíamos
porque eran muchas y todas se mudaban de unas ventanas a otras, para ver desde
las unas aquellas partes del paisaje que no se dominaban desde las demás; pero
ella sí conocía mi pasión, porque has de saber que las mujeres descubren quien
siente inclinación por ellas con penetración mayor que la de un caminante
nocturno que rastrea las huellas. Luego bajaron al jardín y entonces las
mujeres de más años y de mayor respeto pidieron a su señora que les dejara oír
cantar a mi amada. Cuando lo hubo mandado, tomó ella el laúd y lo templó con
tanta modestia y rubor que nunca vi nada parecido; y sabido es que se duplican
los encantos de una cosa a ojos de aquel a quien le gusta. Por fin rompió a
cantar los versos de al‑Abbâs ibn al‑Ahnaf (poeta famoso de la corte de Hârun al‑Rashîd)...
Por
mi vida, que el batir de su plectro parecía rasguear en mi corazón. Jamás
olvidaré aquel día ni se me irá de la memoria hasta que yo me vaya de este
mundo. Es lo más a que llegué en punto a verla y a oír su voz. Poco después a
tercero día de que el Príncipe de los Creyentes Muhammad al‑Mahdî
se alzase con el califato, mi padre el visir (¡Dios lo haya perdonado!) se mudó
desde nuestras casas nuevas de la parte a saliente de Córdoba, en el arrabal de
al‑Zâhira,
a nuestras casas viejas de la parte a poniente de Córdoba, en Balât Mugît. Yo
también me mudé con él. Ocurría esto en chumada 11 del año 399, y en ella no
vino con nosotros por ciertas razones que así lo aconsejaron. Luego, después de
la segunda proclamación del Príncipe de los Creyentes Hishâm al-Mu’ayyad, me
distrajeron de ella las persecuciones y la hostilidad de los hombres de aquel
gobierno, pues padecimos cárcel, vigilancia y fuertes exacciones, teniendo que
escondernos. Más tarde tronó la guerra civil y se extendió por doquiera,
afectando a todas las gentes, pero en especial a nosotros. En éstas, murió el
visir mi padre (¡Dios lo haya perdonado!) a prima tarde de un sábado, dos
noches por andar del mes de dû‑l‑qa’da del año 402. A su muerte seguirnos lo mismo, hasta que un día
tuvimos en casa el entierro de un allegado. Aquel día la vi. Elevaba sus
lamentos, asistiendo al duelo en medio de las mujeres, entre el grupo de las
lloronas y plañideras. Su vista suscitó la pasión acallada, removió el sosegado
amor y me hizo recordar el tiempo antiguo, el remoto martelo, la época lejana,
los instantes felices, los meses transcurridos, los sucesos pasados, los
momentos desaparecidos, los días que se fueron, las huellas que andaban
borradas. Ella renovó mis tristezas y excitó mis angustias, aunque yo estaba
aquel día afligido y atormentado por otras cosas. No sólo no la había olvidado,
sino que crecieron mis ansias, y se encendió mi sufrimiento, y se afirmó mi
tristeza, y se redobló mi pena y, en cuanto la pasión lo hizo venir, lo que
estaba oculto se presentó obediente. Entonces compuse una poesía de la que son
estos versos:
Hace
llorar por un difunto que murió muy honrado,
cuando
más merecería el vivo que por él corrieran las lágrimas.
¡Maravilloso
es que esté triste por quien bajó al sepulcro
y no
lo esté por el que es asesinado injustamente!
Más
tarde la suerte redobló sus golpes y tuvimos que emigrar de nuestras casas,
cuando nos vencieron las huestes de los beréberes. Salí de Córdoba el primero
de muharram del año 403 (13 de julio de 1013), y volví a perderla de vista,
después de aquella única ocasión, en que la encontré, durante seis años y pico.
Cuando
volví a Córdoba en lawwál del año 409 (10 de febrero al 10 de marzo de 1019),
paré en casa de una pariente nuestra y la vi allí. Casi no la hubiera
reconocido de no haberme sido dicho: “Esa es Fulana”. Se había alterado no poca
parte de sus encantos; desaparecida su lozanía; agostado aquella hermosura;
empañado aquella diafanidad de su rostro, que parecía una espada acicalada o un
espejo de la India; mustiada aquella flor, donde la mirada se dirigía con
avidez, se apacentaba con delicia y se alejaba con ofuscación. Sólo quedaba una
partecita que anunciaba cómo había sido el conjunto y un vestigio que declaraba
lo que antes era todo. La causa de ello fue el poco cuidado que tuvo de sí
misma; la falta de la protección de que gozó en los días de nuestro gobierno,
cuando vivía a nuestra sombra, y el cambio de situación a que se vio por fuerza
sometida, del que antes estuvo resguardada y a seguro.
Son
las mujeres como plantas de olor que se agostan si no se las cuida o como
fábricas que se desploman de no entretenerlas. Por eso ha habido quien ha dicho
que la apostura varonil es de realidad más auténtica, de arrimos más firmes y
de mayor excelencia, por cuanto soporta cosas que de sufrirlas no más que en
parte los rostros de las mujeres, experimentarían los mayores trastornos; tales
como el sol de mediodía, la brisa del desierto, los vientos, el cambio de clima
y la vida al aire libre.
Aún
así, si hubiera conseguido de ella la menor condescendencia y hubiera estado
conmigo un tanto amable, habría desvariado de placer y muerto de alegría...
(Traducción
de García Gómez)
En
el mismo libro desarrolla Ibn Hazm una filosofía del amor influenciada por
Platón, semejante a la que había sido expuesta anteriormente por un autor
persa, Abû Dâwûd de Ispahán. Según ella, la atracción mutua de dos seres humanos,
si es de naturaleza duradera, pone de manifiesto una afinidad electiva de las
almas que existe desde la eternidad. Por cierto esta idea se encuentra
arraigada en el Islam y se relaciona con el dicho del Profeta, según el cual
las almas están emparejadas desde el origen y en la tierra sólo reconocen su
afinidad.
La
nobleza de esta doctrina erótica reside en el hecho de que va más allá no sólo
de lo instintivo, sino también de toda psicología en el sentido común de la
palabra, ya que ve en el deseo amoroso del alma la expresión de un destino
atemporal. Sin embargo, no es tampoco exhaustiva, ya que no tiene en cuenta la
esencia total de los dos sexos. En efecto, la ley de la afinidad electiva que
conduce al encuentro de las almas, tiene validez también fuera de las
relaciones hombre‑mujer. Probablemente el concepto más profundo del amor mutuo entre
el hombre y la mujer lo encontramos en la mística, particularmente en el famoso
místico andaluz Muhyî‑l‑Dîn lbn al‑Arabî, al que mencionamos aquí anticipadamente, ya que habremos de
hablar de él más adelante. Nació —dicho sea de paso— justo cien años después de
la muerte de lbn Hazm, en 1165, y por tanto pertenece a una época en la cual
la forma de vida caballeresca, de la que se trata aquí, había pasado ya su
apogeo. No obstante, su metafísica del amor es importante en este contexto y
esto en primer lugar porque nos permite ver desde el punto de vista islámico
que el amor sexual es susceptible de la más alta espiritualización. Bien es
cierto que lbn al‑Arabî no escribe para la generalidad musulmana; sólo se dirige a
los hombres dotados para la visión espiritual y por ello se expresa con breves
alusiones, a modo de chispas que encenderán la luz interior. No obstante, su
modo de contemplar las cosas se deriva de premisas islámicas, particularmente
del ejemplo del Profeta. Pues las relaciones de éste con las mujeres, que
pueden parecer en los ojos de un cristiano un rasgo mundano, necesariamente
tienen para un musulmán, particularmente para uno acostumbrado a una visión
espiritual de las cosas, un sentido totalmente diferente, incluso contrario, a
saber: la santificación del amor sexual. El musulmán parte de la idea de que
todo lo que haya hecho el Profeta, hasta la acción más banal, por ese mismo
hecho es puesto en una relación particular con Dios y se convierte, como quien
dice, en vaso de la presencia divina.
En
su libro «Engarces de la sabiduría» afirma lbn Arabî que el hombre ama a la
mujer porque es para él semejante a la visión de su esencia más íntima. Eva
procede de Adán, es decir, el hombre, en su esencia atemporal, posee tanto la
naturaleza masculina como femenina, ambas pertenecen a su totalidad adámica
que ha sido creada a «imagen y semejanza de Dios». Según esto, la mujer es para
el hombre como un espejo de sí mismo ya que le da a conocer aquella parte de su
propia esencia que le está oculta.
Ahora
bien, el conocimiento de sí mismo es el camino hacia el conocimiento de Dios,
según las palabras del Profeta: «Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor.»
Pues de antemano, el hombre no se conoce; se llama a sí mismo «yo», pero no
sabe qué es ese «yo» en el fondo; se parece al ojo que ve todo pero no puede
contemplarse a sí mismo. «Del hecho de que no te conoces a ti mismo», dice lbn
al‑Arabî,
«puedes concluir con toda razón que Dios permanece incognoscible e
inalcanzable, a no ser que llegues a conocerte a ti mismo y por ello conozcas a
tu Señor». Por un lado, la mujer se encuentra más alejada del origen divino que
el hombre ya que ha sido creada después que él y por su naturaleza le contempla
desde una posición inferior, por otra parte, en el espejo que es para él la
esencia de la mujer, se le manifiesta al hombre aquello que es superior a él.
Por el hecho de recordar la mujer al hombre su esencia original salida de Dios,
ella es para él espejo de Dios. Este es el sentido más elevado del amor de la
mujer. Después de todo brota del amor de Dios hacia su propia imagen en el
hombre.
El
hombre espiritualmente perfecto, dice Ibn al‑Arabî, no ama a la mujer por mera
pasión, la ama porque ve en ella la imagen de Dios. No es posible «contemplar»
a Dios en si, en su esencia que supera todas las formas y todas las
manifestaciones; aún siendo posible conocerlo de cierto modo inefable,
«contemplarlo» sólo se consigue de un modo indirecto, en un símbolo; mas el
símbolo más perfecto de Dios es el hombre en su integridad adámica. Siendo así
que el hombre encuentra esta integridad por la mujer, ella es para él el
símbolo más perfecto de Dios.
Va
implícito en la esencia del amor el que busque la unión total con el objeto
amado: espiritual, psíquica y física. Mas en el plano físico, la unión sexual
es la más completa. Ella es, en sí, un símbolo de la desaparición de los
antagonismos dentro de la unidad divina, igual da que el hombre que la realiza
tenga conciencia de ello o no. «Pues la forma tiene siempre el significado que
va implícito en su esencia, sólo que no se hace consciente en el hombre que se
acerca a su mujer o a una mujer cualquiera exclusivamente en busca del placer;
tal hombre es tan ignorante de sí mismo como lo puede ser cualquier extraño, al
cual no le ha hecho confidencias jamás.»
Con
estas consideraciones hemos traspasado ampliamente el horizonte del amor
caballeresco; sin embargo no nos hemos apartado de nuestro tema, cosa que se
puede ver en el hecho de que el mismo Muhyî‑l‑Dîn lbn al‑Arabî escribió una. serie de poemas
amorosos, en los cuales la amada aparece simultáneamente como mujer terrena y
símbolo de la sabiduría divina, y también porque —al otro extremo de la cadena
que va desde la lírica árabe, pasando por los trovadores provenzales hasta la
Toscana— está Dante Alighieri que compuso su «Vita nuova» en el mismo sentido.
En
el mundo islámico existían por doquier hermandades que podemos llamar órdenes
militares y que estaban fecundadas en mayor y menor grado por la mística,
fenómeno comparable a lo que ocurría también en las órdenes militares
cristianas. Su lema era la expresión árabe futúwa, que podríamos traducir por
nobleza de alma y que, más exactamente, comprende las virtudes caballerescas
del denuedo, de la magnanimidad y de la generosidad. Para el árabe, la
generosidad ha sido siempre sinónimo de auténtica nobleza, y la generosidad del
corazón implica el amor: Lamor e il cuor gentil sono una cosa, «El amor y el
corazón generoso son una misma cosa», diría Dante.
En
este punto se separan los caminos y los modos de proceder. Existía el amor
caballeresco que tenía un fondo espiritual, y el amor más bien cortés, que se
movía entre seriedad y juego. Exactamente el mismo abanico de actitudes lo
encontramos también al otro lado de los Pirineos, primero entre los caballeros‑poetas
de Provenza y luego en todo el mundo latinogermánico.
A
pesar de que el Islam dejara mayor margen a la sensualidad que el cristianismo,
a menudo la canción de amor caballeresco revela entre los hispano‑musulmanes
una extraña influencia platónica en el sentido más estrecho de la palabra,
mientras las canciones de los trovadores provenzales son frecuentemente tan
despreocupada y desenfrenadamente sensuales como puedan serio, v. g., los
poemas de un lbn Quzmán. El polo espiritual del amor caballeresco cristiano se
manifiesta en la Santísima Virgen; el rey Alfonso el Sabio, el gran mediador
entre la cultura árabe y el Occidente cristiano, compuso sus cantigas dedicadas
a la Virgen en forma de zéjel hispano‑árabe.
Fuente: La civilización
hispano-musulmana, capítulo 7, pp. 115-125, Alianza Editorial.
**
No pudo tratarse de Yûsuf, que murió en 1106, siendo así que Alfonso VII empezó
a reinar en 1126. Probablemente el hecho se produjo en la campaña de 1139,
siendo emir de los almorávides Alí b.Yûsuf. N. del T.